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Cuando su esposa le anunció que había descubierto a Julián y a Penélope desnudos en circunstancias inequívocas, el universo entero prendió en llamas. El horror y la traición, la rabia indecible de saberse ultrajado en lo que tenía por más sagrado, burlado en su propio juego, humillado y apuñalado por aquel a quien había aprendido a adorar como a sí mismo, le asaltaron con tal furia que nadie pudo comprender el alcance de su desgarro. Cuando el médico que vino a reconocer a Penélope confirmó que la muchacha había sido desflorada y que probablemente estaba embarazada, el alma de don Ricardo Aldaya se fundió en el líquido espeso y viscoso del odio ciego. Veía su propia mano en la mano de Julián, la mano que había hundido la daga en lo más profundo de su corazón. No lo sabía todavía, pero el día que ordenó encerrar a Penélope bajo llave en la alcoba del tercer piso, fue el día en que empezó a morir. Cuanto hizo a partir de entonces no fueron sino los estertores de su autodestrucción.

En colaboración con el sombrerero, a quien tanto había despreciado, tramó para que Julián desapareciese de la escena y fuese enviado al ejército, donde daría órdenes para que su muerte fuese declarada un accidente. Prohibió que nadie, ni médicos ni criados ni miembros de la familia excepto él y su esposa, viera a Penélope en los meses en que la muchacha permaneció encarcelada en aquella habitación que olía a muerte y enfermedad. Ya por entonces, sus socios le habían retirado secretamente su apoyo y maniobraban a sus espaldas para arrebatarle el poder empleando la fortuna que él les había proporcionado. Ya por entonces, el imperio Aldaya se desmoronaba en silencio, en juntas secretas y reuniones de pasillo en Madrid y en los bancos de Ginebra. Julián, como debía haber sospechado, había escapado. En el fondo se sentía secretamente orgulloso del muchacho, incluso deseándole muerto. Había hecho lo que él en su lugar. Alguien pagaría por él.

Penélope Aldaya dio a luz un niño que nació cadáver el 26 de septiembre de 1919. Si un médico hubiera podido reconocerla, hubiese dictaminado que la criatura llevaba ya días en peligro y que era necesario intervenir y realizar una cesárea. Si un médico hubiese estado presente, quizá hubiera podido contener la hemorragia que se llevó la vida de Penélope entre alaridos, arañando la puerta cerrada, al otro lado de la cual su padre lloraba en silencio y su madre le miraba temblando. Si un médico hubiese estado presente, habría acusado a don Ricardo Aldaya de asesinato, pues no había una palabra que pudiera describir la visión que encerraba aquella celda ensangrentada y oscura. Pero no había nadie allí, y cuando finalmente abrieron la puerta y encontraron a Penélope, muerta y tendida sobre un charco de su propia sangre, abrazando a una criatura púrpura y brillante, nadie fue capaz de despegar los labios. Los dos cuerpos fueron enterrados en la cripta del sótano, sin ceremonia ni testigos. Las sábanas y los despojos fueron arrojados a las calderas y la habitación sellada con un muro de adoquines.

Cuando Jorge Aldaya, beodo de culpa y vergüenza, reveló lo sucedido a Miquel Moliner, éste decidió enviar a Julián aquella carta firmada por Penélope en la que declaraba que no le amaba y le pedía que la olvidase, anunciándole un matrimonio ficticio. Prefirió que Julián creyese aquella mentira, y rehiciese su vida a la sombra de una traición, que entregarle ha verdad. Dos años más tarde, cuando la señora Aldaya falleció, hubo quien quiso culpar a los embrujos del caserón, pero su hijo Jorge supo que lo que la había matado era el fuego que se la comía por dentro, los gritos de Penélope y sus golpes desesperados en aquella puerta, que seguían repiqueteando en su interior sin cesar. Ya por entonces, la familia había caído en desgracia y la fortuna de los Aldaya se deshacía en castillos de arena frente a la marea de la codicia más rabiosa, de la revancha y de la historia inevitable. Secretarios y tesoreros urdieron la fuga a la Argentina, el inicio de un nuevo negocio, más modesto. Cuanto importaba era poner distancia. Distancia de los espectros que recorrían los pasillos del caserón Aldaya, que los habían recorrido siempre.

Partieron un alba de 1926 en el más negro de los anonimatos, viajando bajo nombre falso a bordo de aquel buque que les llevaría a través del Atlántico hasta el puerto de La Plata. Jorge y su padre compartían el camarote. El viejo Aldaya, pestilente de muerte y enfermedad, apenas se sostenía en pie. Los médicos a los que no había permitido visitar a Penélope le temían demasiado para decirle la verdad, pero él sabía que la muerte había embarcado con ellos y que aquel cuerpo que Dios le había empezado a robar aquella mañana en que decidió buscar a su hijo Julián, se consumía. A lo largo de aquella larga travesía, sentado en la cubierta, temblando bajo las mantas y enfrentando el infinito vacío del océano, supo que no llegaría a ver tierra. A veces, sentado en la popa, observaba la bandada de tiburones que había estado siguiendo el barco poco después de hacer escala en Tenerife. Oyó decir a uno de los oficiales que aquel siniestro séquito era habitual en los cruceros transoceánicos. Las bestias se alimentaban de la carroña que el barco iba dejando atrás. Pero don Ricardo Aldaya no lo creía. Tenía el convencimiento de que aquellos demonios le seguían a él. «Me estáis esperando», pensaba, viendo en ellos el verdadero rostro de Dios. Fue entonces cuando le hizo jurar a su hijo Jorge, al que tantas veces había despreciado y a quien ahora se veía obligado a recurrir sin remedio, que cumpliría su última voluntad.

– Encontrarás a Julián Carax y le matarás. Júramelo.

Un amanecer, dos días antes de llegar a Buenos Aires, Jorge despertó y comprobó que la litera de su padre estaba vacía. Salió a buscarle a cubierta, salpicada de niebla y salitre, desierta. Encontró la bata de su padre abandonada sobre la popa del buque, aún tibia. La estela del buque se perdía en un bosque de brumas escarlata y el océano sangraba reluciente de calma. Pudo ver entonces que la bandada de tiburones ya no les seguía, y que una danza de aletas dorsales se agitaba en círculo a lo lejos. Durante el resto de la travesía, ningún pasajero volvió a avistar a la bandada de escualos, y cuando Jorge Aldaya desembarcó en Buenos Aires y el oficial de aduanas le preguntó si viajaba solo, se limitó a asentir. Hacía mucho que viajaba solo.

5

Diez años después de desembarcar en Buenos Aires, Jorge Aldaya, o el despojo humano en que se había convertido, regresó a Barcelona. Los infortunios que habían empezado a corroer a la familia Aldaya en el viejo mundo no habían hecho sino multiplicarse en la Argentina. Allí Jorge había tenido que enfrentarse solo al mundo y al moribundo legado de Ricardo Aldaya, una lucha para la que él nunca tuvo las armas ni el aplomo de su padre. Había llegado a Buenos Aires con el corazón vacío y el alma picada de remordimientos. América, diría después a modo de disculpa o epitafio, es un espejismo, una tierra de depredadores y carroñeros, y él había sido educado para los privilegios y los remilgos insensatos de la vieja Europa, un cadáver que se sostenía por inercia. En el curso de pocos años lo perdió todo, empezando por la reputación y acabando en el reloj de oro que su padre le había regalado con ocasión de su primera comunión. Gracias a él pudo comprar el pasaje de vuelta. El hombre que regresó a España era apenas un mendigo, un saco de amargura y fracaso que sólo conservaba la memoria de que cuanto sentía le había sido arrebatado y el odio por quien consideraba el culpable de su ruina: Julián Carax.

Todavía le quemaba en el recuerdo la promesa que le había hecho a su padre. Tan pronto llegó a Barcelona, olfateó el rastro de Julián para descubrir que Carax, al igual que él, también parecía haberse desvanecido de una Barcelona que ya no era la que había dejado al partir diez años atrás. Fue por entonces cuando se reencontró con un viejo personaje de su juventud, con esa casualidad desprendida y calculada del destino. Tras una marcada carrera en reformatorios y prisiones del Estado, Francisco Javier Fumero había ingresado en el ejército, alcanzando el rango de teniente. Muchos le auguraban un futuro de general, pero un turbio escándalo que nunca llegaría a esclarecerse motivó su expulsión del ejército. Aún entonces, su reputación excedía su rango y sus atribuciones. Se decían muchas cosas de él, pero se le temía aún más. Francisco Javier Fumero, aquel muchacho tímido y perturbado que acostumbraba a recoger la hojarasca en el patio del colegio de San Gabriel, era ahora un asesino. Se rumoreaba que Fumero liquidaba a notorios personajes por dinero, que despachaba figuras políticas por encargo de diversas manos negras y que era la muerte personificada.

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