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Poco antes de las tres de la tarde abordé el autobús, en el paseo de Colón, que habría de llevarme hasta el cementerio de Montjuïc. A través del cristal se contemplaba el bosque de mástiles y banderines aleteando en la dársena del puerto. El autobús, que iba casi vacío, rodeó la montaña de Montjuïc y enfiló la ruta que ascendía hasta la entrada este del gran cementerio de la ciudad. Yo era el último pasajero.

– ¿A qué hora pasa el último autobús? -pregunté al conductor antes de apearme.

– A las cuatro y media.

El conductor me dejó a las puertas del recinto. Una avenida de cipreses se alzaba en la bruma. Incluso desde allí, a los pies de la montaña, se entreveía la infinita ciudad de muertos que había escalado la ladera hasta rebasar la cima. Avenidas de tumbas, paseos de lápidas y callejones de mausoleos, torres coronadas por ángeles ígneos y bosques de sepulcros se multiplicaban uno contra otro. La ciudad de los muertos era una fosa de palacios, un osario de mausoleos monumentales custodiados por ejércitos de estatuas de piedra putrefacta que se hundían en el fango. Respiré hondo y me adentré en el laberinto. Mi madre yacía enterrada a un centenar de metros de aquella senda flanqueada por galerías interminables de muerte y desolación. A cada paso podía sentir el frío, el vacío y la furia de aquel lugar, el horror de su silencio, de los rostros atrapados en viejos retratos abandonados a la compañía de velas y flores muertas. Al rato alcancé a ver a lo lejos los faroles de gas encendidos en torno a la fosa. Las siluetas de media docena de personas se alineaban contra un cielo de ceniza. Apreté el paso y me detuve allí donde llegaban las palabras del sacerdote.

El ataúd, un cofre de madera de pino sin pulir, descansaba en el barro. Dos enterradores lo custodiaban, apoyados sobre las palas. Escruté a los presentes. El viejo Isaac, el guardián del Cementerio de los Libros Olvidados, no había acudido al entierro de su hija. Reconocí a la vecina del rellano de enfrente, que sollozaba sacudiendo la cabeza mientras un hombre de aspecto derrotado la consolaba acariciándole la espalda. Su esposo, supuse, junto a ellos había una mujer de unos cuarenta años, vestida de gris y portando un ramo de flores. Lloraba en silencio, desviando la vista de la fosa y apretando los labios. No la había visto jamás. Separado del grupo, enfundado en una gabardina oscura y sosteniendo el sombrero a su espalda, estaba el policía que me había salvado la vida el día anterior. Palacios. Alzó la mirada y me observó sin pestañear unos segundos. Las palabras ciegas del sacerdote, desprovistas de sentido, eran cuanto nos separaba del terrible silencio. Contemplé el ataúd, salpicado de arcilla. La imaginé tendida en el interior y no me di cuenta de que estaba llorando hasta que aquella desconocida de gris se me acercó y me ofreció una de las flores de su ramo. Permanecí allí hasta que el grupo se dispersó y, a una señal del sacerdote, los enterradores se dispusieron a hacer su trabajo a la luz de los faroles. Me guardé la flor en el bolsillo del abrigo y me alejé, incapaz de decir el adiós que había llevado hasta allí.

Empezaba a anochecer cuando llegué a la puerta del cementerio y supuse que ya había perdido el último autobús. Me dispuse a emprender una larga caminata a la sombra de la necrópolis y eché a caminar por la carretera que bordeaba el puerto de regreso a Barcelona. Un automóvil negro estaba aparcado a una veintena de metros al frente, con las luces encendidas. Una silueta fumaba un cigarrillo en el interior. Al aproximarme, Palacios me abrió la puerta del pasajero y me indicó que subiera.

– Sube, que te acercaré a tu casa. A estas horas no encontrarás ni autobuses ni taxis por aquí.

Dudé un instante.

– Prefiero ir andando.

– No digas tonterías. Sube.

Hablaba con el tono acerado de quien está acostumbrado a mandar y ser obedecido en el acto.

– Por favor -añadió.

Me subí al coche y el policía puso en marcha el motor.

– Enrique Palacios -dijo, ofreciéndome la mano.

No se la estreché.

– Si me deja en Colón, ya me sirve.

El coche arrancó de un tirón. Nos perdimos en la carretera y recorrimos un buen tramo sin despegar los labios.

– Quiero que sepas que siento mucho lo de la señora Monfort.

En sus labios, aquellas palabras me parecieron una obscenidad, un insulto.

– Le agradezco que me salvase usted la vida el otro día, pero tengo que decirle que me importa una mierda lo que usted sienta, señor Enrique Palacios.

– Yo no soy, lo que tú piensas, Daniel. Me gustaría ayudarte.

– Si espera que le diga dónde está Fermín, ya me puede dejar aquí mismo…

– Me importa un comino dónde esté tu amigo. Ahora no estoy de servicio.

No dije nada.

– No confías en mí, y no te culpo. Pero al menos escúchame. Esto ya ha ido demasiado lejos. Esa mujer no tenía por qué morir. Te pido que dejes correr este asunto y que te olvides para siempre de ese hombre, de Carax.

– Habla usted como si lo que está pasando fuese voluntad mía. Yo sólo soy un espectador. La función se la montan entre su jefe y ustedes.

– Estoy harto de entierros, Daniel. No quiero tener que asistir al tuyo.

– Mejor, porque no está usted invitado.

– Hablo en serio.

– Y yo también. Hágame el favor de parar y dejarme aquí.

– En dos minutos estamos en Colón.

– Me da lo mismo. Este coche huele a muerto, como usted. Déjeme bajar.

Palacios aminoró la marcha y se detuvo en el arcén. Me bajé del coche y cerré con un portazo, evitando la mirada de Palacios. Esperé a que se alejase, pero el policía no se decidía a arrancar de nuevo. Me volví y vi que bajaba la ventanilla. Me pareció leer sinceridad, incluso dolor, en su rostro, pero me negué a darles crédito.

– Nuria Monfort murió en mis brazos, Daniel -dijo-. Creo que sus últimas palabras fueron un mensaje para ti.

– ¿Qué dijo? -pregunté, la voz atenazada de frío-. ¿Menciono mi nombre?

– Deliraba, pero creo que se refería a ti. En algún momento dijo que hay peores cárceles que las palabras. Luego, antes de morir, me pidió que te dijese que la dejases marchar.

Le miré sin comprender.

– ¿Que dejase marchar a quién?

– A una tal Penélope. Me imaginé que debía de ser tu novia.

Palacios bajó la mirada y partió con el crepúsculo. Me quedé mirando las luces del coche perderse en la tenebrosidad azul y escarlata, desconcertado. Al poco me en caminé de regreso al paseo de Colón, repitiéndome aquellas últimas palabras de Nuria Monfort sin encontrarles significado. Al llegar a la plaza del Portal de la Paz me detuve a contemplar los muelles junto al embarcadero de las golondrinas. Me senté en los peldaños que se perdían en las aguas turbias, en el mismo lugar donde, una noche ya perdida muchos años atrás, había visto por primera vez a Laín Coubert, el hombre sin rostro.

– Hay peores cárceles que las palabras -murmuré.

Sólo entonces comprendí que el mensaje de Nuria Monfort no iba destinado a mí. No era yo quien debía dejar escapar a Penélope. Sus últimas palabras no habían sido para un extraño, sino para el hombre que había amado en silencio durante quince años: Julián Carax.

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