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– Es que él es muy hombre -murmuró la Bernarda, con tono de disculpa.

– ¿Cuándo podremos verle? -pregunté.

– Ahora mejor no. Quizá al alba. Le vendrá bien algo de reposo y mañana mismo me gustaría llevarle al hospital del Mar para hacerle un encefalograma, para quedarnos tranquilos, pero creo que vamos sobre seguro y que el señor Romero de Torres estará como nuevo en unos días. A juzgar por las marcas y cicatrices que lleva en el cuerpo, este hombre ha salido de peores lances y es todo un superviviente. Si necesitan ustedes una copia del dictamen para presentar una denuncia en jefatura…

– No será necesario -interrumpí.

– Joven, le advierto que esto hubiera podido Ser muy serio. Hay que dar parte a la policía inmediatamente.

Barceló me observaba atentamente. Le devolví la mirada y él asintió.

– Tiempo habrá para esos trámites, doctor, no se preocupe usted -dijo Barceló-. Ahora lo importante es asegurarse de que el paciente está en buen estado. Yo mismo presentaré la denuncia pertinente mañana a primera hora. Incluso las autoridades tienen derecho a un poco de paz y sosiego nocturno.

Obviamente, el doctor no veía con buenos ojos mi sugerencia de ocultar el incidente a la policía, pero al comprobar que Barceló se responsabilizaba del tema se encogió de hombros y regresó a la habitación para proseguir con las curas. Tan pronto hubo desaparecido, Barceló me indicó que le siguiera a su estudio. La Bernarda suspiraba en su taburete, a merced del brandy y el susto.

– Bernarda, entreténgase. Haga algo de café. Bien cargado.

– Sí, señor. Ahora mismo.

Seguí a Barceló hasta su despacho, una cueva sumergida en nieblas de tabaco de pipa que se perfilaba entre columnas de libros y papeles. Los ecos del piano de Clara nos llegaban en efluvios a destiempo. Las lecciones del maestro Neri obviamente no habían servido de mucho, al menos en el terreno musical. El librero me indicó que me sentara y procedió a prepararse una pipa.

– He llamado a tu padre y le he dicho que Fermín ha tenido un pequeño accidente y que tú lo habías traído aquí

– ¿Se lo ha tragado?

– No creo.

– Ya.

El librero prendió su pipa y se recostó en el butacón del escritorio, deleitándose en su aspecto mefistofélico. En el otro extremo del piso, Clara humillaba a Debussy. Barceló puso los ojos en blanco.

– ¿Qué se hizo del maestro de música? -pregunté.

– Lo despedí. Abuso de cátedra.

– Ya.

– ¿Seguro que a ti no te han zurrado también? Le estás dando mucho a los monosílabos. De chavalín eras más parlanchín.

La puerta del estudio se abrió y la Bernarda entró portando una bandeja con dos tazas humeantes y un azucarero. A la vista de sus andares temí interponerme en la trayectoria de una lluvia de café hirviente.

– Permiso. ¿El señor lo tomará con un chorrito de brandy?

– Me parece que la botella de Lepanto se ha ganado un descanso esta noche, Bernarda. Y usted también. Venga, váyase a dormir. Daniel y yo nos quedamos despiertos por si hace falta algo. Ya que Fermín está en su dormitorio, puede usted usar mi habitación.

– Ay, señor, de ninguna manera.

– Es una orden. Y no me discuta. La quiero dormida en cinco minutos.

– Pero, señor…

– Bernarda, que se juega el aguinaldo.

– Lo que usted mande, señor Barceló. Aunque yo duermo encima de la colcha. Faltaría más.

Barceló esperó ceremoniosamente a que la Bernarda se hubiese retirado. Se sirvió siete terrones de azúcar y procedió a remover la taza con la cucharilla, perfilando una sonrisa felina entre nubarrones de tabaco holandés.

– Ya lo ves. Tengo que llevar la casa con mano dura.

– Sí, está usted hecho un ogro, don Gustavo.

– Y tú un liante. Dime, Daniel, ahora que no nos oye nadie. ¿Por qué no es una buena idea que demos parte a la policía de lo que ha pasado?

– Porque ya lo saben.

– ¿Quieres decir…?

Asentí.

– ¿En qué clase de lío estáis metidos, si no es mucho preguntar?

Suspiré.

– ¿Algo en lo que yo pueda ayudar?

Alcé la mirada. Barceló me sonreía sin malicia, la fachada de ironía en rara tregua.

– ¿No tendrá todo esto, por una de aquellas cosas, que ver con aquel libro de Carax que no quisiste venderme cuando debías?

Me cazó la sorpresa al vuelo.

– Yo podría ayudaros -ofreció-. Me sobra lo que a vosotros os falta: dinero y sentido común.

– Créame, don Gustavo, ya he complicado a demasiada gente en este asunto.

– No vendrá de uno, entonces. Venga, en confianza. Hazte a la idea de que soy tu confesor.

– Hace años que no me confieso.

– Se te ve en la cara.

33

Gustavo Barceló tenía un escuchar contemplativo y salomónico, de médico o nuncio apostólico. Me observaba con las manos unidas a modo de plegaria bajo la barbilla y los codos sobre el escritorio, sin apenas parpadear, asintiendo aquí y allá, como si detectase síntomas o pecadillos en el flujo de mi relato y fuera componiendo su propio dictamen sobre los hechos a medida que yo se los servía en bandeja. Cada vez que me detenía, el librero alzaba las cejas inquisitivamente y hacía un gesto con la mano derecha para indicar que siguiera desenhebrando el galimatías de mi historia, que parecía divertirle enormemente. Ocasionalmente tomaba notas a mano alzada o levantaba la mirada al infinito como si quisiera considerar las implicaciones de cuanto le relataba. Las más de las veces se relamía en una sonrisa sardónica que yo no podía evitar atribuir a mi ingenuidad o a la torpeza de mis conjeturas.

– Oiga, si le parece una tontería me callo.

– Al contrario. Hablar es de necios; callar es de cobardes; escuchar es de sabios.

– ¿Quién dijo eso? ¿Séneca?

– No. El señor Braulio Recolons, que regenta una tocinería en la calle Aviñón y posee un don proverbial tanto para el embutido como para el aforismo ocurrente. Prosigue, por favor. Me hablabas de esta muchacha pizpireta…

– Bea. Y eso es asunto mío y no tiene nada que ver con todo lo demás.

Barceló se reía por lo bajo. Estaba por continuar el recuento de mis peripecias cuando el doctor Soldevila se asomó a la puerta del despacho con aspecto cansado y resoplando.

– Disculpen ustedes. Yo ya me iba. El paciente está bien y, valga la metáfora, lleno de energía. Este caballero nos enterrará a todos. De hecho afirma que los sedantes se le han subido a la cabeza y está aceleradísimo. Se niega a reposar e insiste en que tiene que tratar con el señor Daniel de asuntos cuya naturaleza no ha querido aclararme alegando que no cree en el juramento hipocrático, o hipócrita, como dice él.

– Ahora mismo vamos a verle. Y disculpe al pobre Fermín. Sin duda sus palabras son consecuencia del trauma.

– Quizá, pero yo no descartaría la poca vergüenza, porque no hay modo de que deje de pellizcarle el trasero a la enfermera y de recitar pareados glosando lo firme y torneado de sus muslos.

Escoltamos al doctor y a su enfermera hasta la puerta y les agradecimos efusivamente sus buenos oficios. Al entrar en la habitación descubrimos que, después de todo, la Bernarda había desafiado las órdenes de Barceló y se había tendido en el lecho junto a Fermín, donde el susto, el brandy y el cansancio habían conseguido finalmente hacerle conciliar el sueño. Fermín la sostenía dulcemente, acariciándole el pelo, cubierto de vendas, apósitos y cabestrillos. Su rostro dibujaba una magulladura que dolía al mirar y de la que emergían el narizón incolumne, dos orejas como antenas repetidoras y unos ojos de ratoncillo abatido. La sonrisa desdentada y ajada de cortes era de triunfo y nos recibió alzando la mano derecha con el signo de la victoria.

– ¿Cómo se encuentra, Fermín? -pregunté.

– Veinte años más joven -dijo en voz baja para no despertar a la Bernarda.

– No haga cuento, que se le ve hecho una mierda, Fermín. Menudo susto. ¿Está seguro de que se encuentra bien? ¿No le da vueltas la cabeza? ¿Oye voces?

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