– Las Damas del último Suplicio, o alguna morbosidad por el estilo -dijo Fermín-. Lo malo es que son muy celosas del secretismo del lugar (mala conciencia, diría yo), con lo cual habrá que encontrar algún subterfugio para colarse.
En tiempos más recientes, los inquilinos del asilo de Santa Lucía venían reclutándose entré las filas de moribundos, ancianos abandonados, dementes, indigentes y algún que otro iluminado ocasional que formaban el nutrido inframundo barcelonés. Para su fortuna, la mayoría de ellos tendían a durar poco una vez ingresaban; las condiciones del local y la compañía no invitaban a la longevidad. Según Fermín, los difuntos eran retirados poco antes del alba y hacían su último viaje a la fosa común en un carromato donado por una empresa de Hospitalet de Llobregat especializada en productos cárnicos y de charcutería de dudosa reputación que años más tarde se vería envuelta en un sombrío escándalo.
– Todo esto se lo está inventando usted -protesté, abrumado por aquel retrato dantesco.
– Mis dotes de invención no llegan a tanto, Daniel. Espere y verá. Yo visité el edificio en infausta ocasión hará diez años y puedo decirle que parecía que hubiesen contratado a su amigo Julián Carax de decorador. Lástima que no hayamos traído unas hojas de laurel para acallar los aromas que lo caracterizan. Suficiente trabajo tendremos para que nos dejen entrar.
Con semejantes expectativas en ciernes nos adentramos en la calle Montada, que a aquellas horas ya se recogía en pasaje de tinieblas flanqueado por los viejos palacios convertidos en almacenes y talleres. La letanía de campanadas de la basílica de Santa María del Mar puntuaba el eco de nuestros pasos. Al poco, un aliento amargo y penetrante permeó la brisa fría de invierno.
– ¿Qué es ese olor?
– Ya hemos llegado -anunció Fermín.
30
Un portón de madera podrida nos condujo al interior de un patio custodiado por lámparas de gas que salpicaban gárgolas y ángeles cuyas facciones se deshacían en la piedra envejecida. Una escalinata ascendía al primer piso, donde un rectángulo de claridad vaporosa dibujaba la entrada principal del asilo. La luz de gas que emanaba de esta abertura teñía de ocre la neblina de miasmas que exhalaba del interior. Una silueta angulosa y rapaz nos observaba desde el arco de la puerta. En la penumbra se podía distinguir su mirada acerada, del mismo color que el hábito. Sostenía un cubo de madera que humeaba y desprendía un hedor indescriptible.
– AveMaríaPurísimaSinPecadoConcebida -ofreció Fermín de corrido y con entusiasmo.
– ¿Y la caja? -replicó la voz en lo alto, grave y reticente.
– ¿Caja? -preguntamos Fermín y yo al unísono.
– ¿No vienen ustedes de la funeraria? -preguntó la monja con voz cansina.
Me pregunté si aquello era un comentario sobre nuestro aspecto o una pregunta genuina. A Fermín se le iluminó el rostro ante tan providencial oportunidad.
– La caja está en la furgoneta. Primero quisiéramos reconocer al cliente. Puro tecnicismo.
Sentí que se me comía la náusea.
– Creí que iba a venir el señor Collbató en persona -dijo la monja.
– El señor Collbató le ruega le disculpe, pero le ha salido un embalsamamiento de última hora muy complicado. Un forzudo de circo.
– ¿Trabajan ustedes con el señor Collbató en la funeraria?
– Somos sus manos derecha e izquierda, respectivamente. Wilfredo Velludo para servirla, y aquí a mi vera mi aprendiz, el bachiller Sansón Carrasco.
– Tanto gusto -completé.
La monja nos dio un repaso sumario y asintió, indiferente al par de espantapájaros que se reflejaban en su mirada.
– Bien venidos a Santa Lucía. Yo soy sor Hortensia, la que les llamó. Síganme.
Seguimos a sor Hortensia sin despegar los labios a través de un corredor cavernoso cuyo olor me recordó al de los túneles del metro. El corredor estaba flanqueado por marcos sin puertas tras los cuales se adivinaban salas iluminadas con velas, ocupadas por hileras de lechos apilados contra la pared y cubiertos por mosquiteras que ondeaban como sudarios. Se escuchaban lamentos y se adivinaban siluetas entre la rejilla de los cortinajes.
– Por aquí -indicó sor Hortensia, que llevaba la avanzadilla unos metros al frente.
Nos adentramos en una bóveda amplia en la que no me costó gran esfuerzo situar el escenario del Tenebrarium que me había descrito Fermín. La penumbra velaba lo que a primera vista me pareció una colección de figuras de cera, sentadas o abandonadas en los rincones, con ojos muertos y vidriosos que brillaban como monedas de latón a la lumbre de las velas. Pensé que tal vez eran muñecos o restos del viejo museo. Luego comprobé que se movían, aunque muy lentamente y con sigilo. No tenían edad o sexo discernible. Los harapos que los cubrían tenían el color de la ceniza.
– El señor Collbató dijo que no tocásemos ni limpiásemos nada -dijo sor Hortensia con cierto tono de disculpa-. Nos limitamos a poner al pobre en una de las cajas que había por aquí, porque empezaba a gotear, pero ya está.
– Han hecho ustedes bien. Toda precaución es poca -convino Fermín.
Le lancé una mirada desesperada. Él negó serenamente, dándome a entender que le dejase a cargo de la situación. Sor Hortensia nos condujo hasta lo que parecía una celda sin ventilación ni luz al fin de un pasillo angosto. Tomó una de las lámparas de gas que pendían de la pared y nos la tendió.
– ¿Tardarán ustedes mucho? Tengo que hacer.
– Por nosotros no se entretenga. A lo suyo, que nosotros ya nos lo llevamos. Pierda cuidado.
– Bueno, si necesitan algo estaré en el sótano, en la galería de encamados. Si no es mucho pedir, sáquenlo por la parte de atrás. Que no le vean los demás. Es malo para la moral de los internos.
– Nos hacemos cargo -dije, con la voz quebrada.
Sor Hortensia me contempló con vaga curiosidad por un instante. Al observarla de cerca me di cuenta de que era una mujer mayor, casi anciana. Pocos años la separaban del resto de inquilinos de la casa.
– Oiga, ¿el aprendiz no es un poco joven para este oficio?
– Las verdades de la vida no conocen edad, hermana -ofreció Fermín.
La monja me sonrió dulcemente, asintiendo. No había desconfianza en aquella mirada, sólo tristeza.
– Aun así -murmuró.
Se alejó en la tiniebla, portando su cubo y arrastrando su sombra como un velo nupcial. Fermín me empujó hacia el interior de la celda. Era un cubículo miserable cortado entre muros de gruta supurantes de humedad, de cuyo techo pendían cadenas terminadas en garfios y cuyo suelo quebrado quedaba cuarteado por una rejilla de desagüe. En el centro, sobre una mesa de mármol grisáceo, reposaba una caja de madera de embalaje industrial. Fermín alzó la lámpara y adivinamos la silueta del difunto asomando entre el relleno de paja. Rasgos de pergamino, imposibles, recortados y sin vida. La piel abotargada era de color púrpura. Los ojos, blancos como cáscaras de huevo rotas, estaban abiertos.
Se me revolvió el estómago y aparté la vista.
– Venga, manos a la obra -indicó Fermín.
– ¿Está usted loco?
– Me refiero a que tenemos que encontrar a la tal Jacinta antes de que se descubra nuestro ardid.
– ¿Cómo?
– ¿Cómo va a ser? Preguntando.
Nos asomamos al corredor para asegurarnos de que sor Hortensia había desaparecido. Luego, con sigilo, nos deslizamos hasta el salón por el que habíamos cruzado. Las figuras miserables seguían observándonos, con miradas que iban desde la curiosidad al temor, y en algún caso, la codicia.
– Vigile, que algunos de éstos, si pudiesen chuparle la sangre para volver a ser jóvenes, se le tiraban al cuello -dijo Fermín-. La edad hace que parezcan todos buenos como corderillos, pero aquí hay tanto hijo de puta como ahí fuera, o más. Porque éstos son de los que han durado y enterrado al resto. Que no le dé pena. Ande, usted empiece por esos del rincón, que parece que no tienen dientes.