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Pasé casi toda la mañana soñando despierto en la trastienda, conjurando imágenes de Bea. Dibujaba su piel desnuda bajo mis manos y creía saborear de nuevo su aliento a pan dulce. Me sorprendía recordando con precisión cartográfica los pliegues de su cuerpo, el brillo de mi saliva en sus labios y en aquella línea de vello rubio, casi transparente, que le descendía por el vientre y a la que mi amigo Fermín, en sus improvisadas conferencias sobre logística carnal, se refería como «el caminito de Jerez».

Consulté el reloj por enésima vez y comprobé con horror que todavía faltaban varias horas hasta que pudiese ver -y tocar- de nuevo a Bea. Probé a ordenar los recibos del mes, pero el sonido de los fajos de papel me recordaba el roce de la ropa interior deslizándose por las caderas y los muslos pálidos de doña Beatriz Aguilar, hermana de mi íntimo amigo de la infancia.

– Daniel, estás en las nubes. ¿Te preocupa algo? ¿Es Fermín? -preguntó mi padre.

Asentí, avergonzado. Mi mejor amigo se había dejado varias costillas por salvarme la piel unas horas antes y mi primer pensamiento era para el cierre de un sujetador.

– Hablando del César…

Alcé la vista y allí estaba. Fermín Romero de Torres, genio y figura, vistiendo su mejor traje y con aquella planta de caliqueño retorcido entraba por la puerta con sonrisa triunfal y un clavel fresco en la solapa.

– Pero ¿qué hace usted aquí, infeliz?, ¿no tenía usted que guardar reposo?

– El reposo se guarda solo. Yo soy hombre de acción. Y si yo no estoy aquí, ustedes no venden ni un catecismo.

Desoyendo los consejos del doctor, Fermín venía decidido a reintegrarse a su puesto. Lucía una tez amarillenta y picada de moretones, cojeaba de mala manera y se movía como un muñeco roto.

– Usted se va ahora mismo a la cama, Fermín, por el amor de Dios -dijo mi padre, horrorizado.

– Ni hablar. Las estadísticas lo demuestran: más gente muere en la cama que en la trinchera.

Todas nuestras protestas cayeron en saco roto. Al poco, mi padre cedió, porque algo en la mirada del pobre Fermín sugería que aunque le doliesen los huesos hasta el alma, más le dolía la perspectiva de estar solo en su habitación de la pensión.

– Bueno, pero si le veo levantar cualquier cosa que no sea un lápiz, me va a oír.

– A sus órdenes. Tiene usted mi palabra de que yo hoy no levanto ni sospecha.

Ni corto ni perezoso, Fermín procedió a calzarse su bata azul y se armó de un trapo y una botella de alcohol con los que se instaló tras el mostrador con la intención de dejar como nuevas las tapas y el lomo de los quince ejemplares usados que nos habían llegado aquella mañana de un título muy buscado, El Sombrero de Tres Picos: Historia de la Benemérita en versos alejandrinos, por el bachiller Fulgencio Capón, autor jovencísimo consagrado por la crítica de todo el país. Mientras se entregaba a su tarea, Fermín iba lanzando miradas furtivas guiñando el ojo como el proverbial diablillo cojuelo.

– Tiene usted las orejas rojas como pimientos, Daniel.

– Será de oírle decir majaderías.

– O de la calentura que lleva encima. ¿Cuándo se ve con la fámula?

– No es asunto suyo.

– Qué mal le veo. ¿Ya evita el picante? Mire que es un vasodilatador mortífero.

– Váyase a la mierda.

Como venía siendo costumbre, tuvimos una tarde entre lenta y miserable. Un comprador calado de gris, desde la gabardina a la voz, entró a preguntar si teníamos algún libro de Zorrilla, convencido de que se trataba de una crónica en torno a las aventuras de una furcia de corta edad en el Madrid de los Austrias. Mi padre no supo qué decirle pero Fermín salió al rescate, comedido por una vez.

– Se confunde usted, caballero. Zorrilla es un dramaturgo. A lo mejor le interesa a usted el don Juan. Trae mucho lío de faldas y además el protagonista se lía con una monja.

– Me lo llevo.

Atardecía ya cuando el metro me dejó al pie de la avenida del Tibidabo. La silueta del tranvía azul se adivinaba entre los pliegues de una neblina violácea, alejándose. Decidí no esperar a su regreso e hice el camino a pie mientras anochecía. Al rato vislumbré la silueta de «El ángel de bruma». Extraje la llave que me había dado Bea y procedí a abrir la portezuela recortada sobre la verja. Me adentré en la finca y dejé la puerta casi ajustada, aparentemente cerrada pero preparada para franquear el paso a Bea. Había llegado con antelación deliberadamente. Sabía que Bea tardaría por lo menos media hora o cuarenta y cinco minutos en llegar. Quería sentir a solas la presencia de la casa, explorarla antes de que Bea llegase y la hiciese suya. Me detuve un instante a contemplar la fuente y la mano del ángel ascendiendo desde las aguas teñidas de escarlata El dedo índice, acusador, parecía afilado como un puñal. Me aproximé al borde del estanque. El rostro tallado, sin mirada ni alma, temblaba bajo la superficie.

Ascendí la escalinata que conducía a la entrada. La puerta principal estaba entornada unos centímetros. Sentí una punzada de inquietud, pues creía haberla cerrado al salir de allí la otra noche. Examiné el cerrojo, que no parecía forzado, y supuse que había olvidado cerrarla. La empujé con suavidad hacia el interior y sentí el aliento de la casa acariciándome la cara, un vahído a madera quemada, a humedad y a flores muertas. Extraje la cajetilla de fósforos que me había procurado antes de salir de la librería y me arrodillé a encender la primera de las velas que Bea había dejado. Una burbuja de color cobre prendió en mis manos y desveló los contornos danzantes de muros tramados de lágrimas de humedad, techos caídos y puertas desvencijadas.

Me adelanté hasta la siguiente vela y la prendí. Lentamente, casi siguiendo un ritual, recorrí el rastro de velas que había dejado Bea y las encendí una a una, conjurando un halo de luz ámbar que flotaba en el aire como una telaraña atrapada entre mantos de negrura impenetrable. Mi recorrido terminó junto a la chimenea de la biblioteca, junto a las mantas que seguían en el suelo, manchadas de ceniza. Me senté allí, enfrentado al resto de la sala. Había esperado silencio, pero la casa respiraba mil ruidos. Crujidos en la madera, el roce del viento en las tejas del techo, mil y un repiqueteos entre los muros, bajo el suelo, desplazándose tras las paredes.

Debían de haber transcurrido casi treinta minutos cuando advertí que el frío y la penumbra empezaban a adormecerme. Me incorporé y empecé a recorrer la sala para entrar en calor. Apenas quedaban los restos de un tronco en la chimenea y supuse que, para cuando llegase Bea, la temperatura en el interior del caserón habría descendido lo suficiente como para inspirarme momentos de pureza y castidad y borrar todos los espejismos febriles que había albergado durante días. Habiendo encontrado un propósito práctico y de menos vuelo poético que la contemplación de las ruinas del tiempo, tomé una de las velas y me dispuse a explorar el caserón en busca de material combustible con el que hacer habitable la sala y aquel par de mantas que ahora tiritaban frente a la chimenea, ajenas a las cálidas memorias que yo conservaba de ellas.

Mis nociones de literatura victoriana me sugerían que lo más razonable era iniciar la búsqueda por el sótano, donde a buen seguro debían de haber estado ubicadas las cocinas y una formidable carbonera. Con esta idea en mente, tardé casi cinco minutos en localizar una puerta o escalinata que me condujese al sótano. Elegí un portón de madera labrada en el extremo de un corredor. Parecía una pieza de ebanistería exquisita, con relieves en forma de ángeles y lienzos y una gran cruz en el centro. El cierre descansaba en el centro del portón, bajo la cruz. Traté de forzarlo sin éxito. El mecanismo estaba probablemente trabado o sencillamente perdido de óxido. El único modo de vencer aquella puerta sería forzarla con una palanca o derribarla a hachazos, alternativas que descarté rápidamente. Examiné aquel portón a la luz de las velas, pensando que inspiraba más la imagen de un sarcófago que de una puerta. Me pregunté qué se escondería al otro lado.

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