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– Aún me duelen.

Bea me sonreía en lo que parecía son de paz, o al menos de tregua.

– Además, tenías razón, soy algo cursi y a veces un poco creída -dijo Bea-. Yo no te caigo muy bien, ¿verdad, Daniel?

La pregunta me pilló totalmente de sorpresa, desarmado, y asustado por lo fácil que era perderle la antipatía a quien se tiene por enemigo en cuanto deja de comportarse como tal.

– No, eso no es verdad.

– Tomás dice que, en realidad, no es que yo te caiga mal, es que no puedes tragar a mi padre y me lo haces pagar a mí, porque con él no te atreves. Y no te culpo. Con mi padre no se atreve nadie.

Me quedé blanco, pero en unos segundos me encontré a mí mismo sonriendo y asintiendo.

– Va a resultar que Tomás me conoce mejor que yo mismo.

– No te extrañe. Mi hermano nos tiene a todos cogido el número, lo que pasa es que nunca dice nada. Pero si algún día se le ocurre abrir la boca, se van a caer las paredes. Él te aprecia mucho, ¿sabes?

Me encogí de hombros, bajando la mirada.

– Siempre habla de ti, y de tu padre y la librería y ese amigo que tenéis trabajando con vosotros, que Tomás dice que es un genio por descubrir. A veces parece que piense que vosotros sois más su verdadera familia que la que tiene en casa.

Le encontré la mirada, dura, abierta, sin miedo. No supe qué decirle y me limité a sonreír. Sentí que me acorralaba con su sinceridad y eché los ojos al patio.

– No sabía que estudiabas aquí.

– Éste es mi primer año.

– ¿Letras?

– Mi padre opina que las ciencias no son para el sexo débil.

– Ya. Mucho número.

– No me importa, porque a mí lo que me gusta es leer, y además aquí se conoce a gente interesante.

– ¿Como el profesor Velázquez?

Bea sonrió de lado.

– Estaré en el primer año, pero sé lo suficiente como para verlos venir de lejos, Daniel. Especialmente a los de su clase.

Me pregunté en qué clase debía clasificarme a mí.

– Además, el profesor Velázquez es amigo de mi padre. Están los dos en el Consejo de la Asociación para la Protección y Fomento de la Zarzuela y la Lírica Española.

Adopté expresión de estar muy impresionado.

– ¿Y qué tal tu novio, el alférez Cascos Buendía?

Se le fue la sonrisa.

– Pablo viene de permiso en tres semanas.

– Estarás contenta.

– Mucho. Es un chico estupendo, aunque ya me imagino lo que debes de pensar de él.

Lo dudo, pensé. Bea me observaba, vagamente tensa. Iba a cambiar de tema, pero la lengua se me adelantó.

– Tomás dice que vais a casaros y que os vais a vivir a El Ferrol.

Asintió sin pestañear.

– En cuanto Pablo termine el servicio militar.

– Debes de estar impaciente -dije, sintiendo el sabor a mala leche en mi propia voz, una voz insolente que no sabía de dónde venía.

– No me importa, de verdad. La familia de él tiene propiedades allí, un par de astilleros, y Pablo va a estar al frente de uno. Tiene mucho talento para el liderazgo. Ya se le ve.

Bea apretó la sonrisa.

– Además, Barcelona ya la tengo vista, después de tantos años…

Le vi la mirada cansada, triste.

– Tengo entendido que El Ferrol es una ciudad fascinante. Llena de vida. Y el marisco, dicen que es de fábula, especialmente el centollo.

Bea suspiró, agitando la cabeza. Me pareció que quería llorar de rabia, pero era demasiado orgullosa. Se rió tranquilamente.

– Diez años y todavía no le has perdido el gusto a insultarme, ¿verdad, Daniel? Pues anda, despáchate a gusto. La culpa es mía, por creer que a lo mejor podíamos ser amigos, o hacer ver que lo éramos, pero supongo que yo no valgo lo que mi hermano. Perdona que te haya hecho perder el tiempo.

Se dio la vuelta y echó a andar por el corredor que conducía a la biblioteca. La vi alejarse a través de las baldosas blancas y negras, su sombra cortando las cortinas de luz que caían desde las cristaleras.

– Bea, espera.

Maldije mi estampa y eché a correr tras ella. La detuve a medio corredor, asiéndola del brazo. Me lanzó una mirada que quemaba.

– Perdóname. Pero te equivocas: la culpa no es tuya, es mía. Soy yo el que no vale lo que tu hermano o lo que tú. Y si te he insultado es por envidia a ese imbécil que tienes por novio y por rabia de pensar que alguien como tú se iría a El Ferrol o al Congo por seguirle.

– Daniel…

– Te equivocas conmigo, porque sí podemos ser amigos si tú me dejas intentarlo ahora que sabes lo poco que valgo. Y te equivocas también con Barcelona, porque aun que tú te creas que la tienes vista, yo te garantizo que no es así, y que si me dejas te lo demostraré.

Vi que se le iluminaba la sonrisa y una lágrima lenta, de silencio, le caía por la mejilla.

– Más te vale que digas la verdad -dijo-. Porque si no, se lo diré a mi hermano y te sacará la cabeza como si fuese un tapón.

Le tendí la mano.

– Me parece justo. ¿Amigos?

Me ofreció la suya.

– ¿A qué hora sales de clase el viernes? -pregunté.

Dudó un instante

– A las cinco.

– Te esperaré en el claustro a las cinco en punto, y antes de que anochezca te demostraré que hay algo en Barcelona que aún no has visto y que no puedes irte a El Ferrol con ese idiota al que no me puedo creer que quieras, porque si lo haces la ciudad te perseguirá y te morirás de pena.

– Pareces muy seguro de ti mismo, Daniel.

Yo, que nunca estaba seguro ni de la hora que era, asentí con la convicción del ignorante. Me quedé viéndola alejarse por aquella galería infinita hasta que su silueta se fundió en la penumbra y me pregunté qué es lo que había hecho.

15

La sombrerería Fortuny, o lo que quedaba de ella, languidecía al pie de un angosto edificio ennegrecido de hollín y de aspecto miserable en la ronda de San Antonio, junto a la plaza de Goya. Todavía podían leerse las letras grabadas sobre los cristales empañados de mugre, y un cartel en forma de bombín seguía ondeando en la fachada, prometiendo diseños a medida y las últimas novedades de París. La puerta estaba asegurada con un candado que parecía llevar allí por lo menos diez años. Pegué la frente al cristal, intentando penetrar con la mirada el interior en tinieblas.

– Si viene por lo del alquiler, llega tarde -dijo una voz a mi espalda-. El administrador de la finca ya se ha ido.

La mujer que me hablaba debía de rondar los sesenta años y vestía el uniforme nacional de viuda devota. Un par de rulos asomaban bajo un pañuelo rosa que le cubría el pelo, y las pantuflas de boatiné iban a juego con unas medias color carne de media caña. Di por sentado que era la portera del inmueble.

– ¿Es que la tienda está en alquiler? -pregunté.

– ¿No venía usted por eso?

– En principio no, pero nunca se sabe, a lo mejor me interesa.

La portera frunció el ceño, decidiendo si me catalogaba de cantamañanas o me concedía el beneficio de la duda. Adopté la más angelical de mis sonrisas.

– ¿Hace mucho que cerró la tienda?

– Lo menos doce años, cuando se murió el viejo.

– ¿El señor Fortuny? ¿Lo conocía usted?

– Llevo cuarenta y ocho años en esta escalera, mozo.

– Entonces a lo mejor conoció usted también al hijo del señor Fortuny.

– ¿Julián? Pues claro.

Saqué del bolsillo la fotografía quemada y se la mostré.

– ¿Cree que podría decirme si el joven que aparece en la fotografía es Julián Carax?

La portera me miró con cierta desconfianza. Tomó la fotografía en sus manos y clavó la mirada en ella.

– ¿Le reconoce?

– Carax era el apellido de soltera de la madre -matizó la portera, con cierta reprobación-. Éste es Julián, sí. Le recuerdo muy rubito, aunque aquí en la foto parece que tenga el pelo más oscuro.

– ¿Podría decirme quién es la muchacha que está con él?

– ¿Y quién lo pregunta?

– Discúlpeme, mi nombre es Daniel Sempere. Estoy tratando de averiguar algo sobre el señor Carax, sobre Julián.

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