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– Nuria Monfort me dijo que el empleado de la morgue llamó a la editorial tres días después, cuando el cuerpo ya había sido enterrado en una fosa común.

– Según don Manuel, él llamó el mismo día en que el cuerpo llegó al depósito. Me dice que habló con una señorita que le agradeció el que hubiese llamado. Don Manuel recuerda que le chocó un tanto la actitud de dicha señorita. Según sus propias palabras «era como si ya lo supiese».

– ¿Qué hay del señor Fortuny? ¿Es cierto que se negó a reconocer a su hijo?

– Eso es lo que más me intrigaba a mí. Don Manuel explica que al caer la tarde llegó un hombrecillo tembloroso en compañía de unos agentes de la policía. Era el señor Fortuny. Según él, eso es lo único a lo que uno no llega nunca a acostumbrarse, el momento en que los allegados vienen a identificar el cuerpo de un ser querido. Don Manuel dice que es un lance que no le desea a nadie. Según él, lo peor es cuando el muerto es una persona joven y son los padres, o un cónyuge reciente, quienes tienen que reconocerle. Don Manuel recuerda bien al señor Fortuny. Dice que cuando llegó al depósito apenas podía sostenerse en pie, que lloraba como un niño y que los dos policías le tenían que llevar de los brazos. No paraba de gemir: «¿Qué le han hecho a mi hijo?, ¿qué le han hecho a mi hijo?»

– ¿Llegó a ver el cuerpo?

– Don Manuel me contó que estuvo a punto de sugerirles a los agentes que se saltasen el trámite. Es la única vez que se le pasó por la cabeza cuestionar el reglamento. El cadáver estaba en malas condiciones. Probablemente llevaba más de veinticuatro horas muerto cuando llegó al depósito, no desde el amanecer como alegaba la policía. Manuel temía que cuando aquel viejecillo lo viese, se rompería en pedazos. El señor Fortuny no paraba de decir que no podía ser, que su Julián no podía estar muerto… Entonces don Manuel retiró el sudario que cubría el cuerpo y los dos agentes le preguntaron formalmente si aquél era su hijo Julián.

– El señor Fortuny se quedó mudo, contemplando el cadáver durante casi un minuto. Entonces se dio la vuelta y se marchó.

– ¿Se marchó?

– A toda prisa.

– ¿Y la policía? ¿No se lo impidió? ¿No estaban allí para identificar el cadáver?

Barceló sonrió con malicia.

– En teoría. Pero don Manuel recuerda que había alguien más en la sala, un tercer policía que había entrado sigilosamente mientras los agentes preparaban al señor Fortuny y que había presenciado la escena en silencio, apoyado en la pared con un cigarrillo en los labios. Don Manuel le recuerda porque cuando le dijo que el reglamento prohibía expresamente fumar en el depósito, uno de los agentes le indicó que se callara. Según don Manuel, tan pronto el señor Fortuny se hubo marchado, el tercer policía se acercó, echó un vistazo al cuerpo y le escupió en la cara. Luego se quedó con el pasaporte y dio órdenes de que el cuerpo fuese enviado a Can Tunis para ser enterrado en una fosa común aquel mismo amanecer.

– No tiene sentido.

– Eso pensó don Manuel. Sobre todo porque aquello no casaba con el reglamento. «Pero si no sabemos quién es este hombre», decía él. Los policías no dijeron nada. Don Manuel, airado, les increpó: «¿O lo saben ustedes demasiado bien? Porque a nadie se le escapa que lleva por lo menos un día muerto.» Obviamente, don Manuel se remitía al reglamento y no tenía un pelo de tonto. Según él, al escuchar sus protestas, el tercer policía se le acercó, le miró a los ojos fijamente y le preguntó si le apetecía unirse al finado en su último viaje. Don Manuel me contó que se quedó aterrado. Que aquel hombre tenía ojos de loco y que no dudó un instante de que hablaba en serio. Murmuró que él sólo trataba de cumplir con el reglamento, que nadie sabía quién era aquel hombre y que por tanto todavía no se le podía enterrar. «Este hombre es quien yo diga que es», replicó el policía. Entonces cogió la hoja de registro y la firmó, dando por cerrado el caso. Don Manuel dice que esa firma no la olvidará jamás, porque en los años de la guerra, y luego durante mucho tiempo después, volvería a encontrarla en decenas de hojas de registro y defunción de cuerpos que llegaban no se sabía de dónde y que nadie conseguía identificar…

– El inspector Francisco Javier Fumero…

– Orgullo y bastión de la Jefatura Superior de Policía. ¿Sabes lo que significa eso, Daniel?

– Que hemos estado dando palos de ciego desde el principio.

Barceló tomó su sombrero y su bastón y se dirigió hacia la puerta, negando por lo bajo.

– No, que los palos van á empezar ahora.

40

Pasé la tarde velando aquella funesta carta que me anunciaba mi incorporación a filas y esperando señales de vida de Fermín. Pasaba ya media hora del horario de cierre y Fermín seguía en paradero desconocido. Cogí el teléfono y llamé a la pensión en la calle Joaquín Costa. Contestó doña Encarna, que dijo con voz de cazalla que no había visto a Fermín desde aquella mañana.

– Si no está aquí en media hora, cenará frío, que esto no es el Ritz. No le ha pasado nada, ¿verdad?

– Descuide, doña Encarna. Tenía un recado pendiente y se habrá retrasado. En todo caso, si le viera usted antes de acostarse, le agradecería muchísimo que le dijera que me llamase. Daniel Sempere, el vecino de su amiga la Merceditas.

– Pierda cuidado, aunque le prevengo, yo a las ocho y media me meto en el sobre.

Acto seguido llamé a casa de Barceló, confiando en que tal vez Fermín se hubiese dejado caer por allí para vaciarle la despensa a la Bernarda o arramblarla en el cuarto de planchar. No se me había ocurrido que sería Clara quien contestase al teléfono.

– Daniel, esto sí que es una sorpresa.

Eso mismo digo yo, pensé. Dando un circunloquio digno del catedrático don Anacleto, dejé caer el objeto de mi llamada otorgándole apenas una importancia pasajera.

– No, Fermín no ha pasado por aquí en todo el día. Y la Bernarda ha estado conmigo toda la tarde, o sea que lo sabría. Hemos estado hablando de ti, ¿sabes?

– Pues qué conversación tan aburrida.

– La Bernarda dice que se te ve muy guapo, hecho todo un hombre.

– Tomo muchas vitaminas. Un largo silencio.

– Daniel, ¿crees que podremos volver a ser amigos algún día? ¿Cuántos años harán falta para que me perdones?

– Amigos ya somos, Clara, y yo no tengo nada que perdonarte. Ya lo sabes.

– Mi tío dice que andas todavía indagando sobre Julián Carax. A ver si te pasas un día por casa a merendar y me cuentas novedades. Yo también tengo cosas que contarte.

– Uno de estos días, sin falta.

– Me voy a casar, Daniel.

Me quedé mirando el auricular. Tuve la impresión de que los pies se me hundían en el suelo o de que mi esqueleto encogía unos centímetros.

– Daniel, ¿estás ahí?

– Sí.

– Te ha sorprendido.

Tragué saliva con la consistencia de cemento armado.

– No. Lo que me sorprende es que no te hayas casado ya. Pretendientes no te habrán faltado. ¿Quién es el afortunado?

– No le conoces. Se llama Jacobo. Es un amigo de mi tío Gustavo. Directivo del Banco de España. Nos conocimos en un recital de ópera que organizó mi tío. Jacobo es un apasionado de la ópera. Es mayor que yo, pero somos muy buenos amigos y eso es lo que importa, ¿no te parece?

Se me encendió la boca de malicia, pero me mordí la lengua. Sabía a veneno.

– Claro… Oye, pues nada, felicidades.

– Nunca me perdonarás, ¿verdad, Daniel? Para ti siempre seré Clara Barceló, la pérfida.

– Para mí siempre serás Clara Barceló, punto. Y eso también lo sabes.

Medió otro silencio, de aquellos en los que crecen las canas a traición.

– ¿Y tú, Daniel? Fermín me dice que tienes una novia guapísima.

– Tengo que dejarte ahora, Clara, me entra un cliente. Te llamo un día de esta semana y quedamos para merendar. Felicidades otra vez.

Colgué el teléfono y suspiré.

79
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