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Aldaya y él se reconocieron al instante en las brumas del café Novedades. Aldaya estaba enfermo, consumido por una extraña fiebre de la que culpaba a los insectos de las selvas americanas. «Allí hasta los mosquitos son unos hijos de puta», se lamentaba. Fumero le escuchaba con una mezcla de fascinación y repugnancia. Él sentía veneración por los mosquitos y los insectos en general. Admiraba su disciplina, su fortaleza y su organización. No existía en ellos la holgazanería, la irreverencia, la sodomía ni la degeneración de la raza. Sus especímenes predilectos eran los arácnidos, con su rara ciencia para tejer una trampa en que, con infinita paciencia, esperaban a sus presas, que tarde o temprano sucumbían, por estupidez o desidia. A su juicio, la sociedad civil tenía mucho que aprender de los insectos. Aldaya era un caso claro de ruina moral y física. Había envejecido notablemente y se le veía descuidado, sin tono muscular. Fumero detestaba a las gentes sin tono muscular. Le inducían arcadas.

– Javier, me encuentro fatal -imploró Aldaya-. ¿Me puedes echar una mano por unos días?

Intrigado, Fumero decidió llevarse a Jorge Aldaya a su casa. Fumero vivía en un tenebroso piso en el Raval, en la calle Cadena, en compañía de numerosos insectos que almacenaba en frascos de botica y media docena de libros. Fumero aborrecía los libros tanto como adoraba a los insectos, pero aquéllos no eran volúmenes corrientes: eran las novelas de Julián Carax que había publicado la editorial Cabestany. Fumero pagó a las fulanas que ocupaban el piso de enfrente -un dúo de madre e hija que se dejaban pinchar y quemar con un cigarro cuando la clientela flojeaba, sobre todo a, fin de mes- para que cuidasen a Aldaya mientras él iba a trabajar. No tenía interés alguno en verle morir. No todavía.

Francisco Javier Fumero había ingresado en la Brigada Criminal, donde siempre había trabajo para personal cualificado y capaz de afrontar las papeletas más ingratas que se precisaba solventar con discreción para que la gente respetable pudiera seguir viviendo de ilusiones. Algo así le había dicho el teniente Durán, un hombre dado a la prosopopeya contemplativa bajo cuyo mando se inició en el cuerpo.

– Ser policía no es un trabajo, es una misión – proclamaba Durán-. España necesita más cojones y menos tertulias.

Desafortunadamente, el teniente Durán no tardaría en perder la vida en un aparatoso accidente ocurrido durante una redada en la Barceloneta.

En la confusión de la refriega con unos anarquistas, Durán se había precipitado cinco pisos por un tragaluz, estrellándose en un clavel de vísceras. Todos coincidieron en que España había perdido a un gran hombre, un prócer con visión de futuro, un pensador que no temía la acción. Fumero asumió su puesto con orgullo, sabedor de que había hecho bien al empujarle, pues Durán ya estaba viejo para el trabajo. A Fumero, los viejos -al igual que los tullidos, los gitanos y los maricones- le daban asco, con tono muscular o no. Dios, a veces, se equivocaba. Era deber de todo hombre íntegro corregir esas pequeñas fallas y mantener el mundo presentable.

Unas semanas después de su encuentro en el café Novedades en marzo de 1932, Jorge Aldaya empezó a sentirse mejor y se sinceró con Fumero. Le pidió disculpas por lo mal que lo había tratado en sus días de adolescencia y, con lágrimas en los ojos, le contó su historia entera sin dejar nada. Fumero le escuchó en silencio, asintiendo, absorbiendo. Mientras lo hacía, se preguntó si debía matar a Aldaya en aquel instante o esperar. Se preguntaba si estaría tan débil que la hoja del cuchillo apenas arrancaría una tibia agonía en su carne maloliente y reblandecida por la indolencia. Decidió aplazar la vivisección. Le intrigaba la historia, especialmente por lo que hacía a Julián Carax.

Sabía por la información que había podido obtener en la editorial Cabestany que Carax vivía en París, pero París era una ciudad muy grande y nadie en la editorial parecía conocer la dirección exacta. Nadie excepto una mujer apellidada Monfort que se negaba a divulgarla. Fumero la había seguido dos o tres veces al salir de la oficina de la editorial sin que ella lo advirtiese. Había llegado a viajar en el tranvía a medio metro de ella. Las mujeres nunca reparaban en él, y si lo hacían, volvían la mirada hacia otro lado, fingiendo no haberle visto. Una noche, después de haberla seguido hasta el portal de su casa en la plaza del Pino, Fumero volvió a su casa y se masturbó furiosamente mientras se imaginaba hundiendo la hoja de su cuchillo en el cuerpo de aquella mujer, dos o tres centímetros por cuchillada, lenta y metódicamente, mirándole a los ojos. Quizá entonces se dignase a darle la dirección de Carax y a tratarle con el respeto debido a un oficial de policía.

Julián Carax era la única persona a la que Fumero se había propuesto matar y no lo había conseguido. Quizá porque había sido la primera, y con el tiempo todo se aprende. Al oír aquel nombre otra vez, sonrió del modo en que tanto espantaba a sus vecinas las fulanas, sin parpadear, relamiéndose el labio superior lentamente. Todavía recordaba a Carax besando a Penélope Aldaya en el caserón de la avenida del Tibidabo. Su Penélope. El suyo había sido un amor puro, de verdad, pensaba Fumero, como los que se veían en el cine. Fumero era muy aficionado al cine y acudía al menos dos veces por semana. Había sido en una sala de cine donde Fumero había comprendido que Penélope había sido el amor de su vida. El resto, especialmente su madre, habían sido sólo putas. Escuchando los últimos retazos del relato de Aldaya, decidió que al fin y al cabo no iba a matarle. De hecho, se alegró de que el destino les hubiese reunido. Tuvo una visión, como en las películas que tanto disfrutaba: Aldaya le iba a servir a los demás en bandeja. Tarde o temprano, todos ellos acabarían atrapados en su red.

6

En invierno de 1934, los hermanos Moliner consiguieron desahuciar finalmente a Miquel y expulsarle del palacete de Puertaferrisa, que aún hoy sigue vacío y en estado de ruina. Sólo deseaban verle en la calle, despojado de lo poco que le quedaba, de sus libros y de aquella libertad y aislamiento que les ofendía y les prendía las vísceras de odio. No quiso decirme nada ni recurrir a mí en busca de ayuda. Sólo supe que se había transformado casi en un mendigo cuando acudí a buscarle al que había sido su hogar y me encontré con los sicarios de sus hermanos, que estaban haciendo inventario de la propiedad y liquidando los pocos objetos que le habían pertenecido. Miquel llevaba ya varias noches durmiendo en una pensión de la calle Canuda, un tugurio lúgubre y húmedo que desprendía el color y el olor de un osario. Al ver la habitación en la que estaba confinado, una suerte de ataúd sin ventanas y con un catre carcelario, cogí a Miquel y me lo llevé a casa. No paraba de toser y se le veía consumido. Él dijo que era un catarro mal curado, un mal menor de solterona que ya se marcharía por aburrimiento. Dos semanas más tarde estaba peor.

Como vestía siempre de negro, tardé en comprender que aquellas manchas en las mangas eran de sangre. Llamé a un médico que tan pronto le reconoció me preguntó por qué había esperado hasta entonces para llamarle. Miquel tenía tuberculosis. Arruinado y enfermo, vivía apenas de recuerdos y remordimientos. Era el hombre más bondadoso y frágil que había conocido, mi único amigo. Nos casamos una mañana de febrero en un juzgado municipal. Nuestro viaje nupcial se limitó a tomar el funicular del Tibidabo y subir a contemplar Barcelona desde las terrazas del parque, una miniatura de nieblas. No le dijimos a nadie que nos habíamos casado, ni a Cabestany, ni a mi padre, ni a su familia que le daba por muerto. Llegué a escribir una carta a Julián contándoselo, pero nunca se la envié. Eh nuestro fue un matrimonio secreto. Varios meses después de la boda llamó a la puerta un individuo que dijo llamarse Jorge Aldaya. Era un hombre demolido, con el rostro velado de sudor pese al frío que mordía hasta las piedras. Al reencontrarse después de más de diez años, Aldaya sonrió amargamente y dijo: «Estamos todos malditos, Miquel. Tú, Julián, Fumero y yo.» Alegó que el motivo de su visita era un amago de reconciliación con su viejo amigo Miquel con la confianza de que éste le brindaría ahora el modo de contactar con Julián Carax, pues tenía un mensaje muy importante para él de parte de su difunto padre, don Ricardo Aldaya. Miquel dijo desconocer dónde se encontraba Carax.

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