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– Bastante.

– ¿Puedo preguntar quién es la tal Nuria Monfort? El empleado con el que hablé me dijo que la recordaba perfectamente porque acudió hace un par de semanas a retirar la correspondencia y, en su opinión imparcial, estaba más buena que la Venus de Milo y más firme de pecho. Y yo me fío de su evaluación porque antes de la guerra era catedrático de estética, pero como era primo lejano de Largo Caballero, claro, ahora lame pólizas de peseta…

– Hoy mismo estuve con esa mujer, en su casa -murmuré.

Fermín me observó, atónito.

– ¿Con Nuria Monfort? Empiezo a pensar que me he equivocado con usted, Daniel. Está usted hecho un auténtico calavera.

– No es lo que usted piensa, Fermín.

– Pues usted se lo pierde. Yo a su edad hacía como El Molino, pase de mañana, tarde y noche.

Observé a aquel hombrecillo enjuto y huesudo, todo nariz y tez amarillenta, y me di cuenta de que se estaba convirtiendo en mi mejor amigo.

– ¿Puedo contarle algo, Fermín? Algo que me viene rondando la cabeza desde hace ya tiempo.

– Claro que sí. Lo que sea. Especialmente si es escabroso y concierne a la fámula esa.

Por segunda vez aquella noche procedí a relatar para Fermín la historia de Julián Carax y el enigma de su muerte. Fermín escuchaba con suma atención, tomando notas en un cuaderno e interrumpiéndome ocasionalmente para preguntarme algún detalle cuya relevancia se me escapaba. Escuchándome a mí mismo, se me hacían cada vez mas evidentes las lagunas que había en aquella historia. En más de una ocasión me quedé en blanco, mis pensamientos extraviados en tratar de discernir por qué motivo me habría mentido Nuria Monfort. ¿Qué significado tenía el hecho de que ella hubiese estado recogiendo durante años la correspondencia dirigida a un despacho de abogados inexistente que supuestamente se hacía cargo del piso de la familia Fortuny-Carax en la ronda de San Antonio? No me di cuenta de que estaba formulando mis dudas en voz alta.

– No podemos saber todavía por qué le mintió esa mujer -dijo Fermín-. Pero podemos aventurarnos a suponer que si lo hizo a ese respecto, pudo haberlo hecho, y probablemente lo hizo, respecto a otros tantos.

Suspiré, perdido.

– ¿Qué sugiere usted, Fermín?

Fermín Romero de Torres suspiró con ademán de alta filosofía.

– Le diré lo que podemos hacer. Este domingo, si a usted le parece, nos dejamos caer como aquel que no quiere la cosa por el colegio de San Gabriel y hacemos alguna averiguación sobre los orígenes de la amistad entre ese Carax y el otro chavalín, el ricachón…

– Aldaya.

– Yo con los curas tengo muchísima mano, ya verá, aunque sea por esta pinta de cartujo golfo que tengo. Cuatro lisonjas y me los meto en el bolsillo.

– ¿Quiere decir?

– ¡Hombre! Le garantizo a usted que éstos van a cantar como la Escolanía de Montserrat.

23

Pasé el sábado en trance, anclado tras el mostrador de la librería con la esperanza de ver a Bea aparecer por la puerta como por ensalmo. Cada vez que sonaba el teléfono me lanzaba a la carrera para contestar, arrebatando el auricular a mi padre o a Fermín. A media tarde, después de una veintena de llamadas de clientes y sin noticias de Bea, empecé a aceptar que el mundo y mi miserable existencia llegaban a su fin. Mi padre había salido a valorar una colección en San Gervasio y Fermín aprovechó la coyuntura para colocarme otra de sus lecciones magistrales en los entresijos de las intrigas amatorias.

– Serénese o va a criar una piedra en el hígado -aconsejó Fermín-. Esto del cortejo es como el tango: absurdo y pura floritura. Pero usted es el hombre y le toca llevar la iniciativa.

Aquello empezaba a adquirir un cariz funesto.

– ¿La iniciativa? ¿Yo?

– ¿Qué quiere? Algún precio tenía que tener el poder mear de pie.

– Pero si Bea me dio a en tender que ya me diría ella algo.

– Qué poco entiende usted de mujeres, Daniel. Me juego el aguinaldo a que esa pollita está ahora en su casa mirando lánguidamente por la ventana en plan Dama de las Camelias, esperando que llegue usted a rescatarla del cafre de su señor padre para arrastrarla en una espiral incontenible de lujuria y pecado.

– ¿Está seguro?

– Ciencia pura.

– ¿Y si ha decidido que ya no quiere verme más?

– Mire, Daniel. Las mujeres, con notables excepciones como su vecina la Merceditas, son más inteligentes que nosotros, o cuando menos más sinceras consigo mismas sobre lo que quieren o no. Otra cosa es que se lo digan a uno o al mundo. Se enfrenta usted al enigma de la naturaleza, Daniel. La fémina, babel y laberinto. Si la deja usted pensar, está perdido. Recuerde: corazón caliente, mente fría. El código del seductor.

Estaba Fermín por detallarme las particularidades y tecnicismos del arte de la seducción cuando sonó la campanilla de la puerta y vimos entrar a mi amigo Tomás Aguilar. El corazón me dio un vuelco. La providencia me negaba a Bea pero me enviaba a su hermano. Funesto heraldo, pensé. Tomás traía el rostro sombrío y un aire de cierto desaliento.

– Menudo aire funerario nos trae usted, don Tomás -comentó Fermín-. Nos aceptará un cafetito al menos, ¿verdad?

– No le diré que no -dijo Tomás, con la reserva habitual.

Fermín procedió a servirle una taza del mejunje que guardaba en su termo y que desprendía un sospechoso aroma jerezano.

– ¿Algún problema? -pregunté.

Tomás se encogió de hombros.

– Nada nuevo. Mi padre hoy tiene el día y he preferido salir a airearme un rato.

Tragué saliva.

– ¿Y eso?

– Ve a saber. Anoche mi hermana Bea llegó a las tantas. Mi padre la estaba esperando despierto y algo tocado, como siempre. Ella se negó a decir de dónde venía ni con quién había estado y mi padre se puso hecho una furia. Estuvo hasta las cuatro de la mañana chillando, tratándola de zorra para arriba y jurándole que la iba a meter a monja y que si volvía preñada la iba a echar a patadas a la puta calle.

Fermín me lanzó una mirada de alarma. Sentí que las gotas de sudor que me corrían por la espalda descendían varios grados de temperatura.

– Esta mañana -continuó Tomás-, Bea se ha encerrado en su cuarto y no ha salido en todo el día. Mi padre se ha plantado en el comedor a leer el ABC y a escuchar zarzuelas en la radio a todo volumen. En el entreacto de Luisa Fernanda he tenido que salir porque me volvía loco.

– Bueno, seguramente su hermana estaría con el novio, ¿no? -pinchó Fermín-. Es lo natural.

Le lancé un puntapié tras el mostrador, que Fermín dribló con agilidad felina.

– Su novio está haciendo la mili -precisó Tomás-. No viene de permiso hasta dentro de un par de semanas. Y además, cuando sale con él está en casa a las ocho, como muy tarde.

– ¿Y no tiene usted idea de dónde estuvo ni con quién?

– Ya le ha dicho que no, Fermín -intervine yo, ansioso por cambiar de tema.

– ¿Y su padre tampoco? -insistió Fermín, que se lo estaba pasando en grande.

– No. Pero ha jurado averiguarlo y partirle las piernas y la cara en cuanto sepa quién es.

Me quedé lívido. Fermín me sirvió una taza de su brebaje sin preguntar. La apuré de un trago. Sabía a gasoil tibio. Tomás me observaba en silencio, la mirada impenetrable y oscura.

– ¿Lo han oído ustedes? -dijo de pronto Fermín-. Así como un redoble de salto mortal.

– No.

– Las tripas de un servidor. Miren, de pronto me ha entrado un hambre… ¿les importa si les dejo solos un rato y me acerco al horno a ver si pillo algún bollo? Eso sin mencionar a esa dependienta nueva recién llegada de Reus que está para mojar pan y lo que se tercie. Se llama María Virtudes, pero tiene un vicio la niña… Así les dejo que hablen de sus cosas, ¿eh?

En diez segundos Fermín había desaparecido por ensalmo, rumbo a su merienda y a su encuentro con la nínfula. Tomás y yo nos quedamos a solas rodeados de un silencio que prometía más solidez que el franco suizo.

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