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10

Me despertó el repiqueteo de la lluvia al alba. La cama vacía, la habitación prendida de tiniebla gris.

Encontré a Julián sentado frente al que había sido el escritorio de Miquel, acariciando las teclas de su máquina de escribir. Alzó la mirada y me brindó aquella sonrisa tibia, lejana, que decía que nunca sería mío. Sentí deseos de escupirle la verdad, de herirle. Hubiera sido tan fácil. Revelarle que Penélope estaba muerta. Que vivía de engaños. Que yo era cuanto tenía ahora en el mundo.

– Nunca debí regresar a Barcelona -murmuró, sacudiendo la cabeza.

Me arrodillé junto a él.

– Lo que tú buscas no está aquí, Julián. Marchémonos. Los dos. Lejos de aquí. Mientras hay tiempo.

Julián me miró largamente, sin pestañear.

– Tú sabes algo que no me has dicho, ¿verdad? -preguntó.

Negué, tragando saliva. Julián se limitó a asentir.

– Esta noche voy a volver allí.

– Julián, por favor…

– Tengo que asegurarme.

– Entonces iré contigo.

– No.

– La última vez que me quedé esperando aquí, perdí a Miquel. Si tú vas, yo voy.

– Esto no va contigo, Nuria. Es algo que me concierne a mí solo.

Me pregunté si realmente no se daba cuenta del daño que me hacían sus palabras, o si apenas le importaba.

– Eso es lo que tú crees.

Quiso acariciarme la mejilla pero le aparté la mano.

– Deberías odiarme, Nuria. Te traería suerte.

– Ya lo sé.

Pasamos el día fuera, lejos de la tiniebla opresiva del piso que aún olía a sábanas tibias y piel. Julián quería ver el mar. Le acompañé hasta la Barceloneta y nos adentramos en la playa casi desierta, un espejismo de color de arena que se fundía en la calima. Nos sentamos en la arena, cerca de la orilla, como lo hacen los niños y los viejos. Julián sonreía en silencio, recordando a solas.

Al atardecer tomamos un tranvía junto al acuario y ascendimos por la Vía Layetana hasta el paseo de Gracia, luego la plaza de Lesseps y después la avenida de la República Argentina hasta el término del trayecto. Julián observaba las calles en silencio, como si temiese perder la ciudad a medida que la recorría. A medio camino me tomó la mano y la besó sin decir nada. La sostuvo hasta que nos bajamos. Un anciano que acompañaba a una niña de blanco nos miraba, sonriente, y nos preguntó si éramos novios. Era ya noche cerrada cuando enfilamos Román Macaya en dirección al caserón de los Aldaya en la avenida del Tibidabo. Caía una lluvia fina que teñía de plata los paredones de piedra. Trepamos el muro de la finca por la parte de atrás, junto a las pistas de tenis. El caserón se alzaba en la lluvia. La reconocí al instante. Había leído la fisonomía de aquella casa en mil encarnaciones y ángulos en las páginas de Julián. En La casa roja, el palacete se aparecía como un tenebroso caserón más grande por dentro que por fuera, que cambiaba lentamente de forma, crecía en pasillos, galerías y áticos imposibles, escaleras infinitas que no conducían a ninguna parte y alumbraba habitaciones oscuras que aparecían y desaparecían de la noche a la mañana, llevándose consigo a los incautos que se adentraban en ellas sin que nadie les volviese a ver. Nos detuvimos frente al portón, asegurado con cadenas y un candado del tamaño de un puño. Los ventanales de la primera planta estaban tapiados con tablones recubiertos de yedra. El aire olía a maleza muerta y a tierra mojada. La piedra, oscura y viscosa bajo la lluvia, relucía como el esqueleto de un gran reptil.

Quise preguntarle cómo pensaba franquear aquel portón de roble, de basílica o prisión. Julián extrajo un frasco del abrigo y desenroscó la tapa. Un vapor fétido ex haló del interior en una espiral lenta y azulada. Sostuvo el candado por el extremo y vertió el ácido en el interior del cerrojo. El metal siseó como hierro candente, envuelto en un paño de humo amarillento. Esperamos unos segundos y entonces tomó un adoquín de entre la maleza y partió el candado con media docena de golpes. Julián empujó la puerta de un puntapié. Se abrió lentamente, como un sepulcro, escupiendo un aliento espeso y húmedo. Más allá del umbral se adivinaba una oscuridad aterciopelada. Julián portaba un encendedor de bencina que prendió al adentrarse unos pasos en el recibidor. Le seguí y entorné la puerta a nuestras espaldas. Julián anduvo unos metros, sosteniendo la llama por encima de la cabeza. Una alfombra de polvo se tendía a nuestros pies, sin más huellas que las nuestras. Las paredes, desnudas, prendían al ámbar de la llama. No había muebles, ni espejos o lámparas. Las puertas permanecían en los goznes, pero los pomos de bronce habían sido arrancados. El caserón apenas mostraba el esqueleto desnudo. Nos detuvimos al pie de la escalinata. La mirada de Julián se perdió hacia lo alto. Se volvió un instante para mirarme y quise sonreírle, pero en la penumbra apenas nos adivinábamos la mirada. Le seguí escaleras arriba, recorriendo los peldaños en los que Julián había visto a Penélope por primera vez. Sabía adónde nos dirigíamos y me invadió un frío que nada tenía de la atmósfera húmeda y mordiente de aquel lugar.

Ascendimos hasta el tercer piso, donde un angosto corredor se abría paso hacia el ala sur de la casa. La techumbre allí era mucho más baja y las puertas más pequeñas. Era el piso que albergaba las estancias del servicio. La última, supe sin necesidad de que Julián dijese nada, había sido la alcoba de Jacinta Coronado. Julián se aproximó lentamente, temeroso. Aquél había sido el último lugar donde había visto a Penélope, donde había hecho el amor con una muchacha de apenas diecisiete años, que meses más tarde moriría desangrada en aquella misma celda. Quise detenerle, pero Julián ya había ganado el umbral y miraba hacia el interior, ausente. Me asomé junto a él. La habitación no era más que un cubículo despojado de toda ornamentación. Las marcas de un antiguo lecho se leían todavía bajo la marea de polvo en los maderos del suelo. Una maraña de manchas negras reptaba por el centro de la habitación. Julián observó aquel vacío por espacio de casi un minuto, desconcertado. Vi en su mirada que apenas acertaba a reconocer el lugar, que todo se le aparecía como un truco macabro y cruel. Le tomé del brazo y le guié de regreso a la escalera.

– Aquí no hay nada, Julián -murmuré-. La familia lo vendió todo antes de partir a la Argentina.

Julián asintió débilmente. Descendimos de nuevo hasta la planta baja. Una vez allí, Julián se dirigió hacia la biblioteca. Los estantes estaban vacíos, la chimenea anegada de escombros. Las paredes, pálidas de muerte, aleteaban al aliento de la llama. Los acreedores y usureros habían conseguido llevarse hasta la memoria, que debía de estar ahora perdida en el laberinto de alguna chatarrería.

– He vuelto para nada -murmuraba Julián.

Mejor así, pensé. Contaba los segundos que nos separaban de la puerta. Si conseguía alejarle de allí y dejarle con aquella puñalada de vacío, quizá aún tuviésemos una oportunidad. Dejé que Julián absorbiera la ruina de aquel lugar, que purgases u recuerdo.

– Tenías que volver y verla otra vez -dije-. Ahora ya ves que no hay nada. Es sólo un caserón viejo y deshabitado, Julián. Vayámonos a casa.

Me miró, pálido, y asintió. Le tomé de la mano y enfilamos el pasillo que conducía a la salida. La brecha de claridad del exterior apenas quedaba a media docena de metros. Pude oler la maleza v la llovizna en el aire. Entonces sentí que perdía la mano de Julián. Me detuve y me volví para encontrarle inmóvil, con la mirada clavada en la oscuridad.

– Qué pasa, Julián?

No contestó. Contemplaba hechizado la boca de un angosto corredor que conducía a las cocinas. Me aproximé hasta allí y escruté la tiniebla que arañaba la llama azul del mechero de gasolina. La puerta al extremo del pasillo estaba tapiada. Un muro de ladrillos rojos, toscamente dispuestos entre argamasa que sangraba por las comisuras. No comprendí bien qué significaba, pero sentí que el frío me robaba el aliento. Julián se acercaba lentamente hacia allí. Todas las demás puertas, en el corredor -en toda la casa-, estaban abiertas, desprovistas de cerraduras y pomos. Excepto aquélla. Una compuerta de ladrillos rojos oculta en el fondo de un corredor lúgubre y escondido. Julián posó las manos sobre los adoquines de arcilla escarlata.

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