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– Pero…

– La otra noche, cuando volvió de verte, mi padre la estaba esperando. Le partió los labios a bofetadas, pero no te preocupes, que se negó a dar tu nombre. No te la mereces.

– Tomás…

– Cállate. Al día siguiente, mis padres la llevaron al médico.

– ¿Por qué? ¿Está Bea enferma?

– Enferma de ti, imbécil. Mi hermana está embarazada. No me digas que no lo sabías.

Sentí que me temblaban los labios. Un frío intenso se extendía por mi cuerpo, la voz robada, la mirada atrapada. Me arrastré hacia la salida, pero Tomás me agarró del brazo y me lanzó contra la pared.

– ¿Qué le has hecho? -Tomás, yo…

Se le derribaron los párpados de impaciencia. El primer golpe me arrancó la respiración. Resbalé hacia el suelo con la espalda apoyada contra la pared, las rodillas flaqueando. Una presa terrible me aferró la garganta y me sostuvo en pie, clavado contra la pared.

– ¿Qué le has hecho, hijo de puta?

Traté de zafarme de la presa, pero Tomás me derribó de un puñetazo en la cara. Caí en una oscuridad interminable, la cabeza envuelta en llamaradas de dolor. Me desplomé sobre las baldosas del corredor. Traté de arrastrarme, pero Tomás me aferró del cuello del abrigo y me arrastró sin contemplaciones hasta el rellano. Me arrojó a la escalera como un despojo.

– Si le ha pasado algo a Bea, te juro que te mataré -dijo desde el umbral de la puerta.

Me alcé de rodillas, implorando un segundo, una oportunidad de recuperar la voz. La puerta se cerró abandonándome en la oscuridad. Me asaltó una punzada en el oído izquierdo y me llevé la mano a la cabeza, retorciéndome de dolor. Palpé sangre tibia. Me incorporé como pude. Los músculos del vientre que habían encajado el primer golpe de Tomás ardían en una agonía que sólo ahora empezaba. Me deslicé escaleras abajo, donde don Saturno, al verme, sacudió la cabeza.

– Hala, pase dentro un momento y compóngase…

Negué, sosteniéndome el estómago con las manos. El lado izquierdo de la cabeza me palpitaba, como si los huesos quisieran desprenderse de la carne.

– Está usted sangrando -dijo don Saturno, inquieto.

– No es la primera vez.

– Pues vaya jugando y no tendrá oportunidad de sangrar mucho más. Anda, entre y llamo a un médico, hágame el favor.

Conseguí ganar el portal y librarme de la buena voluntad del portero. Nevaba ahora con fuerza, velando las aceras con velos de bruma blanca. El viento helado se abría camino entre mi ropa, lamiendo la herida que me sangraba en la cara. No sé si lloré de dolor, de rabia o de miedo. La nieve, indiferente, se llevó mi llanto cobarde y me alejé lentamente en el alba de polvo, una sombra más abriendo surcos en la caspa de Dios.

2

Cuando me acercaba al cruce de la calle Balmes advertí que un coche me estaba siguiendo, bordeando la acera. El dolor de la cabeza había dejado paso a una sensación de vértigo que me hacía tambalearme y caminar apoyándome en las paredes. El coche se detuvo y dos hombres descendieron de él. Un silbido estridente me había inundado los oídos y no pude escuchar el motor, o las llamadas de aquellas dos siluetas de negro que me asían cada una de un lado y me arrastraban con urgencia hacia el coche. Caí en el asiento de atrás, embriagado de náusea. La luz iba y venía, como una marea de claridad cegadora. Sentí que el coche se movía. Unas manos me palpaban el rostro, la cabeza y las costillas. Al dar con el manuscrito de Nuria Monfort oculto en el interior de mi abrigo, una de las figuras me lo arrebató. Quise detenerle con brazos de gelatina. La otra silueta se inclinó sobre mí. Supe que me estaba hablando al sentir su aliento en la cara. Esperé ver el rostro de Fumero iluminarse y sentir el filo de su cuchillo en la garganta. Una mirada se posó sobre la mía y, mientras el velo de la conciencia se desprendía, reconocí la sonrisa desdentada y rendida de Fermín Romero de Torres.

Desperté empapado en un sudor que me escocía en la piel. Dos manos me sostenían con firmeza por los hombros, acomodándome sobre un catre que creí rodeado de cirios, como en un velatorio. El rostro de Fermín asomó a mi derecha. Sonreía, pero incluso en pleno delirio pude advertir su inquietud. A su lado, de pie, distinguí a don Federico Flaviá, el relojero.

– Parece que ya vuelve en sí, Fermín -dijo don Federico-. ¿Le parece si le preparo algo de caldo para que reviva?

– Daño no hará. Ya en el empeño podría usted prepararme un bocadillito de lo que encuentre, que con estos nervios me ha entrado una gazuza de padre y muy señor mío.

Federico se retiró con prestancia y nos dejó a solas.

– ¿Dónde estamos, Fermín?

– En lugar seguro. Técnicamente nos hallamos en un pisito en la izquierda del ensanche, propiedad de unas amistades de don Federico, a quien le debemos la vida y más. Los maledicentes lo calificarían de picadero, pero para nosotros es un santuario.

Traté de incorporarme. El dolor del oído se dejaba sentir ahora en un latido ardiente.

– ¿Voy a quedarme sordo?

– Sordo no sé, pero por poco se queda usted medio mongólico. Ese energúmeno del señor Aguilar por poco le licua las meninges a leches.

– No ha sido el señor Aguilar el que me ha pegado. Ha sido Tomás.

– ¿Tomás? ¿Su amigo el inventor?

Asentí.

– Algo habrá usted hecho.

– Bea se ha marchado de casa… -empecé.

Fermín frunció el ceño.

– Siga.

– Está embarazada.

Fermín me observaba pasmado. Por una vez, su expresión era impenetrable y severa.

– No me mire así, Fermín, por Dios.

– ¿Qué quiere que haga? ¿Repartir puros?

Intenté levantarme, pero el dolor y las manos de Fermín me detuvieron.

– Tengo que encontrarla, Fermín.

– Quieto parao. Usted no está en condiciones de ir a ningún sitio. Dígame dónde está la muchacha y yo iré a por ella.

– No sé dónde está.

– Le voy a pedir que sea algo más específico.

Don Federico apareció por la puerta portando una taza humeante de caldo. Me sonrió cálidamente.

– ¿Cómo te encuentras, Daniel?

– Mucho mejor, gracias, don Federico.

– Tómate un par de estas pastillas con el caldo.

Cruzó una mirada leve con Fermín, que asintió.

– Son para el dolor.

Me tragué las pastillas y sorbí la taza de caldo, que sabía a jerez. Don Federico, prodigio de discreción, abandonó la habitación y cerró la puerta. Fue entonces cuando advertí que Fermín sostenía en el regazo el manuscrito de Nuria Monfort. El reloj que tintineaba en la mesita de noche marcaba la una, supuse que de la tarde.

– ¿Nieva todavía?

– Nevar es poco. Esto es el diluvio en polvo.

– ¿Lo ha leído ya? -pregunté.

Fermín se limitó a asentir.

– Tengo que encontrar a Bea antes de que sea tarde. Creo que sé dónde está.

Me senté en la cama, apartando los brazos de Fermín. Miré a mi alrededor. Las paredes ondeaban como algas bajo un estanque. El techo se alejaba en un soplo. Apenas pude sostenerme erguido. Fermín, sin esfuerzo, me rindió de nuevo al catre.

– Usted no va a ningún sitio, Daniel.

– ¿Qué eran esas pastillas?

– El linimento de Morfeo. Va usted a dormir como el granito.

– No, ahora no puedo…

Seguí balbuceando hasta que los párpados, y el mundo, se me desplomaron sin tregua. Aquél fue un sueño negro y vacío, de túnel. El sueño de los culpables.

Acechaba el crepúsculo cuando la losa de aquel letargo se evaporó y abrí los ojos a una habitación oscura y velada por dos cirios cansados que parpadeaban en la mesita. Fermín, derrotado sobre la butaca del rincón, roncaba con la furia de un hombre tres veces más grande. A sus pies, desparramado en un llanto de páginas, yacía el manuscrito de Nuria Monfort. El dolor de la cabeza se había reducido a un palpitar lento y tibio. Me deslicé con sigilo hasta la puerta de la habitación y salí a una pequeña sala con un balcón y una puerta que parecía dar a la escalera. Mi abrigo y mis zapatos reposaban sobre una silla. Una luz púrpura penetraba por la ventana, moteada de reflejos irisados. Me acerqué hasta el balcón y vi que seguía nevando. Los techos de media Barcelona se vislumbraban moteados de blanco y escarlata. A lo lejos se distinguían las torres de la escuela industrial, agujas entre la bruma prendida en los últimos alientos del sol. El cristal estaba empañado de escarcha. Posé el índice sobre el vidrio y escribí:

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