Al salir del café, Fermín insistió en que tomásemos un taxi hasta el colegio de San Gabriel y dejásemos el metro para otro día, argumentando que hacía una mañana de mural conmemorativo y que los túneles eran para las ratas.
– Un taxi hasta Sarriá costará una fortuna -objeté.
– Invita el montepío de cretinos -atajó Fermín-, que aquí el patriota me ha dado mal el cambio y hemos hecho negocio. Y usted no está como para viajar bajo tierra.
Pertrechados así de fondos ilícitos, nos apostamos en una esquina al pie de la Rambla de Cataluña y esperamos la llegada de un taxi. Tuvimos que dejar pasar unos cuantos, porque Fermín declaró que para una vez que subía en automóvil quería por lo menos un Studebaker. Nos llevó un cuarto de hora dar con un vehículo de su agrado, que Fermín procedió a parar con grandes aspavientos.
Fermín insistió en viajar en el asiento de delante, lo que le dio ocasión de enzarzarse en una discusión con el conductor en torno al oro de Moscú y a Josef Stalin, que era su ídolo y guía espiritual en la distancia.
– Ha habido tres grandes figuras en este siglo: Dolores Ibárruri, Manolete y José Stalin -proclamó el taxista, dispuesto a obsequiarnos con una detallada hagiografía del ilustre camarada.
Yo viajaba cómodamente en el asiento de atrás, ajeno a la perorata, con la ventana abierta y disfrutando del aire fresco. Fermín, encantado de pasearse en Studebaker, le daba cuerda al conductor, puntuando de vez en cuando la entrañable semblanza del líder soviético que glosaba el taxista con cuestiones de dudoso interés historiográfico.
– Pues tengo entendido que padece muchísimo de la próstata desde que se tragó un hueso de níspero y que ahora sólo consigue orinar si le tararean La Internacional -dejó caer Fermín.
– Propaganda fascista -aclaró el taxista, más devoto que nunca-. El camarada mea como un toro. Ya quisiera para sí el Volga tamaño caudal.
El debate de alta política nos acompañó a través de toda la travesía por la Vía Augusta rumbo a la parte alta de la ciudad. Clareaba el día y una brisa fresca vestía el cielo de azul ardiente. Al llegar a la calle Ganduxer, el conductor torció a la derecha e iniciamos el lento ascenso hacia el paseo de la Bonanova.
El colegio de San Gabriel se alzaba en el centro de una arboleda a lo alto de una calle angosta y serpenteante que ascendía desde la Bonanova. La fachada, salpicada de ventanales en forma de puñal, recortaba los perfiles de un palacio gótico de ladrillo rojo, suspendido en arcos y torreones que asomaban sobre las copas de un platanar en aristas catedralicias. Despedimos al taxi y nos adentramos en un frondoso jardín sembrado de fuentes de las que emergían querubines enmohecidos y trenzado con senderos de piedra que reptaban entre los árboles. De camino a la entrada principal, Fermín me puso en antecedentes sobre la institución con una de sus habituales lecciones magistrales de historia social.
– Aunque ahora le parezca a usted el mausoleo de Rasputín, el colegio de San Gabriel fue en su día una de las más prestigiosas y exclusivas instituciones de Barcelona. En tiempos de la República vino a menos porque los nuevos ricos de entonces, los nuevos industriales y banqueros a cuyos vástagos les habían negado plaza durante años porque sus apellidos olían a nuevo, decidieron crear sus propias escuelas donde se les tratase con reverencia y donde ellos pudiesen negar plaza a los hijos de otros. El dinero es como cualquier otro virus: una vez pudre el alma del que lo alberga, parte en busca de sangre fresca. En este mundo, un apellido dura menos que una peladilla. En sus buenos tiempos, digamos que entre 1880 y 1930 más o menos, el colegio de San Gabriel acogía a la crema de los niñatos de rancia alcurnia y bolsa sonante. Los Aldaya y compañía acudían a este siniestro lugar en régimen de internado a confraternizar con sus semejantes, a oír misa y a aprender historia para así poder repetirla ad náuseam.
– Pero Julián Carax no era precisamente uno de ellos -observé.
– Bueno, a veces estas egregias instituciones ofrecen una o dos becas para los hijos del jardinero o de un limpiabotas y así mostrar su grandeza de espíritu y generosidad cristiana -ofreció Fermín-. El modo más eficaz de hacer inofensivos a los pobres es enseñarles a querer imitar a los ricos. Ése es el veneno con que el capitalismo ciega a…
– Ahora no se enrolle con la doctrina social, Fermín que si le oye uno de estos curas, nos van a echar a patadas -corté, advirtiendo que un par de sacerdotes nos observaban con una mezcla de curiosidad y reserva desde lo alto de la escalinata que ascendía al portón del colegio y preguntándome si habrían oído algo de nuestra conversación.
Uno de ellos se adelantó exhibiendo una sonrisa cortés y las manos cruzadas sobre el pecho con gesto obispal. Debía de rondar la cincuentena y su delgadez y una cabellera rala le conferían un aire de ave rapaz. Calzaba una mirada penetrante y desprendía un aroma a colonia fresca y a naftalina.
– Buenos días. Soy el padre Fernando Ramos -anunció-. ¿En qué puedo servirles?
Fermín ofreció su mano, que el sacerdote estudió brevemente antes de estrechar, siempre escudado tras su sonrisa glacial.
– Fermín Romero de Torres, asesor bibliográfico de Sempere e hijos, gustosísimo de saludar a su devotísima excelencia. Aquí a mi vera obra mi colaborador a la par que amigo, Daniel, joven de porvenir y reconocida calidad cristiana.
El padre Fernando nos observó sin pestañear. Quise que me tragase la tierra.
– El gusto es mío, señor Romero de Torres -replicó cordialmente-. ¿Puedo preguntarles qué trae a tan formidable dúo a esta nuestra humilde institución?
Decidí intervenir antes de que Fermín le soltase al sacerdote otra barbaridad y tuviéramos que salir por piernas.
– Padre Fernando, estamos tratando de localizar a dos antiguos alumnos del colegio de San Gabriel: Jorge Aldaya y Julián Carax.
El padre Fernando apretó los labios y enarcó una ceja.
– Julián murió hace más de quince años y Aldaya marchó a la Argentina -dijo secamente.
– ¿Les conocía usted? -preguntó Fermín.
La mirada afilada del sacerdote se detuvo en cada uno de nosotros antes de responder.
– Fuimos compañeros de clase. ¿Puedo preguntar cuál es su interés en el asunto?
Andaba yo pensando cómo contestar aquella pregunta cuando se me adelantó Fermín.
– Acontece que ha llegado a nuestro poder una serie de artículos que pertenecen o pertenecieron, pues la jurisprudencia a este particular es confusa, a los dos mentados.
– ¿Y cuál es la naturaleza de dichos artículos, si no es mucho preguntar?
– Ruego a vuesa merced acepte nuestro silencio, pues vive Dios que abundan en la materia motivos de conciencia y secretismo que nada tienen que ver con la supina confianza que su excelentísima y la orden a la que con tanta gallardía y piedad representa nos merecen -largó Fermín a toda velocidad.
El padre Fernando le observaba al borde del pasmo. Opté por retomar de nuevo la conversación antes de que Fermín recobrase el aliento.
– Los artículos a los que hace referencia el señor Romero de Torres son de índole familiar, recuerdos y objetos de valor puramente sentimental. Lo que quisiéramos pedirle, padre, si ello no es gran molestia, es que nos hable de lo que recuerda de Julián y de Aldaya en sus tiempos de estudiantes.
El padre Fernando nos observaba todavía con recelo. Se me hizo obvio que no le bastaban las explicaciones que le habíamos dado para justificar nuestro interés y granjearnos su colaboración. Lancé una mirada de socorro a Fermín, rogando que diese con alguna argucia con que ganarnos al cura.
– ¿Sabe que se parece usted un poco a Julián, de joven? -preguntó de repente el padre Fernando.
A Fermín se le encendió la mirada. Ahí viene, pensé. Nos lo jugamos todo a esta carta.
– Es usted un lince, reverencia -proclamó Fermín fingiendo asombro-. Su perspicacia nos ha desenmascarado sin misericordia. Llegará usted lo menos a cardenal o a papa.