Dicho eso, la besó. Suave, cálida y dulcemente.
– Y te lo has demostrado.
– Temía que nunca sería capaz de enfrentarme a ese monstruo que me había quitado tantas cosas.
Se llevó las manos a los pechos. Unas lágrimas asomaron en sus ojos. Siempre estaría marcada, siempre llevaría en su cuerpo las huellas de un asesino.
– Cariño, yo no veo las cicatrices. Te veo a ti. Sé que están ahí, igual que tú, pero es algo exterior. Las cicatrices interiores han sanado. Y haré todo lo que esté en mi poder para que nunca vuelvan a abrirse.
Unas lágrimas rodaron por sus mejillas y él se las secó. La besó, apretando los labios contra su boca. Ella se inclinó hacia adelante, queriendo algo más que una leve caricia. Lo deseaba a él, entero y para siempre.
Él se retiró, como si temiera hacerle daño.
– No -dijo ella, y volvió a tirar de él.
Los labios estaban separados sólo por unos centímetros, y Quinn tenía sus ojos clavados en ella, las miradas entrelazadas en un abrazo invisible. Ella aguantó la respiración.
– Cásate conmigo, Miranda. Te amo. Y esta vez no te dejaré marchar.
Ella asintió, con el corazón latiéndole a cien.
– Oh, sí. Si consigues aguantarme. -Intentó reír pero fue casi un sollozo -. A veces soy un poco… bueno, bastante obsesiva con ciertas cosas. -Intentaba que su comentario fuera ligero, pero era verdad. Cuando le importaba algo, se concentraba en ello. Intensamente.
– Sólo con las cosas que importan -dijo Quinn-. Y nosotros importamos.
– Sí, nosotros importamos