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– Eres muy bella, Randy -murmuró, y sus labios le dejaron un reguero de besos en el cuello, hacia abajo y luego hacia arriba. Ella se estremeció, como sacudida por ligeras descargas eléctricas que le recorrían la columna.

Miranda lo atrajo, tirando de él, para besarlo con todas sus ganas, pero él se demoró con ligeras caricias, paseando los dedos lentamente por sus brazos, por encima de sus pechos, y luego de vuelta. Una sensación tan seductora que a ella le entraron ganas de quitarle el pantalón del chándal.

Pero estaba disfrutando de cada delicioso instante. Había pasado mucho tiempo, demasiado tiempo.

Ella se estiró y le acarició la espalda. Él la miró con sus ojos oscuros, y le tembló la mandíbula, tal era su deseo contenido.

– Miranda, ¿estás segura?

Ella asintió, se irguió a medias y lo besó.

Quinn quería hacerle el amor. Ahora.

Habían pasado más de diez años desde la primera vez y, en aquella ocasión, él sabía que ella no lo había disfrutado. Miranda quería acabar lo más rápido posible, como si quisiera demostrarse algo a sí misma. Que ella le confiara su cuerpo y alma convirtió aquello en una experiencia vibrante, y él nunca la presionó. Pero a medida que evolucionaba la relación y Miranda se encontraba más cómoda con él en la cama, sus sesiones de amor se volvieron apasionadas y calientes.

Ahora, el contacto de sus dedos despertaba en él el mismo fogoso deseo. Y, a juzgar por cómo ella se acoplaba a él, la estaba tocando justo donde más le gustaba.

Quinn le quitó los vaqueros y la delgada camiseta.

La primera vez que vio las cicatrices que el Carnicero le había dejado en los pechos, no pudo disimular una rabia animal. Miranda lo interpretó como una señal de rechazo, y él tardó días en hacerle entender que no era eso.

Miranda era bella, con sus cicatrices y todo. Él la había convencido de su sinceridad y su amor, pero cada vez que dejaba ver sus pechos, se ponía tensa.

Él los besó. Suavemente. Amorosamente. No se detuvo demasiado en su torso, sabiendo que ella no se sentía del todo cómoda. Lo recordaba todo de Miranda. Estaba más delgada y se le notaban las costillas. Ojalá hubiera estado a su lado para asegurar que comiera lo debido y se mantuviera sana. Sin embargo, sus músculos eran duros y fibrosos. Tenía mejor forma física ahora que cuando quiso ingresar en la Academia, pero eso no lo sorprendió.

Quinn estaba orgulloso de ella. De que hubiera trabajado tanto para llegar donde estaba. Y ¿ella creía que le faltaba valor? Miranda era la encarnación misma del valor.

Miranda aguantó la respiración mientras Quinn le pasaba la lengua, demorándose en el vientre, y sintió las ondas maravillosas que le recorrían el cuerpo, calentándola desde el interior. Quinn le mordió las braguitas con los dientes y tiró de ellas hacia abajo, de modo que su lengua podía jugar con ella y provocarla, acercándose cada vez más, sin tocarla, a aquel rincón donde ella anhelaba sentirlo explorar. Con manos firmes, Quinn la desnudó, acariciándola con la mirada.

– Eres muy bella -repitió, y volvió a inclinarse para besarle el muslo.

– Hazme el amor -dijo ella, con tono apremiante. Lo quería ahora.

Más que oírlo, sintió un chasquido de su boca en el interior del muslo, y la boca de Quinn bajó hasta su rodilla, su gemelo, dejando una huella de besos y calor.

Le besó los pies y ella tembló. Sintió lenguas de fuego que comenzaban a arder en su centro. En más de un sentido, la paciencia de Quinn era admirable, pero en ese momento ella lo quería dentro. Haciéndole el amor.

– ¡Quinn! -dijo, en un susurro ahogado.

Él siguió besándole las piernas, dejando hilos de fuego. Miranda jamás tenía frío en los brazos de Quinn. Estaba caliente, se convertía en material combustible.

Alargó una mano hacia abajo, intentando atraerlo hasta su boca, donde pudiera hundirse en él, convertirse en un todo con él. Pero Quinn le separó las piernas y con los pulgares dibujó pequeños círculos por todas partes, excepto ahí, en el lugar preciso donde ella lo anhelaba.

– Quinn, estoy preparada -dijo, gimiendo y arqueando la espalda.

– Lo sé -murmuró él, pero no hizo nada para acelerar sus primeras caricias.

Era como si quisiera volver a reconocerla por entero. Había pasado tanto tiempo en el pasado tocando, acariciando y besando cada centímetro de su piel. Ella echaba en falta esa atención, su tierno afecto y su fogosa pasión. Mientras Quinn exploraba su cuerpo, le volvió un alud de recuerdos de todo lo bueno que habían compartido. Él aceptó su cuerpo maltrecho y la ayudó a volver a quererse. La hacía sentirse cómoda consigo misma.

Quinn se acercaba, más… y más… hasta que ella se arqueó, expectante. Él no la decepcionó. En cuanto acercó la boca a su entrepierna, ella se dejó ir en un orgasmo. Una purga caliente y rápida que la dejó jadeando como si le faltara el aire. Él le acarició los muslos, la espalda, haciéndola subir, luego bajar.

Le besó el interior de los muslos, el ombligo, el vientre, los pechos, hasta llegar al cuello.

Ella se deslizó por encima de él hasta quedar a horcajadas.

– ¿Qué? -preguntó él. Su sonrisa maliciosa quedó iluminada por el fulgor de la lámpara en la mesa. Sin embargo, su actitud relajada contradecía la de su cuerpo, rígido, temblando bajo ella. Quinn la deseaba a ella tanto como ella a él.

Lo necesito.

Miranda dejó de lado sus necesidades. No sabía qué pasaría después de esa noche. No quería pensar en el amanecer y en la dura realidad que traería consigo. No quería pensar en Quinn volviendo a marcharse, ni en ella volviendo a quedarse sola. Lejos de él.

Había que aprovechar el tiempo que tenían ahora. Volver a descubrir una pequeña fracción de lo compartido en el pasado. Fingir que nada había sucedido en los últimos diez años que pudiera separarlos.

Miranda lo besó, y sus manos lo acariciaron como él la había tocado a ella. Quinn la estrechó con fuerza, hasta que los cuerpos se acoplaron el uno al otro. Ella se apartó un momento y le quitó los pantalones. Esto era lo que ella quería. Una unión completa.

La paciencia de Quinn empezaba a agotarse. Deseaba desesperadamente hacerle el amor. Ahí donde el sexo y el amor se funden en un todo. La miró bajo la luz tenue de la lámpara, con su pelo largo y oscuro cayéndole por la cara. Parecía una mujer salvaje de ojos grandes y luminosos. Su satisfacción después de darle placer se convirtió rápidamente en urgencia, y ahora gimió cuando ella le acarició la entrepierna y apretó con suavidad.

– Espera -dijo él. No quería perder el control enseguida. Quería hacerle el amor, sostenerla. Tomárselo con parsimonia. Pero si ella lo cogía así, no sería capaz de controlarse.

– Creo que no -dijo ella, con una sonrisa levemente provocadora.

Él cometió el error de mirar y la vio inclinándose entre sus piernas para cogerlo en su boca en toda su plenitud. Sus labios carnosos lo rodearon y la combinación de verla y sentir su boca caliente y su lengua húmeda chupándolo le hizo temblar la polla y lo excitó hasta el punto de no retorno.

– Miranda.

La levantó lentamente hasta que pudo besarla en la boca.

– Quiero hacer el amor contigo -susurró.

– Si -respondió ella, respirando junto a su oreja.

Quinn llevaba diez años soñando con esto. Estrechar a Miranda en sus brazos, hacerle el amor. Casi parecía un sueño. Jamás había pensado que podrían recuperar lo perdido.

No quería dejarla nunca. No quería seguir perdiendo el tiempo.

Dejó que ella llevara el ritmo. Igual que la primera vez, dejó que ella decidiera cuándo y hasta dónde y con qué cadencia.

Ya tendrían tiempo para más en el futuro.

Qué increíblemente sexy era Miranda cuando abrió las piernas y lenta, casi dolorosamente, lo dejó hundirse en ella. Tenía el pelo convertido en una melena de rizos salvajes, los párpados semi caídos y la boca entreabierta. Era una maravilla. Quinn resistió las ganas de aumentar el ritmo al que se movían y acabar al instante, aunque también quería seguir para siempre.

Miranda respiraba entre jadeos, dejando que Quinn la penetrara hasta el fondo. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que hiciera el amor, pero su primer orgasmo ya había allanado el camino.

– ¿Estás bien? -murmuró.

Ella lo miró desde arriba, deleitándose con el afecto profundo que veía en su expresión. Él estiró la mano y le acarició los brazos.

– Sí -dijo ella-. Llevo mucho tiempo esperándote.

Sin prisas, ella se movió encima de él. Arriba y abajo, disfrutando de cada sensación, ascendiendo juntos hacia el orgasmo final. Ella lo sintió tensarse por debajo, mientras seguían moviéndose, cada vez más excitados. El puro goce de fundirse nuevamente con Quinn la llevó al clímax.

– Dios mío, cómo te amo -dijo Quinn, con la voz ronca, teñida por la emoción y la lujuria-. Córrete conmigo.

Aquellas dos palabras la excitaron tanto y le provocaron un orgasmo tan intenso como el contacto de sus cuerpos. A él se le endurecieron los músculos, tiró de ella hacia abajo y se convirtieron en uno solo, unidos en un vínculo que el tiempo había vuelto tan frágil. Sin embargo, al igual que una goma elástica, recuperaron su elasticidad en cuanto volvieron a encontrarse.

Ella no quería que Quinn se marchara de nuevo.

Se dejó caer contra su pecho, sintiéndose más relajada que después de una hora de baño caliente. Sus extremidades se habían vuelto líquidas, y se acurrucó en el hueco de su hombro. Él la envolvió en sus brazos, la acarició y ella se abandonó a su calidez y su fuerza.

– Te amo, Miranda.

Plegada contra él, apoyando la cabeza sobre su hombro, Miranda suspiró. Ella también lo amaba. Tenía ganas de decírselo. Quería recuperar todo lo que tenían antes de Quantico. Ojalá no hubiera viajado nunca a la Academia. Si se hubiera quedado en Montana, las cosas habrían sido muy diferentes. Miranda habría vivido los últimos diez años sintiéndose amada y protegida, como se sentía en ese momento.

Quizá fuera un sinsentido pensar así. Pero a lo mejor podrían reconstruir lo suyo. Cuando atraparan y condenaran a David Larsen, tal vez pudiera volver a compartir algo con Quinn.

Deseaba intentarlo. Pero ahora… estaba tan cansada… Se le escapó un bostezo.

Quinn se dio cuenta de que Miranda se había quedado dormida al sentir que todo su cuerpo se fundía enteramente con él.

Tiró del edredón para abrigarse y se la quedó mirando mientras dormía. Parecía estar en paz, y él se alegró de poder darle una noche de sueños serenos.

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