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Volvió a mirar por última vez el cuerpo de Rebecca Douglas. Al menos tendría un entierro decente. Para su familia, sería un punto final. Pero no para él.

Pensó en Miranda.

Se dirigió a su furgoneta. Ya había ordenado que todos los agentes disponibles se dirigieran a aquel lugar. Y entonces oyó el ruido familiar del jeep rebotando en los baches del accidentado camino. No tenía que mirar el vehículo para saber quién se acercaba.

– Maldita sea.

El jeep rojo se detuvo bruscamente detrás del coche de alquiler de Peterson. Casi antes de detenerse, Miranda Moore bajó de un salto y, sin que el lodo fuera obstáculo para sus pesadas botas, se acercó a grandes zancadas. El ayudante Booker fue hacia ella, pero Miranda le lanzó una mirada furiosa mientras, sin detenerse, se ponía un anorak rojo sobre su camisa negra de franela. En cualquier otra situación, Nick habría sonreído al ver cómo se apartaba Booker.

Miranda fijó sus penetrantes ojos azules en él.

A Nick se le aceleró el corazón y sintió un retortijón en el estómago. Ojalá hubiera tenido más tiempo para prepararse para su inminente llegada. De haber sabido que se dirigía hacia allí, se habría mentalizado para el enfrentamiento.

– Miranda -dijo, al ver que se acercaba-, yo…

– ¡Maldito seas, Nick! -dijo ella, dándole con el índice en el pecho-. ¡Maldita sea! -Nada intimidaba a Miranda. Aunque era alta para ser mujer, al menos un metro setenta y cinco, él le sacaba quince centímetros y pesaba cuarenta y cinco kilos más. Lo normal sería que él la intimidara a ella, que cualquier hombre le diera miedo después de lo que había vivido pero, al final, no había de qué sorprenderse. Miranda era una superviviente nata. No dejaba que se notara su miedo.

– Miranda, iba a llamarte. No estaba seguro de que fuera Rebecca. No quería que tuvieras que volver a pasar por lo mismo.

En sus ojos oscuros vio que no le creía.

– A la mierda con eso. ¡A la mierda contigo! Me prometiste que llamarías. -Pasó a su lado y se acercó a la lona. Se quedó mirando el cuerpo cubierto. Tenía los puños cerrados con fuerza y hasta los hombros le temblaban de la tensión.

Nick quería detenerla, protegerla de tener que ver otra chica muerta. Sobre todo quería protegerla de sí misma.

Y ella siempre había dejado claro que no quería la protección de Nick.

Miranda hizo un esfuerzo por controlar su ira. No debería haberle gritado a Nick, pero, ¡joder! Él se lo había prometido. Hacía siete días que buscaban a Rebecca, mientras las pesadillas le impedían dormir las pocas horas de sueño que se concedía. Nick le había prometido que sería la primera en saberlo cuando la encontraran.

Ni ella ni Nick confiaban en encontrar a Rebecca con vida.

Se quedó mirando la lona amarilla en medio de los tonos marrones de la tierra y respiró hondo, con la garganta enardecida por la rabia y un miedo frío como el hielo. Tenía los puños tan apretados que las uñas llegaron a hincársele en las palmas de las manos. Sabía que era Rebecca Douglas, pero tenía que verlo con sus propios ojos, tenía que obligarse a ver a la última víctima del Carnicero. Para hacerse más fuerte, para tener valor.

Para la venganza.

Enfundó sus largos dedos en los guantes de látex, se arrodilló junto a la mujer muerta y tocó el borde de la lona.

– Rebecca -dijo, con un susurro de voz-. No estás sola. Te lo prometo, lo encontraré. Pagará por lo que te ha hecho.

Tragó saliva, vaciló un momento y luego retiró la lona para ver a la chica en cuya búsqueda había invertido veinte horas al día durante la última semana.

Al principio, Miranda no vio la cara hinchada, el cuello rebanado o las múltiples heridas lavadas por la lluvia. La imagen de la chica de veinte años en el recuerdo de Miranda era bella, como lo había sido cuando estaba viva.

Candi, su mejor amiga, decía que Rebecca tenía una risa contagiosa. Se preocupaba por las personas que no tenían nada y, una noche a la semana, acudía como voluntaria para leer a los enfermos en el hospital de Deaconess, según había informado su tutor en la universidad, Ron Owens. Según Greg Marsh, su profesor de biología, Rebecca era una estudiante con excelentes notas en todas las asignaturas.

Rebecca no era una persona perfecta. Pero durante el tiempo que duró su desaparición nadie había hablado de las historias menos agradables.

Y nadie las repetiría ahora que había muerto.

Mientras la miraba, la imagen de Rebecca que había guardado tan cerca de su corazón durante las horas de búsqueda se fue transformando ante sus ojos hasta quedar convertida en un cuerpo descoyuntado.

– Eres libre -dijo -. Por fin libre.

Sharon, lo siento tanto.

– Ya nadie puede hacerte daño.

Se inclinó y le tocó el pelo, apartó un mechón a un lado y le cogió la mejilla en el cuenco de la mano.

Conserva la calma.

Repitió su mantra. ¿Cuántas veces tendría que pasar por lo mismo? ¿A cuántas chicas tendrían que enterrar? Había creído que con el tiempo sería más fácil. Pero si no lograba contener sus emociones en un reducto cerrado y protegido, temía que los interminables éxitos del Carnicero y su incapacidad para detenerlo acabarían pesándole hasta hundirla.

Muy a su pesar, Miranda volvió a cubrirle la cara con la lona. El gesto de cubrir el cuerpo le recordó a las otras chicas que habían encontrado. Le recordó a Sharon.

La mañana en que Miranda los condujo hasta el cuerpo de Sharon era tan fría que ella no dejaba de tiritar bajo la media docena de capas que llevaba puestas. Quiso volver el día después de ser rescatada, pero no le permitieron salir del hospital. Al intentar caminar sin ayuda, sus pies heridos le fallaron.

Estaba demasiado atontada para llorar, demasiado cansada para discutir. Hizo un mapa del lugar recordando todo lo que pudo, pero el equipo de rescate no logró encontrar a Sharon.

Miranda no soportaba la idea de que el cuerpo de su amiga quedara expuesto a la intemperie una noche más. A merced de osos pardos, pumas y buitres. Por eso, a la mañana siguiente, a pesar del dolor de los pies, condujo al equipo de rescate y a la policía al lugar donde yacía Sharon. Tenía que verla por última vez.

Puede que todavía estuviera sumida en un estado de shock . Fue lo que dijo el médico. Pero caminaba con ayuda. Sabía dónde había caído Sharon, jamás lo olvidaría. Los condujo hasta el sitio, y ahí la encontraron. Tal como había caído abatida por el disparo del asesino.

El silencio llenaba el aire, como si las aves y otros animales lloraran la pérdida junto a los seres humanos. Ni siquiera soplaba el viento de la primavera. Ni una sola hoja del bosque se movió mientras los demás comprendían por fin lo que habían vivido Miranda y Sharon.

El repentino graznido de un águila rasgó el silencio y se levantó una suave ráfaga de viento.

El paramédico cubrió el cuerpo de Sharon con una lona de color verde chillón mientras el equipo del sheriff comenzaba la búsqueda de pistas. Miranda no podía apartar la vista de la lona que cubría a Sharon, muerta, reducida a un bulto bajo un plástico. ¡Era aberrante e inhumano!

Sólo entonces Miranda se había derrumbado y llorado amargamente.

Un agente del FBI la acompañó los cinco kilómetros de vuelta al camino. Se llamaba Quincy Peterson.


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