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– Haz el equipaje. Nos vamos. Vamos a dejar a la chica, y a Nick Thomas. Estarán muertos antes de que los encuentren. Tengo algo de dinero guardado. Conseguiremos nuevas identidades, quizá en California. Sí, California estaría bien. Los Ángeles es una ciudad grande, y nos quitaremos de en medio.

– No.

Ella dejó de pasearse de arriba abajo y se lo quedó mirando.

– ¿Qué?

– No pienso irme. Theron y Aglaia han puesto huevos. No me puedo ir hasta que los polluelos rompan el cascarón.

– ¿Piensas arriesgarlo todo por unos jodidos pájaros de mierda?

Él se puso tenso.

– No son unos pájaros de mierda.

– Son pájaros. ¿No me dijiste en una ocasión que están por todas partes, que hasta construyen sus nidos en los tejados de los edificios en Los Ángeles? Si quieres ver a esos malditos bichos, ya puedes ir pensando en mirarlos desde la calle en lugar de andar perdiendo el tiempo en medio de la porquería en el culo del mundo. ¡Maldita sea, esto va en serio! ¡Has secuestrado al sheriff! No podemos quedarnos aquí. Tenemos que irnos. Y tú vendrás conmigo.

Lo irritaba el desprecio que La Puta demostraba por Theron y Aglaia. Entretanto, ella pensaba en lo que le diría a su marido, o en cómo comprarían nuevos carnés de conducir, y cuándo se largarían.

Él no se largaría.

Ella mentía, igual que todas las demás. Ella siempre le decía que se sentía orgullosa de su trabajo, que admiraba su paciencia y su esmerado cuidado de los halcones. Pero ahora los llamaba pájaros de mierda. ¿Cómo se atrevía? ¿Cómo era posible que pensara eso de un animal tan elegante y veloz, tan libre y hermoso como Theron?

Sintió que se iba acumulando aquella rabia tan familiar, pero esta vez era diferente. La furia crecía por momentos, se hacía más real. Sus propias necesidades ya no eran esenciales. La rabia no paraba de aumentar, hasta que lo superó.

Si él no volvía donde Theron, ¿quién se ocuparía de él? ¿Algún funcionario del Estado que identificaba a los pájaros por su frecuencia de radio? Nunca. Theron tenía una personalidad única. Él jamás permitiría que lo convirtieran en un simple número, uno de tantos, es decir, en nada. Ahora que al halcón peregrino ya no se le consideraba un ave en peligro de extinción, a nadie le importaba tanto como a él.

Si él se marchaba, ¿qué les pasaría? ¿Quién los vigilaría? ¿Quién los seguiría o protegería?

No, él no pensaba irse. Y ella no podía obligarlo.

Además, todavía no había acabado con la rubia que tenía oculta. No podía marcharse antes de terminar con ella.

¡Flas!

Se llevó una mano a la mejilla, mientras el calor del golpe le iba bajando de la cabeza al resto del cuerpo. Se la quedó mirando. Casi había olvidado que ella estaba frente a él, hablándole.

– ¡No has escuchado ni una palabra de lo que te he dicho! ¡Joder, no eres más que un pobre imbécil! Ve a buscar tus cosas. ¡Ahora!

– No.

Parecía tranquilo. En realidad, se sentía libre. Y le gustaba ese sabor de su desafío.

– ¿Qué? -Ella parecía conmocionada. Bien.

– No me voy. Todavía no -dijo, y dio un paso hacia ella. Él era quince centímetros más alto que La Puta, pero nunca se había sentido tan grande como en ese momento. Se irguió cuan alto era y la miró desde su altura.

Ella empezó por desviar la mirada. Luego dio un paso atrás. ¿Era miedo lo que se le pintaba en la cara? Sí, lo era. El conocía bien esa mirada, pero nunca pensó que llegaría el día en que la viera en ella.

Durante años, ella lo había mimado e ignorado. Lo había amado y odiado, lo había protegido y también herido.

Ahora ya no tenía ningún poder sobre él. Los años no habían pasado en vano.

Ella miró a derecha e izquierda, pero sonrió. Una sonrisa nerviosa.

Lo había entendido.

– Cariño -dijo, con esa voz melosa suya-. Sé razonable.

– No pienso irme hasta que los polluelos rompan el cascarón.

– Pero…

Él lanzó un manotazo y le dio en toda la cara. Ella trastabilló y se fue hacia atrás.

Él no sabía quién estaba más sorprendido, si él o ella. Jamás le había levantado la mano. Jamás lo había pensado seriamente.

Pero ella nunca había atacado a sus pájaros antes.

Él se creció ante el alcance del miedo de ella. La suerte se había girado y ahora el poder estaba en sus manos.

– Tú puedes hacer lo que te dé la maldita gana -avisó -. Yo no pienso irme.


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