La doctora Tara O'Neill casi nunca dormía más de cuatro o cinco horas. No necesitaba más. A las seis de la mañana, con la primera luz del alba, volvía a estar en el bosque. Le encantaba ese bosque, de hecho le encantaban todos los bosques. Había estudiado medicina en la ciudad, en la Universidad de Pensilvania, en Filadelfia. Todos creían que se lo pasaría de maravilla. Eres una chica tan atractiva, decían. La ciudad es tan viva, hay tanta gente, suceden tantas cosas.
Pero durante los años pasados en Filadelfia, O'Neill había vuelto a casa todos los fines de semana. Finalmente se presentó para el puesto de forense y ganó un dinero extra trabajando de patóloga en Wilkes Barre. Intentó descubrir su propia filosofía de vida y recordó algo que había oído una vez a una estrella de rock en una entrevista -creía que Eric Clapton-: que no era un gran fan de las personas. Ella tampoco lo era. Prefería estar sola, por mal que sonara. Le gustaba leer y ver películas sin comentarios ajenos. No soportaba a los hombres, con sus egos, su constante fanfarroneo y sus terribles inseguridades. No quería un compañero en la vida.
En un bosque como éste se sentía plenamente realizada.
O'Neill llevaba su caja de herramientas, pero de todos los aparatitos que el contribuyente pagaba, el que le parecía más útil era el más sencillo: un colador. Era prácticamente igual al que tenía en su cocina. Lo sacó y empezó a trabajar con la tierra.
El trabajo del colador era encontrar dientes y huesecillos.
Era un trabajo pesado, muy parecido al que había hecho en un yacimiento arqueológico en su último año de instituto. Había trabajado en las Badlands de Dakota del Sur, una zona conocida como Big Pig Dig porque, originalmente, habían hallado allí un Archaeotherium , que era más o menos un cerdo antiguo y enorme. Trabajar con fósiles de cerdo y de rinocerontes antiguos había sido una experiencia estupenda.
Trabajó en este lugar de enterramiento con la misma paciencia, en una tarea que la mayoría consideraría mortalmente tediosa. Pero Tara O'Neill se lo pasó en grande.
Una hora después, encontró el hueso minúsculo. El pulso de O'Neill se aceleró. Se esperaba algo como esto, pues era consciente de esta posibilidad desde que había realizado los rayos X de osificación. Aun así, encontrar el eslabón perdido…
– Dios mío…
Lo dijo en voz alta, y sus palabras resonaron en el silencio del bosque. No podía creerlo, pero la prueba estaba allí, en la palma de su mano enguantada. Era el hueso hioides.
Al menos la mitad. Muy calcificado, incluso quebradizo. Volvió a buscar, tamizando lo más rápidamente que podía. No tardó mucho. Cinco minutos después, O'Neill encontró la otra mitad. Levantó ambas piezas.
Incluso después de tantos años, los fragmentos de hueso encajaban como un rompecabezas.
La cara de Tara O'Neill se iluminó con una sonrisa beatífica. Por un momento, miró su trabajo manual y sacudió la cabeza impresionada.
Sacó el móvil. No había cobertura. Caminó rápidamente un kilómetro hasta que encontró señal y marcó el número del sheriff Lowell. Él contestó al segundo timbre.
– ¿Es usted, doctora?
– Sí.
– ¿Dónde está?
– En el lugar del enterramiento -dijo ella.
– Parece emocionada.
– Lo estoy.
– ¿Porqué?
– He encontrado algo en la tierra -dijo Tara O'Neill.
– ¿Y?
– Y cambia todo lo que pensábamos del caso.
Uno de los típicos pitidos que se oyen en los hospitales me despertó. Me desperecé lentamente, parpadeé antes de abrir los ojos y vi a la señora Pérez sentada junto a la cama.
Había acercado la silla a mi cama. Tenía el bolso sobre el regazo. Sus rodillas se tocaban. Mantenía la espalda recta. La miré a los ojos y vi que había llorado.
– He oído lo del señor Silverstein -dijo.
Esperé.
– Y también he oído que habían encontrado huesos en el bosque.
Sentí la boca seca. Miré a mi derecha. El típico jarrón de plástico amarillo oscuro de los hospitales, especialmente diseñado para que el agua sepa fatal, estaba sobre la mesilla. Iba a cogerlo, pero la señora Pérez se levantó antes de que yo pudiera levantar la mano. Me sirvió el agua en un vaso y me lo acercó.
– ¿Quiere sentarse? -preguntó la señora Pérez.
– Me parece una buena idea.
Apretó el mando a distancia y mi espalda fue levantándose hasta que quedé sentado.
– ¿Está bien así?
– Está bien -dije.
Ella volvió a sentarse.
– No lo dejará estar -dijo.
No me tomé la molestia de contestar.
– Dicen que el señor Silverstein mató a mi Gil. ¿Cree que es cierto?
«Mi Gil.» O sea que se había acabado el fingimiento. No más esconderse detrás de una mentira o de una hija. No más hipótesis.
– Sí.
Asintió.
– A veces pienso que Gil sí murió en aquel bosque. Así es como debería haber sido. El tiempo después de aquello fue prestado. Cuando aquel policía me llamó el otro día, ya lo sabía. Lo había estado esperando. Una parte de Gil no se escapó de aquel bosque.
– Dígame qué pasó -dije.
– Creí que lo sabía. Todos estos años. Pero quizá nunca supe la verdad. Puede que Gil me mintiera.
– Dígame lo que sepa.
– Usted estuvo en el campamento aquel verano. Conoció a mi Gil.
– Sí.
– Y conoció a la chica. A Margot Green.
Le dije que la conocía.
– Gil se enamoró locamente de ella. Era un chico pobre. Vivíamos en una zona marginada de Irvington. El señor Silverstein tenía un programa para que pudieran asistir hijos de trabajadores. Yo trabajaba en la lavandería. Ya lo sabe.
Lo sabía.
– Su madre me caía muy simpática. Era muy inteligente. Hablábamos mucho. Sobre todos los temas. De libros, de la vida, de nuestras desilusiones. Natasha era lo que nosotros llamamos un alma vieja. Era tan hermosa, pero era frágil. ¿Lo entiende?
– Creo que sí.
– En fin, Gil se enamoró como un loco de Margot Green. Era comprensible. Ella era prácticamente una modelo de revista a sus ojos. Los hombres son así. Les mueve la lujuria. Mi Gil no era distinto. Pero ella le rompió el corazón. Esto también es habitual. Lo normal habría sido que sufriera unas semanas y después la olvidara. Probablemente lo hubiera hecho.
Calló.
– ¿Y qué pasó? -pregunté.
– Wayne Steubens.
– ¿Qué pasa con él?
– Le susurró cosas a Gil. Le dijo que no debía dejar que Margot se saliera con la suya. Apeló al machismo de Gil. Dijo que Margot se reía de él. Que tenía que pagarle con la misma moneda. Wayne Steubens le calentó la cabeza. Y al poco tiempo, no sé cuánto, Gil aceptó.
Hice una mueca.
– ¿Y la degollaron?
– No. Pero Margot se había pavoneado por todo el campamento. Querían que se acordara de esto.
Wayne lo había dicho. Era una calientabraguetas.
– Había muchos chicos que querían darle una lección. Mi hijo, por supuesto. Doug Billingham también. Y tal vez tú hermana. Ella estaba allí, aunque puede que Doug la convenciera para participar. No es importante.
Una enfermera abrió la puerta.
– Ahora no -dije.
Esperaba una discusión, pero mi tono de voz debió de disuadirla. Retrocedió y cerró la puerta al marcharse. La señora Pérez bajó la cabeza. Miró su bolso como si temiera que fueran a darle un tirón.
– Wayne lo planificó todo cuidadosamente. Es lo que nos dijo Gil. Pensaban llevar a Margot al bosque. Tenía que ser una broma. Su hermana les ayudó a engañarla. Le dijo a Margot que iban a encontrarse con unos chicos guapos. Gil se puso un pasamontañas. Agarró a Margot y la ató. Esto debía ser todo. Pensaban dejarla así unos minutos. Ella se desharía de la cuerda o ellos la desatarían. Era una estupidez, muy inmaduro, pero son cosas que pasan.
Yo sabía que era cierto. En aquel entonces en el campamento se hacían todo tipo de «bromitas». Recuerdo que una vez cogimos a un niño y trasladamos su cama al bosque. Se despertó por la mañana solo, al aire libre, aterrado. Iluminábamos a un campista dormido a los ojos con una linterna, imitábamos el sonido de un tren y lo sacudíamos gritando «¡Sal de las vías!» y mirábamos cómo el niño salía disparado de la cama. Recordé que había dos campistas matones que llamaban a los demás chicos «mariquitas». Una noche, cuando los dos dormían profundamente, cogimos a uno, lo desnudamos y lo metimos en la cama con el otro. Por la mañana, los demás campistas los encontraron juntos en la misma cama. Se acabó el acoso.
Atar a una calientabraguetas y dejarla un rato sola en el bosque… No me habría sorprendido.
– Entonces algo salió espantosamente mal -dijo la señora Pérez.
Esperé. A la señora Pérez se le escapó una lágrima. Buscó en el bolso y sacó un puñado de pañuelos de papel. Se secó los ojos y se esforzó por dominarse.
– Wayne Steubens sacó una cuchilla de afeitar.
Creo que se me abrieron un poco los ojos cuando dijo esto. Prácticamente veía la escena. Veía a los cinco en el bosque, imaginaba sus caras, su sorpresa.
– Mire, Margot enseguida se dio cuenta de que era una broma. Se lo tomó bien. Dejó que Gil la atara. Entonces empezó a burlarse de mi hijo. Se rió de él, dijo que no sabía cómo tratar a una mujer de verdad. Los mismos insultos que las mujeres han lanzado contra los hombres toda la vida. Pero Gil no hizo nada. ¿Qué podía hacer? De repente, Wayne tenía la cuchilla en la mano. Primero, Gil pensó que formaba parte de la actuación. Para asustarla. Pero Wayne no dudó. Se acercó a Margot y le cortó el cuello de oreja a oreja.
Cerré los ojos. Volví a verlo. Vi la hoja cruzando aquella piel tan joven, la sangre vertida, la fuerza vital que la abandonaba. Mientras degollaban a Margot Green, yo estaba a pocos centenares de metros de distancia haciendo el amor con mi novia. Probablemente aquello tenía algún sentido, de esa forma horrible en que los actos humanos corren adyacentes de la forma más asombrosa, pero en ese momento me costaba verlo.
– Por un momento nadie se movió. Se quedaron paralizados. Entonces Wayne les sonrió y dijo «Gracias por vuestra ayuda».
Fruncí el ceño, pero tal vez empezaba a entenderlo. Camille había atraído a Margot al bosque, Gil la había atado…
– Entonces Wayne levantó la cuchilla. Gil dijo que podían ver lo mucho que disfrutaba Wayne con lo que había hecho. Cómo miraba el cadáver de Margot. Se le había despertado la sed. Fue a por ellos. Y ellos corrieron. Corrieron en direcciones diferentes. Wayne les persiguió. Gil corrió y corrió. No sé lo que pasó exactamente. Pero podemos imaginarlo. Wayne atrapó a Doug Billingham y le mató. Pero Gil se escapó. Y su hermana también.