Aleksánder Sosh Siekierki estaba solo en su ático.
Las personas se acostumbran a su entorno. Era lo que pasaba. Se estaba acomodando. Demasiado para un hombre con sus orígenes. Ahora no podía prescindir de este nivel de vida. Se preguntó si todavía era tan duro como antes, si podría meterse en aquellos antros, en aquellas guaridas, y arrasar sin miedo. Sabía perfectamente que la respuesta era «no». No era la edad lo que lo había debilitado. Eran las comodidades.
Siendo niño Sosh, su familia se había visto atrapada en el horrible sitio de Leningrado. Los nazis rodearon la ciudad y causaron un sufrimiento indescriptible. Sosh cumplió cinco años el 21 de octubre de 1941, un mes después de que empezara el asedio. Cumpliría seis y siete años mientras duraba el sitio. En enero de 1942, con raciones de cien gramos de pan al día, el hermano de Sosh, Gavrel, de doce años, y su hermana, Aline, de ocho, murieron de desnutrición. Sosh sobrevivió comiendo animales perdidos. Básicamente gatos. La gente oye estas historias pero no puede imaginarse el horror y la angustia. Estás indefenso. Coges lo que puedes.
Pero incluso a eso, incluso a ese horror, te acostumbras. Como las comodidades, el sufrimiento puede convertirse en la norma.
Sosh recordaba la primera vez que había puesto los pies en Estados Unidos. Se podía comprar comida por todas partes. No había largas colas. No había escasez. Recordaba haber comprado un pollo. Lo guardó en el congelador. No podía creerlo. Un pollo. Se despertaba por la noche con sudor frío. Corría al congelador, lo abría, miraba el pollo y se sentía seguro.
Todavía lo hacía.
La mayor parte de sus antiguos colegas soviéticos añoraban los viejos tiempos. Añoraban el poder. Algunos habían vuelto a la vieja patria, pero la mayoría se había quedado. Eran hombres amargados. Sosh contrataba a algunos de sus viejos colegas porque confiaba en ellos y porque quería ayudar. Tenían un pasado. Y cuando los tiempos eran duros y sus viejos amigos del KGB se compadecían de sí mismos, Sosh sabía que ellos también abrían los congeladores y se maravillaban viendo cuán lejos habían llegado.
No te preocupas por la felicidad y la realización personal cuando te mueres de hambre.
Es bueno recordarlo.
Vives con ese bienestar absurdo y te pierdes. Te preocupas por tonterías como la espiritualidad y la salud interior, la satisfacción y las relaciones. No tienes ni idea de la suerte que tienes. No tienes ni idea de lo que es pasar hambre, quedarte en los huesos, mirar impotente cómo alguien que amas, alguien joven y teóricamente sano, muere lentamente, y una parte de ti, una parte de ti horriblemente instintiva, casi se alegra porque ahora tendrás media rebanada de pan más para comer.
Los que creen que somos algo más que animales están ciegos. Todos los humanos son salvajes. Los que comen bien sólo son más perezosos. No necesitan matar para conseguir comida. Así que se visten y encuentran objetivos supuestamente más nobles que les hacen creer que de algún modo están por encima de todo. Tonterías. Los salvajes sólo están más hambrientos. Nada más.
Se hacen cosas horribles para sobrevivir. El que se crea que está por encima de esto se engaña.
El mensaje le había llegado por internet.
Ahora las cosas funcionaban así. No por teléfono, no en persona. Ordenadores. Correos electrónicos. Era tan fácil comunicarse así y que no pudieran identificarte. Se preguntó cómo se las habría arreglado el viejo régimen soviético con internet. Controlar la información era una parte muy importante de lo que hacían. Pero ¿cómo controlarla con algo como internet? O puede que no fuera una diferencia tan grande. Al final, la forma de acorralar a los enemigos era a través de filtraciones. La gente hablaba. Las personas se vendían unas a otras. Las personas traicionaban a sus vecinos y a sus seres queridos. A veces por un pedazo de pan. A veces por un billete a la libertad. Todo dependía de lo hambriento que estuvieras.
Sosh leyó el mensaje otra vez. Era breve y simple y Sosh no estaba seguro de qué hacer con él. Tenían un número de teléfono. Tenían una dirección. Pero era la primera línea del correo la que no podía olvidar. Era muy clara.
La leyó otra vez:
LA HEMOS ENCONTRADO
Y ahora no sabía qué hacer al respecto.
Llamé a Muse.
– ¿Puedes localizarme a Cingle Shaker?
– Supongo que sí. ¿Por qué? ¿Qué ha pasado?
– Quiero hacerle algunas preguntas sobre cómo funciona MVD.
– Ahora mismo.
Colgué y volví a observar a Lucy, que seguía mirando por la ventana.
– ¿Cómo estás?
– Confiaba en él.
Iba a decir que lo sentía o algún otro tópico pero decidí guardármelo para mí.
– Tenías razón -dijo.
– ¿Sobre qué?
– Probablemente Lonnie Berger era mi mejor amigo. Confiaba más en él que en nadie. Excepto Ira, claro, que últimamente ya tiene un brazo en la camisa de fuerza.
Intenté sonreír.
– Bueno, ¿qué te ha parecido mi número de autocompasión? Lo he hecho bien, ¿eh?
– Pues la verdad es que sí -dije.
Apartó la mirada de la ventana y la fijó en mí.
– ¿Vamos a volver a intentarlo, Cope? Quiero decir cuando esto acabe y descubramos qué le sucedió a tu hermana. Vamos a volver a nuestra vida ¿o vamos a intentar averiguar que podría pasar?
– Me gusta cuando te andas con rodeos.
Lucy no sonreía.
– Sí -dije-. Quiero intentarlo.
– Buena respuesta. Muy buena.
– Gracias.
– No siempre quiero ser la que arriesga el corazón.
– No lo eres -dije-. Yo también estoy aquí.
– ¿Quién mató a Margot y a Doug, pues? -preguntó.
– Uau, qué rapidez cambiando de tema.
– Sí, bueno, cuanto antes descubramos qué pasó… -Calló y se encogió de hombros.
– ¿Sabes una cosa? -pregunté.
– ¿Qué?
– Es muy fácil recordar por qué me enamoré de ti.
Lucy apartó la mirada.
– No voy a llorar, no voy a llorar, no voy a llorar…
– Ahora ya no sé quién los mató -dije.
– Vale. ¿Y Wayne Steubens? ¿Todavía crees que fue él?
– No lo sé. Sabemos que no mató a Gil Pérez.
– ¿Crees que te dijo la verdad?
– Dijo que se había enrollado contigo.
– ¡Puaj!
– Pero que sólo llegó a la segunda base.
– Si cuenta la vez que tropezó conmigo intencionadamente durante un partido de softball y me manoseó, bueno, podría decirse que está diciendo la verdad técnicamente hablando. ¿De verdad te dijo eso?
– Sí. También me dijo que se había acostado con Margot.
– Eso podría ser verdad. Margot se acostó con muchos chicos.
– Conmigo no.
– Eso es porque te pillé en cuanto llegaste.
– Sí, señora. También dijo que Gil y Margot habían roto.
– ¿Y?
– ¿Crees que es verdad? -pregunté.
– No lo sé. Pero tú ya sabes cómo era el campamento. Era como un ciclo vital de siete semanas. La gente salía y rompía y salía con otro.
– Cierto.
– ¿Pero?
– Pero la teoría general es que las dos parejas habían ido al bosque para… enrollarse.
– Como nosotros -dijo.
– Sí. Y mi hermana y Doug seguían siendo pareja. No es que estuvieran enamorados, pero ya sabes a qué me refiero. Lo que quiero decir es que si Gil y Margot ya no salían, ¿por qué iban a escaparse juntos al bosque?
– Ya. Por tanto, si ella y Gil habían roto y sabemos que Gil no murió en el bosque…
Pensé en lo que había insinuado Raya Singh, una mujer que por lo visto había conocido e incluso había intimado con Gil Pérez, alias Manolo Santiago.
– Quizá Gil mató a Margot. Quizá Camille y Doug sólo le interrumpieron.
– Y Gil les silenció.
– Sí. Y eso sería un problema. Piénsalo. Es un chico pobre. Tiene un hermano con antecedentes. Sólo por eso ya será sospechoso.
– Por eso fingió que también había muerto -dijo Lucy.
Nos quedamos callados.
– Se nos escapa algo -dijo.
– Lo sé.
– Puede que nos estemos acercando.
– O puede que nos estemos alejando.
– Una de dos -convino Lucy.
Dios, qué bien sentaba estar con ella.
– Algo más -dije.
– ¿Qué?
– Esos diarios. Lo que decían, que me encontraste cubierto de sangre y que yo dije que no podíamos decírselo a nadie.
– No sé que decirte.
– Empecemos por la primera parte, la parte que concuerda. La de que nos fuimos a escondidas.
– Vale.
– ¿Cómo pueden haberse enterado?
– No lo sé -dijo.
– ¿Cómo pueden saber que tú me convenciste?
– O… -tragó saliva- lo que sentía por ti.
Silencio.
Lucy se encogió de hombros.
– Puede que fuera evidente para cualquiera que viera cómo te miraba.
– Estoy intentando concentrarme y no sonreír.
– No hace falta que te esfuerces -dijo-. En fin, hemos visto la primera parte del diario. Pasemos a la segunda parte.
– Lo de verme cubierto de sangre. ¿De dónde demonios habrán sacado eso?
– Ni idea. Pero ¿sabes lo que más me asusta?
– ¿Qué?
– Que supieran que nos separamos. Que nos perdimos de vista.
Yo también había pensado en eso.
– ¿Quién podría saberlo? -pregunté.
– Yo nunca se lo he dicho a nadie -dijo Lucy.
– Yo tampoco.
– Alguien podría haberlo imaginado -dijo Lucy. Se calló y miró al techo-. O…
– ¿O qué?
– Tú nunca le dijiste a nadie que nos separamos, ¿no?
– No.
– Y yo nunca le he dicho a nadie que nos separamos.
– ¿Y?
– Entonces sólo existe una explicación -dijo Lucy.
– ¿Que es…?
Me miró directamente a los ojos.
– Que alguien nos vio aquella noche.
Silencio.
– Puede que Gil -dije-. O Wayne.
– Son nuestros dos sospechosos de asesinato, ¿no?
– Sí.
– ¿Quién mató a Gil, entonces?
Callé.
– Gil Pérez no se suicidó y trasladó su cuerpo -siguió ella-. Y Wayne Steubens está en una cárcel de máxima seguridad de Virginia.
Lo pensé un momento.
– Por lo tanto, si el asesino no fue ni Wayne ni Gil -dijo-, ¿quién más puede ser?
– La encontré -dijo Muse, entrando en la oficina.
Cingle Shaker entró detrás de ella. Cingle sabía cómo hacer una entrada, pero no estoy seguro de que lo hiciera de una forma consciente. Sus movimientos desprendían cierta ferocidad, como si amenazara de algún modo al propio aire. Muse no era precisamente una mosquita muerta, pero junto a Cingle Shaker lo parecía.