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Capítulo 19

Por suerte Lucy no tenía clase por la mañana. Entre lo que había bebido y lo que había trasnochado con Sylvia Potter, se quedó en la cama hasta mediodía. Al levantarse llamó a una de las consejeras de la escuela, Katherine Lucas, una terapeuta que Lucy siempre había considerado muy buena. Le explicó la situación de Sylvia. Lucas sabría lo que convenía hacer.

Pensó en la entrada del diario que había iniciado todo aquello. El bosque. Los gritos. La sangre. Sylvia Potter no lo había visto. ¿Quién entonces?

Ni idea.

La noche anterior había decidido llamar a Paul. Había llegado a la conclusión de que él necesitaba saber lo que pasaba. ¿O había sido el efecto del alcohol? Ahora que era de día y estaba sobria, ¿todavía le parecía una buena idea?

Una hora después, encontró el número del despacho de Paul en el ordenador. Era el fiscal del condado de Essex y era viudo. Jane había muerto de cáncer. Paul había creado una asociación sin fines de lucro con el nombre de su esposa. Lucy se preguntó cómo se sentiría Paul, pero no había forma de averiguarlo todavía.

Con mano temblorosa, marcó el número. Cuando le contestó la operadora, pidió hablar con Paul Copeland. Le dolió decirlo. Se dio cuenta de que no había pronunciado su nombre en voz alta en veinte años.

Paul Copeland.

Se puso una mujer y dijo:

– Fiscal del condado.

– Querría hablar con Paul Copeland, por favor.

– ¿De parte de quién? -preguntó ella.

– Soy una vieja amiga -dijo Lucy.

Nada.

– Me llamo Lucy. Dígale que soy Lucy. De hace veinte años.

– ¿Tiene apellido, Lucy?

– Usted dígaselo, ¿vale?

– El fiscal Copeland no está en el despacho en este momento. ¿Quiere dejar un número para que la llame?

Lucy le dio el teléfono de su casa, el del despacho y el del móvil.

– ¿Puede decirme sobre qué quiere hablar con él?

– Sólo dígale que soy Lucy. Y que es importante.

Muse y yo nos encontrábamos en el despacho. La puerta estaba cerrada. Habíamos pedido bocadillos para almorzar. El mío era de ensalada de pollo con pan integral. Muse estaba devorando uno con albóndigas del tamaño de una tabla de surf.

Yo tenía el fax en la mano.

– ¿Dónde está tu detective? ¿Cingle lo que sea?

– Shaker. Cingle Shaker. Vendrá.

Me puse a revisar mis notas.

– ¿Quieres comentarlo? -preguntó.

– No.

Ella sonreía de oreja a oreja.

– ¿Qué? -pregunté.

– Odio decir esto, siendo tú mi jefe y eso, pero eres un genio, Cope, maldita sea.

– Sí, supongo que sí -dije.

Volví a mis notas.

– ¿Quieres que te deje solo? -preguntó Muse.

– No. Puede que se me ocurra algo que necesite que hagas.

Ella levantó el bocadillo. Me sorprendió que fuera capaz de hacerlo sin ayuda de una grúa industrial.

– Tu predecesor -dijo Muse, hincando el diente en el bocadillo-, cuando tenía un caso importante, a veces se sentaba ahí mirando a la nada y decía que había entrado en la zona. Como si fuera Michael Jordan. ¿Tú haces eso?

– No.

– Oye. -Masticar y tragar-. ¿Te distraería si planteara otro tema?

– ¿Te refieres a algo que no tiene que ver con el caso?

– A eso me refiero.

Levanté la cabeza.

– Me conviene distraerme. ¿Qué pasa?

Ella miró a un lado y se tomó un momento. Después dijo:

– Tengo amigos en homicidios de Manhattan.

Tenía una idea de adonde quería ir a parar. Di un mordisquito a mi bocadillo de ensalada de pollo.

– Seco -dije.

– ¿Qué?

– La ensalada de pollo. Está seca. -Dejé el bocadillo y me limpié el dedo con la servilleta-. Déjame adivinar. Uno de tus amigos en homicidios te ha hablado del asesinato de Manolo Santiago.

– Sí.

– ¿Te ha contado mi teoría?

– ¿De que era uno de los chicos a los que el Monitor Degollador mató en el campamento, a pesar de que sus padres aseguran que no es él?

– Ésa es mi teoría.

– Sí, me lo han contado.

– ¿Y?

– Creen que estás como una cabra.

Sonreí.

– ¿Y tú qué crees?

– Yo habría dicho que estás como una cabra. Pero ahora -señaló el fax- he visto de lo que eres capaz. Así que lo que digo es que quiero participar.

– ¿Participar en qué?

– Ya sabes en qué. Vas a investigar, ¿no? ¿Vas a intentar descubrir qué sucedió realmente en ese bosque?

– Sí -dije. Separó las manos.

– Quiero participar.

– No puedo permitir que mezcles el trabajo del condado con mis asuntos personales.

– Primero -empezó Muse, exponiendo los hechos-, aunque todo el mundo esté convencido de que Wayne Steubens los mató a todos, el expediente de homicidios sigue técnicamente abierto. De hecho, pensándolo bien, es un homicidio cuádruple que sigue sin resolverse.

– No se produjo en nuestro condado.

– No lo sabemos. Sólo sabemos dónde se hallaron los cadáveres. Y una víctima, tu hermana, vivía en esta ciudad.

– Eso es exagerar un poco las cosas.

– Segundo, mi contrato es de cuarenta horas a la semana. Hago casi ochenta. Y tú lo sabes. Por eso me ascendiste. Así que lo que haga con esas cuarenta horas de más es cosa mía. O haré cien, no me importa. Y antes de que me lo preguntes, no, esto no es sólo un favor para mi jefe. Las cosas como son: soy investigadora. Si lo resuelvo, me colgaré una medalla. ¿Qué te parece? Me encogí de hombros.

– Por mí…

– ¿Puedo?

– Puedes.

Parecía muy complacida.

– ¿Cuál es el primer paso?

Lo pensé un poco. Había algo que tenía que hacer. Hasta ahora lo había evitado, pero no podía seguir haciéndolo.

– Wayne Steubens -dije.

– El Monitor Degollador.

– Necesito verle.

– Le conocías, ¿no? Asentí.

– Los dos éramos monitores en el campamento.

– Creo que leí que no aceptaba visitas.

– Tenemos que hacerle cambiar de idea -repliqué.

– Está en un centro de máxima seguridad de Virginia -dijo Muse-. Haré algunas llamadas.

Muse ya sabía dónde estaba encerrado Steubens. Increíble.

– Hazlas -dijo.

Llamaron a la puerta y mi secretaria, Jocelyn Duréis, asomó la cabeza.

– Mensajes -dijo-. ¿Te los dejo sobre la mesa?

Alargué la mano para que me los pasara.

– ¿Algo importante?

– No demasiado. Muchos son de los medios. Deberían saber que estás en el juzgado, pero siguen llamando.

Cogí los mensajes y empecé a ojearlos. Levanté la vista hacia Muse. Estaba mirando a otro lado. En mi despacho no había casi nada personal. Cuando me instalé, puse una foto de Cara en la mesita auxiliar. Dos días después arrestamos a un pedófilo que había hecho cosas inexpresables a una niña de la edad de Cara. Hablamos de ello en este despacho y yo no paraba de mirar la foto de mi hija. Al final tuve que ponerla de cara a la pared. Aquella noche me la llevé a casa.

Aquél no era lugar para Cara. Ni siquiera lo era para su foto.

Estaba mirando aquellos mensajes cuando algo me llamó la atención.

Mi secretaria utiliza un papel de notas rosa anticuado, de los que le permiten guardar una copia amarilla en su cuaderno, y escribe los mensajes a mano. Su letra es impecable.

Según el mensaje rosa, me había llamado:

Lucy??

Me quedé mirando el nombre un momento. Lucy. No podía ser.

La nota incluía un teléfono del trabajo, otro de casa y un móvil. Los tres tenían los prefijos que indicaban que Lucy Dos Interrogantes vivía, trabajaba y, bueno, se movía por Nueva Jersey.

Cogí el teléfono y apreté el intercomunicador.

– ¿Jocelyn?

– ¿Sí?

– Veo que tengo un mensaje de alguien llamado Lucy-dije.

– Sí. Ha llamado hace una hora.

– No has apuntado su apellido.

– No quiso dármelo. Por eso he puesto dos interrogantes.

– No lo entiendo. ¿Le has preguntado el apellido y no te lo ha dicho?

– Eso.

– ¿Qué más ha dicho?

– Al pie de la página.

– ¿Qué?

– ¿Has leído lo que he apuntado abajo?

– No.

Esperó y no dijo lo que era evidente. Bajé hasta el pie de la hoja y leí:

Dice que es una vieja amiga de hace veinte años.

Volví a leer las palabras. Y volví a leerlas.

– Ground control to Major Cope.

Era Muse. No había dicho esas palabras, las había cantado, como en la canción de David Bowie. Me sobresalté.

– Cantas tan bien como eliges los zapatos -dije.

– Muy gracioso. -Señaló mi mensaje y arqueó una ceja-. ¿Quién es la tal Lucy? ¿Una antigua novia?

No dije nada.

– Oh, vaya. -La ceja arqueada bajó-. He metido la pata. Perdona…

– No te preocupes, Muse.

– Tú tampoco te preocupes, Cope. Al menos hasta después.

Su mirada se dirigió al reloj detrás de mí. Yo también miré. Tenía razón. La hora del almuerzo había terminado. Aquello tendría que esperar. No sabía qué quería Lucy. O puede que sí lo supiera. El pasado estaba volviendo. Todo. Por lo visto, los muertos estaban saliendo de sus hoyos.

Pero todo eso tendría que esperar. Cogí el fax y me puse en pie.

Muse también se levantó.

– Empieza la función -dijo.

Asentí. Algo más que la función. Iba a destruir a esos dos hijos de puta. Y tendría que hacer un gran esfuerzo para no disfrutar demasiado.

En el estrado, después del almuerzo, Jerry Flynn parecía bastante sereno. Por la mañana le había hecho poco daño. No tenía por qué pensar que por la tarde sería diferente.

– Señor Flynn, ¿le gusta la pornografía? -empecé.

Ni siquiera esperé lo evidente. Me volví hacia Mort Pubin y le hice un gesto sarcástico con la mano, como si le hubiera presentado y le invitara a subir al escenario.

– ¡Protesto!

Pubin ni siquiera tuvo que dar explicaciones. El juez me miró desaprobadoramente. Me encogí de hombros y dije:

– Prueba dieciocho. -Cogí la hoja de papel-. Ésta es una factura enviada a la fraternidad de los gastos por conexiones de internet. ¿La reconoce?

La miró.

– Yo no pago las facturas. Lo hace el tesorero.

– Sí, el señor Rich Devin, que ha declarado que esta factura es de la fraternidad.

El juez miró a Flair y a Mort.

– ¿Alguna objeción?

– Estipularemos que es una factura de la fraternidad -se limitó a decir Flair.

– ¿Ve esta entrada? -Señalé una de las primeras líneas.

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