– Sí.
– ¿Puede leer lo que dice?
– Netflix.
– Se escribe con x al final. -Deletreé «Netflix» en voz alta-. ¿Qué es Netflix? ¿Lo sabe?
– Es un servicio de alquiler de DVD. Se hace por correo. Puedes alquilar tres DVD a la vez. Cuando devuelves uno, te mandan otro.
– Bien, gracias. -Asentí y bajé el dedo unas líneas más abajo-. ¿Puede leerme esta línea?
Dudó.
– ¿Señor Flynn? -dije.
Se aclaró la garganta.
– HotFlixxx -dijo.
– Acabado en tres equis, ¿correcto?
También lo deletreé en voz alta.
– Sí.
Puso una cara como si fuera a vomitar.
– ¿Puede decirme qué es HotFlixxx?
– Es como Netflix -dijo.
– ¿Es un servicio de alquiler de DVD?
– Sí.
– ¿En qué se diferencia de Netflix? ¿Lo sabe?
Se puso rojo.
– Alquilan… películas diferentes.
– ¿De qué clase?
– Pues… bueno, películas para adultos.
– Ya. Antes le he preguntado si le gustaba la pornografía… Tal vez habría sido mejor preguntar si acostumbra a ver películas pornográficas.
Se encogió.
– A veces-dijo.
– No hay nada malo en ello, hijo. -Sin mirar detrás de mí, consciente de que se había levantado, señalé la silla del abogado de la defensa-. Estoy seguro de que el señor Pubin se ha puesto de pie para decirnos que él también disfruta con ellas, sobre todo con las tramas.
– ¡Protesto! -exclamó Pubin.
– Lo retiro -me apresuré a decir. Y continué, dirigiéndome de nuevo a Flynn-: ¿Hay alguna película pornográfica en concreto que le guste más que otras?
Sé le fue el color de la cara. Fue como si la pregunta hubiera abierto un grifo. Volvió la cabeza hacia la mesa de la defensa. Me moví para obstruirle la vista. Flynn tosió tapándose la boca con la mano y dijo:
– ¿Puedo acogerme a la Quinta?
– ¿Para qué? -pregunté.
Flair Hickory se puso de pie.
– El testigo ha pedido asesoramiento.
– Señoría -dije-, cuando fui a la facultad de derecho, nos enseñaron que la Quinta Enmienda servía para impedir autoincriminarse y corríjame si me equivoco, pero bueno, ¿hay alguna ley que prohíba tener una película pornográfica favorita?
– ¿Podemos hacer un descanso de diez minutos? -preguntó Flair.
– De ninguna manera, señoría.
– El testigo ha pedido asesoramiento -siguió Flair.
– No, no es verdad. Ha preguntado si podía acogerse a la Quinta. Mire lo que le digo, señor Flynn, le concedo la inmunidad.
– ¿Inmunidad para qué? -preguntó Flair.
– Para lo que quiera. No quiero que el testigo baje del estrado.
El juez Pierce volvió a mirar a Flair Hickory. Éste se demoró un momento. Si Flair se lo llevaba aparte, me complicaría la vida. Podían salir con cualquier cosa. Miré detrás de mí, hacia Jenrette y Marantz. No se habían movido, no habían advertido a los abogados.
– No hay descanso -dijo el juez.
Flair Hickory se dejó caer en la silla.
Seguí con Jerry Flynn.
– ¿Tiene una película pornográfica favorita?
– No -dijo.
– ¿Conoce una película pornográfica llamada… -fingí estar mirando un papel, pero me lo sabía de memoria- una película llamada Fantaseando con su aparato?.
Supongo que él lo había visto venir, y aun así la pregunta le sentó como una cornada.
– Mmm… ¿Puede repetir el título?
Lo repetí.
– ¿La ha visto o ha oído hablar de ella?
– No lo creo.
– No lo cree -repetí-. ¿Es posible entonces?
– No estoy seguro. Nunca me acuerdo de los títulos de las películas.
– Bueno, veamos si puedo refrescarle los recuerdos.
Yo tenía el fax que Muse acababa de darme. Entregué una copia a los abogados contrarios y procuré exhibirme. Después ataqué de nuevo:
– Según HotFlixxx, una copia de ese DVD estuvo en poder de la fraternidad durante los últimos seis meses. Y de nuevo según los registros de HotFlixxx, devolvieron la película el día después de que la señorita Johnson presentara la denuncia a la policía.
Silencio.
Pubin parecía haberse tragado la lengua. Flair era demasiado bueno para delatar nada. Leyó el fax como si fuera alguna tontería de unos dibujos animados. Me acerqué más a Flynn.
– ¿Esto le ha refrescado la memoria?
– No lo sé.
– ¿No lo sabe? Pues probemos de otra manera. Miré hacia el fondo de la sala.
Loren Muse estaba de pie junto a la puerta. Sonreía. Yo asentí. Ella abrió la puerta y entró una mujer que parecía una despampanante amazona de una película de serie B.
La detective de Muse, Cingle Shaker, entró en la sala como si fuera su bar favorito. La sala entera soltó un bufido al verla.
– ¿Reconoce usted a la mujer que acaba de entrar en la sala? -pregunté.
No contestó y el juez dijo:
– ¿Señor Flynn?
– Sí. -Flynn se aclaró la garganta para ganar tiempo-. La reconozco.
– ¿De qué la conoce?
– La conocí anoche en un bar.
– Ya. ¿Y los dos hablaron de la película Fantaseando con su aparato?
Cingle se había hecho pasar por una ex actriz porno. Había conseguido que varios chicos de la fraternidad hablaran con ella. Como había dicho Muse, seguro que no le había costado mucho a una mujer con un cuerpo que debería estar prohibido hacer hablar a los chicos de la fraternidad.
– Puede que comentáramos algo -dijo Flynn.
– ¿Algo de la película?
– Sí.
– Mmm… -dije, otra vez como si me pareciera raro-. Veamos, ahora que la señorita Shaker ha hecho de catalizador, ¿recuerda la película Fantaseando con su aparato?
Intentó no bajar la cabeza, pero se le hundieron los hombros.
– Sí, creo que me acuerdo -dijo Flynn.
– Me alegro de haber ayudado -dije.
Pubin se levantó para protestar, pero el juez le hizo un gesto para que se sentara.
– De hecho, le dijo a la señorita Shaker que Fantaseando con su aparato era la película porno preferida de toda la fraternidad, ¿no?
Dudó.
– No pasa nada, Jerry. Tres de sus compañeros le dijeron lo mismo a la señorita Shaker.
– ¡Protesto! -gritó Mort Pubin.
Miré a Cingle Shaker. Todos la miraron. Cingle sonrió y saludó como si fuera una persona famosa y yo acabara de presentarla al público. Empujé el carrito con la tele y el reproductor de DVD. La película en cuestión ya estaba dentro del aparato. Muse la había pasado hasta la escena que nos interesaba.
– Señoría, anoche una de mis investigadoras visitó el King David's Smut Palace en Nueva York -miré al jurado y dije-: Está abierto veinticuatro horas, aunque para qué necesita alguien ir allí a… yo qué sé, las tres de la madrugada… me resulta incomprensible.
– Señor Copeland.
El juez me paró los pies correctamente con una mirada de desaprobación, pero el jurado había sonreído. Eso era bueno. Quería crear un ambiente relajado. Así, cuando llegara el contraste, cuando vieran lo que contenía el DVD, sería un mazazo.
– En fin, mi investigadora compró todas las películas calificadas XXX encargadas por HotFlixxx para la fraternidad en los últimos seis meses, incluida Fantaseando con su aparato . Quiero mostrarles una escena que creo que es relevante.
Todo se detuvo. Todos los ojos se volvieron hacia la tarima del juez. Arnold Pierce se lo tomó con calma. Se frotó la barbilla. Yo contuve la respiración. No se oía una mosca. Todos se echaron un poco hacia delante. Pierce se frotó un poco más la barbilla. Me habría gustado arrancarle la respuesta. Entonces, asintió simplemente y dijo:
– Adelante. Lo permitiré.
– ¡Espere!
Mort Pubin protestó, hizo lo que pudo, lo intentó todo. Flair Hickory se unió a él. Pero era una pérdida de tiempo. Finalmente cerraron las cortinas de la sala para que no hubiera reflejos. Y entonces, sin explicación de lo que iban a ver, apretó la tecla Play.
El escenario era un dormitorio común y corriente con lo que parecía una cama de gran tamaño. Tres participantes. La escena empezaba con muy pocos preliminares. Comenzó un duro ménage a trois. Había dos hombres y una chica. Los dos hombres eran blancos. La chica era negra. Los hombres blancos la manipulaban como si fuera un juguete. Se burlaban y se reían y hablaban entre ellos todo el tiempo:
«Dale la vuelta, Cal… Sí, Jim, así… Pégale, Cal…»
Observé más la reacción del jurado que la pantalla. Un juego de niños. Mi hija y mi sobrina jugaban a Dora la exploradora. Jenrette y Marantz, por horrible que fuera, habían jugado a interpretar una escena de una película pornográfica. La sala estaba silenciosa como una tumba. Vi que las caras del público se demudaban, incluso las de Jenrette y Marantz, cuando la chica negra de la película gritaba, mientras los dos hombres blancos usaban sus nombres y reían con crueldad.
«Dóblala, Jim… Uau, Cal, a la muy puta le encanta… Tíratela, Jim, sí, más fuerte…»
Así. Cal y Jim. Una y otra vez. Sus voces eran crueles, horribles, un infierno desatado. Miré al fondo de la sala y encontré a Chamique Johnson. Estaba sentada muy erguida, con la cabeza alta.
«Yuhu, Jim… Ahora me toca a mí…»
Chamique me miró y asintió. Yo le devolví el saludo. Tenía lágrimas en las mejillas.
No estoy del todo seguro, pero creo que también había lágrimas en las mías.