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Capítulo 34

Las acusaciones del sheriff Lowell resonaron en la quietud del bosque.

Lowell, que no era tonto, pensaba que Paul Copeland había mentido sobre los asesinatos.

¿Habría mentido? ¿Era importante?

Muse lo pensó un momento. Le gustaba Cope, eso estaba claro. Era un jefe estupendo y un fiscal de primera. Pero las palabras de Lowell la habían hecho retroceder. Le recordaban lo que ya sabía: era un caso de homicidio. Como cualquier otro. Te lleva donde te lleva, aunque te lleve a tu jefe.

Sin favoritismos.

Unos minutos después se oyeron ruidos cerca y Muse distinguió a Andrew Barrett, que hacía de su cuerpo desgarbado, todo extremidades largas, codos y movimientos raros y bruscos, una obra de arte. Empujaba lo que parecía un cochecito de niño. Tenía que ser la XRJ. Muse lo llamó. Barrett levantó la cabeza, evidentemente molesto por la interrupción. Cuando vio quién era, su cara se iluminó.

– ¡Hola, Muse!

– Andrew.

– Cuánto me alegro de verte.

– Ya -dijo ella-. ¿Qué haces?

– ¿Cómo que qué hago? -Dejó la máquina. Había tres jóvenes con sudaderas de John Jay pululando al lado de él, estudiantes probablemente-. Busco tumbas.

– Creía que habías encontrado algo.

– Sí. Está ahí delante, a unos cien metros. Pero creía que faltaban dos cadáveres y he pensado que era mejor no dormirse en los laureles, por decirlo de algún modo.

Muse tragó saliva.

– ¿Has encontrado un cadáver?

La cara de Barrett mostraba el fervor normalmente reservado para las reuniones religiosas.

– Muse, esta máquina es una pasada. Hemos tenido suerte, eso también. No ha llovido en esta zona desde… no sé, ¿desde cuándo, sheriff?

– Dos o tres semanas -dijo Lowell.

– Eso ayuda. Mucho. El suelo seco. ¿Sabes algo de cómo funciona el radar que penetra en el suelo? Le he cargado 800 MHz a este trasto. Eso sólo me da metro veinte, pero ¡qué metro veinte! La mayoría de las veces se busca demasiado profundo. Pero muy pocos asesinos cavan más de metro o metro veinte. El otro problema es que las máquinas actuales tienen dificultades para diferenciar entre objetos de la misma medida. Por ejemplo, una cañería o unas raíces profundas y lo que queremos: huesos. La XRJ no sólo te da imágenes transversales más claras del suelo, sino que además tiene el nuevo ampliador en 3D…

– ¿Barrett? -dijo Muse.

Él se levantó las gafas.

– ¿Qué?

– ¿Te parece que tengo el más ligero interés en cómo funciona tu máquina?

Volvió a bajarse las gafas.

– Ah…

– Lo único que me importa es que tu trasto funcione. Así que cuéntame lo que has encontrado antes de que le pegue un tiro a alguien.

– Huesos, Muse -dijo con una sonrisa-. Hemos encontrado huesos.

– Humanos, ¿no?

– Sin duda. De hecho, lo primero que hemos encontrado ha sido un cráneo. Entonces hemos parado de cavar. Ahora lo están haciendo los profesionales.

– ¿Cuántos años tienen?

– ¿Qué, los huesos?

– No, Barrett, el roble. Sí, los huesos.

– ¿Y cómo voy a saberlo? La forense tendrá una idea. Está en la escena del crimen.

Muse echó a correr. Lowell la siguió. Frente a ella podía distinguir unos faros potentes, como si estuvieran en un plató de cine. Sabía que muchos equipos de excavación utilizaban voltaje potente incluso cuando excavaban a plena luz del día. Como le había dicho un técnico en escenas del crimen, las luces potentes ayudan a diferenciar el oro de los restos del pecio: «Sin la luz es como juzgar si una tía es guapa estando borracho en un bar oscuro. Puedes pensar que tienes algo, pero por la mañana te gustaría arrancarte un brazo».

Lowell señaló a una mujer atractiva con guantes de goma. Muse se imaginó que sería otra estudiante, porque no tendría ni treinta años. Llevaba los cabellos largos negro azabache pulcramente recogidos, como una bailarina de flamenco.

– Es la doctora O'Neill -dijo Lowell.

– ¿Es su forense?

– Sí. ¿Sabía que aquí es un cargo electo?

– ¿Quiere decir que hacen campañas y todo eso? ¿En plan: hola, soy la doctora O'Neill y me porto de maravilla con los muertos?

– Le daría una respuesta ingeniosa -replicó Lowell-, pero ustedes los urbanitas son demasiado listos para nosotros los paletos.

Al acercarse más Muse se dio cuenta de que «atractiva» podía considerarse un eufemismo en aquel caso. Tara O'Neill estaba como un tren. Muse se fijó en que su físico distraía también a los otros miembros del equipo. El forense no está al mando de una escena del crimen. La policía manda. Pero todos se pasaban el rato mirando disimuladamente a Tara O'Neill. Muse se acercó a ella rápidamente.

– Soy Loren Muse, investigadora jefe del condado de Essex.

La mujer le ofreció una mano enguantada.

– Tara O'Neill, forense.

– ¿Qué puede decirme del cadáver?

Ella la miró cautelosamente, pero Lowell le hizo una seña dándole el visto bueno.

– ¿Es usted quien mandó al señor Barrett aquí? -preguntó O'Neill.

– Sí.

– Es un personaje interesante.

– Soy consciente de ello.

– Pero esa máquina funciona. No sé cómo se las ha arreglado para encontrar estos huesos. Pero es bueno. Supongo que fue una suerte que tropezara primero con el cráneo.

O'Neill parpadeó y miró a otra parte.

– ¿Algún problema? -preguntó Muse.

Ella meneó la cabeza.

– Yo crecí aquí. Solía jugar por aquí, justo en este sitio. Se diría que debería haber sentido algo, no sé, un escalofrío. Pero nada de nada.

Muse agitó los pies, y esperó.

– Yo tenía diez años cuando esos adolescentes desaparecieron. Mis amigos y yo solíamos caminar por aquí. Encendíamos hogueras. Nos inventábamos historias en las que los dos chicos que nunca se encontraron seguían aquí, observándonos; eran muertos vivientes que nos perseguirían y nos matarían. Una estupidez. Sólo una forma de hacer que tu novio te dejara su chaqueta y te abrazara.

Tara O'Neill sonrió y sacudió la cabeza.

– ¿Doctora O'Neill?

– Sí.

– Dígame qué ha descubierto, por favor.

– Todavía estamos en ello, pero por lo que puedo ver tenemos un esqueleto bastante completo. Se ha encontrado a menos de un metro de profundidad. Necesitaré llevar los huesos al laboratorio para hacer una identificación positiva.

– ¿Qué puede decirme ahora?

– Venga por aquí.

Acompañó a Muse al otro lado del hoyo. Los huesos estaban etiquetados y dispuestos sobre una lona azul.

– ¿No hay ropa? -preguntó Muse.

– No.

– ¿Se ha desintegrado o enterraron el cadáver desnudo?

– No puedo asegurarlo. Pero como no hay monedas, ni joyas, ni botones ni cremalleras, ni siquiera zapatos, que normalmente duran mucho más tiempo, diría que lo enterraron desnudo.

Muse miró fijamente el cráneo marrón.

– ¿Causa de la muerte?

– Es demasiado pronto para saberlo. Pero algunas cosas sí sabemos.

– ¿Cuáles?

– Los huesos están en muy mal estado. No estaban enterrados muy hondo y llevan mucho tiempo aquí.

– ¿Como cuánto?

– No sabría decirle. El año pasado hice un curso de muestras de tierra en escenas del crimen. Por la forma como se ha modificado la tierra se puede saber cuánto tiempo lleva excavado un hoyo. Pero esto es muy preliminar.

– Lo que sea. ¿Un cálculo?

– Los huesos llevan aquí bastante tiempo. Yo diría que al menos quince años. En resumen, y para responder a la pregunta que tiene en la cabeza, es consistente, muy consistente con el margen de tiempo en que tuvieron lugar los asesinatos en este bosque, hace veinte años.

Muse tragó saliva y preguntó lo que realmente quería consultar desde el principio.

– ¿Puede decirme el sexo? ¿Puede decirme si los huesos pertenecen a un varón o a una mujer?

Una voz grave las interrumpió.

– Eh, doctora.

Era uno de los técnicos, con el anorak exigido para todos los de su equipo. Era un hombre tosco, con una barba poblada y una buena barriga. Tenía una palita en la mano y respiraba con la pesadez característica de los que no están en forma.

– ¿Qué pasa, Terry? -preguntó O'Neill.

– Creo que ya lo tenemos todo.

– ¿Quieres dejarlo?

– Por esta noche, creo que sí. Puede que tengamos que volver mañana para asegurarnos. Pero nos gustaría llevarnos ahora el cadáver, si te parece bien.

– Concédeme dos minutos -dijo O'Neill.

Terry asintió y las dejó solas. Tara O'Neill siguió mirando los huesos.

– ¿Tiene conocimientos sobre el esqueleto humano, investigadora Muse?

– Alguno.

– Sin un examen concienzudo, puede ser bastante difícil diferenciar entre el esqueleto masculino y el femenino. Una de las cosas en las que nos podemos basar es el tamaño y la densidad de los huesos. Los masculinos tienen tendencia a ser más gruesos y más grandes, por supuesto. A veces la altura de la víctima puede ayudar: los hombres suelen ser más altos. Pero estas cosas a menudo no son definitivas.

– ¿Me está diciendo que no lo sabe?

O'Neill sonrió.

– No estoy diciendo eso en absoluto. Se lo enseñaré, si me permite.

Tara O'Neill se puso en cuclillas y Muse la imitó. O'Neill tenía una linterna pequeña en la mano, de las que proyectan un haz estrecho pero potente.

– He dicho que era bastante difícil, no imposible. Mire.

Apuntó la luz hacia el cráneo.

– ¿Sabe lo que está mirando?

– No -dijo Muse.

– Primero, los huesos parecen ser más bien ligeros. Segundo, mire el punto donde deberían estar las cejas.

– Vale.

– Eso se conoce técnicamente como cresta supraorbital. Es más pronunciada en los varones. Las mujeres tienen frentes muy verticales. Este cráneo se ha gastado, pero se ve que la cresta no es pronunciada. Pero la clave, lo que quiero que vea, es la zona pélvica, más concretamente la cavidad pélvica.

Desvió la linterna.

– ¿Lo ve?

– Sí, lo veo, creo. ¿Y qué?

– Es muy ancha.

– ¿Qué significa eso?

Tara O'Neill apagó la linterna.

– Significa -dijo O'Neill, poniéndose en pie- que su víctima es caucásica, que medía uno setenta más o menos, la misma altura que Camille Copeland, por cierto, y sí, era una mujer.

– No lo vas a creer -dijo Dillon.

York levantó la cabeza.

– ¿Qué?

– Tengo una concordancia para el Volkswagen. Sólo hay catorce que coincidan en la zona de los tres estados. Pero éste es el ganador. Uno matriculado a nombre de un tal Ira Silverstein. ¿Te suena?

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