– Por favor, dígame que bromea.
El agente especial Geoff Bedford del FBI y yo estábamos sentados en un restaurante de esos de aluminio por fuera y fotografías firmadas de celebridades locales por dentro. Bedford era pulcro y llevaba un mostacho en forma de U con cera en las puntas. Estaba seguro de haber visto uno de esos en la vida real, pero no pude recordar dónde. Era como si fueran a aparecer tres tipos más y montarse un cuarteto a capela.
– No -dije.
Apareció la camarera, pero no nos llamó guapos. No hay derecho. Bedford estaba leyendo la carta, pero acabó pidiendo sólo café. Capté el mensaje y pedí lo mismo. Le devolvimos las cartas. Bedford esperó a que se marchara.
– No hay duda de que Steubens lo hizo. Mató a todas esas personas. Nunca hubo ninguna duda. No la hay ahora. Y no hablo de duda razonable. No hay ninguna duda de ninguna clase.
– Los primeros asesinatos. Los cuatro del bosque.
– ¿Qué pasa?
– No había ninguna prueba que lo vinculara a esos casos -respondí.
– Pruebas físicas no.
– Cuatro víctimas -dije-. Dos eran chicas. Margot Green y mi hermana.
– Así es.
– Pero ninguna de las otras víctimas de Wayne Steubens eran mujeres.
– Correcto.
– Todos eran varones de entre dieciséis y dieciocho años. ¿No le parece raro?
Me miró como si de repente me hubiera crecido una segunda cabeza.
– Mire, señor Copeland, he aceptado verle porque, primero, es fiscal del condado, y segundo, su hermana murió a manos de ese monstruo. Pero esta línea de interrogatorio…
– Acabo de ver a Wayne Steubens -dije.
– Estoy enterado. Y debo decirle que es un maldito psicópata y un mentiroso patológico.
Pensé que Lucy me había dicho lo mismo. También pensé que Wayne había dicho que él y Lucy habían tenido un idilio antes de que yo fuera al campamento.
– Ya lo sé -dije.
– No lo tengo tan claro. Deje que le explique algo. Wayne Steubens ha formado parte de mi vida durante casi veinte años. Piense en eso. He visto lo convincente que puede ser cuando miente.
No estaba seguro de qué estrategia seguir, así que tanteé y dije:
– Han aparecido otras pruebas.
Bedford frunció el ceño. Las puntas del bigote bajaron junto con sus labios.
– ¿A qué se refiere?
– ¿Sabe quién es Gil Pérez?
– Por supuesto que lo sé. Lo sé todo y conozco a todos los que estuvieron involucrados en el caso.
– No hallaron su cadáver.
– No. Tampoco hallamos el de su hermana.
– ¿Cómo se explica esto?
– Usted estuvo en el campamento. Conoce la zona.
– Sí.
– ¿Sabe cuántos kilómetros cuadrados tiene ese bosque?
– Sí.
Levantó la mano derecha y la miró.
– Hola, señor Aguja.
Después hizo lo mismo con la izquierda.
– Le presento a mi amigo, el señor Pajar.
– Wayne Steubens es un hombre relativamente pequeño.
– ¿Y qué?
– Que Doug medía metro ochenta. Gil era un chico duro. ¿Cómo cree que Wayne pudo sorprenderlos o dominarlos a todos a la vez?
– Tenía un cuchillo y pudo hacerlo. Margot Green estaba atada. La degolló. No sabemos en qué orden mató a los demás. Puede que también estuvieran atados, en diferentes lugares del bosque. No lo sabemos. Corrió detrás de Doug Billingham. El cadáver de Billingham estaba en una tumba poco profunda a un kilómetro de la de Margot. Tenía varias heridas de arma blanca, también algunas heridas defensivas en las manos. Encontramos sangre y ropa pertenecientes a su hermana y a Gil Pérez. Ya lo sabe.
– Sí.
Bedford inclinó la silla hacia atrás y se apoyó en las puntas de los pies.
– Dígame, señor Copeland. ¿Cuáles son esas pruebas nuevas que de repente han salido a la luz?
– Gil Pérez.
– ¿Qué pasa?
– No murió aquella noche. Ha muerto esta semana.
La silla cayó de golpe hacia delante.
– ¿Disculpe?
Le conté lo de que Manolo Santiago era Gil Pérez. Podría decir que me miró con escepticismo, pero eso sería hacerme un favor. En realidad, el agente Bedford me miró como si intentara convencerle de que el conejo Bunny existía.
– A ver si lo he entendido -dijo cuando yo terminé. La camarera volvió con los cafés. Bedford no se puso nada en el suyo. Levantó la taza con cuidado y logró no meter el bigote dentro-. Los padres de Pérez niegan que sea él. La policía de Manhattan no cree que sea él. Y usted me dice que…
– Es él.
Bedford chasqueó la lengua.
– Creo que ya me ha hecho perder bastante tiempo, señor Copeland.
Dejó el café y empezó a levantarse.
– Sé que es él. Es sólo cuestión de tiempo que pueda demostrarlo.
Bedford se detuvo.
– Veamos -dijo-. Juguemos a su manera. Digamos que se trata de Gil Pérez. Que aquella noche sobrevivió.
– Vale.
– Eso no prueba la inocencia de Wayne Steubens. Para nada. Muchos creían… -me miró con dureza- que quizá Steubens tuvo un cómplice para los primeros asesinatos. Usted mismo se pregunta cómo pudo matar a tantos. Bien, si eran dos y hubo tres víctimas, sería más fácil, ¿no cree?
– Entonces ¿ahora cree que Pérez pudo ser su cómplice?
– No. ¡Qué dice! Ni siquiera creo que sobreviviera a aquella noche. Sólo planteo hipótesis. Por si ese cadáver del depósito de Manhattan resulta ser Gil Pérez.
Eché un sobre de azúcar y un poco de leche a mi café.
– ¿Conoce a sir Arthur Conan Doyle? -pregunté.
– El que escribió los misterios de Sherlock Holmes.
– Exactamente. Uno de los axiomas de Sherlock dice más o menos así: «Es un gran error teorizar antes de tener los datos, porque se distorsionan los hechos para que se ajusten a las teorías, en lugar de que las teorías se ajusten a los hechos».
– Empiezo a perder la paciencia, señor Copeland.
– Le he dado un hecho nuevo. En lugar de intentar repensar lo que sucedió, inmediatamente ha encontrado el modo de distorsionar el hecho para que se ajuste a su teoría.
Me miró fijamente sin decir nada. No le culpé por eso. Le estaba tratando con dureza, pero necesitaba provocarle.
– ¿Sabe algo del pasado de Wayne Steubens? -preguntó.
– Algo.
– Encaja en el perfil como anillo al dedo.
– Los perfiles no son pruebas -dije.
– Pero ayudan. Por ejemplo, ¿sabe que durante la adolescencia de Steubens desaparecieron animales en el barrio?
– ¿En serio? Vaya, ya no necesito más pruebas.
– Puedo darle un ejemplo ilustrativo.
– Adelante.
– Tenemos un testigo ocular de esto. Es un chico llamado Charlie Kadison. Entonces no dijo nada porque tenía demasiado miedo. Cuando Wayne Steubens tenía dieciséis años, enterró a un perrito blanco, no me acuerdo de la raza, es un nombre en francés…
– ¿Bichon Frisé?
– Eso. Enterró al perro hasta el cuello. Sólo le sobresalía la cabeza. El pobre animal no podía moverse.
– Qué bestia.
– No, es peor aún.
Dio otro sorbo con exquisitos modales. Esperé. Dejó el café sobre la mesa y se secó la boca con una servilleta.
– Después de enterrar el perro, su viejo compañero de campamento va a la casa de otro chico, Kadison. Su familia tenía uno de esos cortacéspedes. Se lo pidió prestado…
Calló, me miró y asentí.
– Aggg -dije.
– Tengo otros casos como éste. Puede que una docena.
– Y aun así Wayne Steubens consiguió un empleo para trabajar en el campamento…
– Menuda sorpresa. No creo que ese Ira Silverstein fuera muy riguroso comprobando antecedentes.
– ¿Y nadie pensó en Wayne cuando ocurrieron esos primeros asesinatos?
– No sabíamos nada de esto. En primer lugar, fue la policía local quien se encargó del caso del campamento PACE, no nosotros. No era un caso federal. Al menos al principio. Además, la gente estaba demasiado asustada para hablar durante la época de estudiante de Steubens. Como Charlie Kadison. También debe recordar que Steubens procedía de una familia rica. Su padre murió cuando él era pequeño, pero su madre le protegió, pagó a gente para que se callara, lo que fuera. Era sobreprotectora, por cierto. Muy conservadora. Muy estricta.
– ¿Otra evidencia en su perfil del asesino en serie?
– No se trata sólo de un perfil, señor Copeland. Usted conoce los hechos. Steubens vivía en Nueva York pero se las arregló para estar en los tres lugares, Virginia, Indiana, Pensilvania, cuando los asesinatos tuvieron lugar. ¿Es una coincidencia? Y lo más importante, claro: encontramos cosas, los clásicos trofeos, pertenecientes a las víctimas en su propiedad.
– No de todas las víctimas -dije.
– Suficientes.
– Pero nada de los primeros cuatro campistas.
– Correcto.
– ¿Por qué no?
– ¿Mi conjetura? Probablemente tenía prisa. Steubens tenía que deshacerse de los cadáveres. No tuvo tiempo.
– Repito que me parece que eso es distorsionar un poco los hechos -dije.
Se echó hacia atrás y me miró.
– ¿Cuál es su teoría, señor Copeland? Porque me muero de ganas de escucharla.
No dije nada.
Él abrió los brazos en un gesto rotundo.
– ¿Que un asesino en serie que degolló en Indiana y Virginia resultó ser monitor en un campamento de verano donde degollaron al menos a otras dos víctimas?
Tenía su parte de razón. No dejaba de pensar en eso desde el principio y no lograba explicármelo.
– Conoce usted los hechos, distorsionados o no. Es fiscal. Dígame lo que cree que pasó.
Lo pensé. Esperó. Lo pensé un poco más.
– Todavía no lo sé -dije-. Puede que sea demasiado pronto para teorizar. Puede que necesitemos conocer más hechos.
– Y mientras lo hace -dijo-, un tipo como Wayne Steubens mata a algunos campistas más.
Otra vez tenía parte de razón. Pensé en las pruebas de violación contra Jenrette y Marantz. Si lo pensabas objetivamente, había tantas pruebas, quizá más, contra Wayne Steubens.
O al menos antes las había.
– No mató a Gil Pérez -dije.
– Le he oído. En aras de la discusión, eliminémoslo de la ecuación. Supongamos que no matara a Pérez. -Levantó ambas manos con las palmas hacia el techo-. ¿En qué situación nos deja eso?
Reflexioné sobre ello. «En la situación de preguntarme qué demonios le sucedió a mi hermana», pensé.