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Capítulo 12

Lucy quería buscar el nombre «Manolo Santiago» en Google; probablemente se tratara de un periodista que escribía un artículo sobre el hijo de puta de Wayne Steubens, el Monitor Degollador, pero Lonnie la esperaba en el despacho. Cuando ella entró, no la miró. Lucy se paró a su lado, en un suave intento de intimidación.

– Sabes quién envió el diario -dijo.

– No puedo estar seguro.

– ¿Pero?

Lonnie respiró hondo, y Lucy tuvo la esperanza de que fuera para coger ánimos y hablar.

– ¿Sabes algo acerca de rastrear los mensajes de correo electrónico?

– No -dijo Lucy, acercándose a su mesa.

– Cuando recibes un mensaje, ¿sabes cómo funciona ese galimatías de ubicaciones, SMTP e ID de mensajes?

– Finjo que sí.

– Básicamente te muestra cómo te ha llegado el mensaje. Adonde ha ido, de dónde viene, qué ruta y qué servicio de correo de internet ha utilizado para ir del punto A al punto B. Como un matasellos.

– De acuerdo.

– Por supuesto, existen maneras de enviarlos de forma anónima. Pero en general, aunque lo hagas así, dejas alguna huella.

– Fantástico, Lonnie, excelente. -Lonnie estaba escurriendo el bulto-. ¿Debo suponer que has encontrado alguna de esas huellas en el correo que llevaba ese diario adjunto?

– Sí -dijo Lonnie. Levantó la cabeza y sonrió un poquito-. No voy a volver a preguntarte por qué quieres el nombre.

– Bien.

– Porque te conozco, Lucy. Como casi todas las tías buenas, eres insufrible. Pero también eres aterradoramente ética. Así que si necesitas traicionar la confianza de tu clase, traicionar a tus alumnos, a mí y a todo en lo que crees, tiene que haber una buena razón. Una razón vital, diría yo.

Lucy no dijo nada.

– Es vital, ¿verdad?

– Dímelo, Lonnie, por favor.

– El correo procedía de uno de los ordenadores de la Biblioteca Frost.

– La biblioteca -repitió Lucy-. ¿Cuántos ordenadores tendrán? ¿Cincuenta?

– Más o menos.

– Entonces nunca sabremos quién lo envió.

Lonnie hizo un gesto ambiguo con la cabeza.

– Sabemos a qué hora se envió. A las seis cuarenta y dos de la tarde de anteayer.

– ¿Y eso en qué nos ayuda?

– Los alumnos que utilizan el ordenador tienen que firmar. No tienen que firmar para un ordenador concreto, el personal dejó de hacer eso hace dos años, pero para conseguir un ordenador sí tienes que reservarlo durante una hora. Fui a la biblioteca y conseguí las hojas de asistencia. Comparé una lista de estudiantes de tu clase con los estudiantes que habían firmado para reservar una hora de ordenador entre las seis y las siete de la tarde de anteayer.

Calló.

– ¿Y?

– Sólo había una persona que coincidiera con alguien de tu clase.

– ¿Quién?

Lonnie se acercó a la ventana y miró hacia la explanada.

– Te daré una pista -dijo.

– Lonnie, de verdad que no estoy de humor…

– Es una aduladora-dijo.

Lucy se quedó de piedra.

– ¿Sylvia Potter?

Lonnie seguía dándole la espalda.

– Lonnie, ¿me estás diciendo que Sylvia Potter envió esa entrada de diario?

– Sí -dijo-. Eso es exactamente lo que te estoy diciendo.

Una vez en mi despacho, llamé a Loren Muse.

– Necesito otro favor -dije.

– Dispara.

– Necesito que averigües lo que puedas de un número de teléfono. De quién era, a quién llamó. Todo.

– ¿Qué número es?

Le di el número que me había facilitado Raya Singh.

– Dame diez minutos.

– ¿Sólo?

– Oye, no soy investigadora jefe por mi cuerpo serrano.

– Que te crees tú eso.

Se rió.

– Me gusta cuando te sueltas, Cope.

– No te acostumbres.

Colgué. ¿Mi frase había sido inadecuada, o era una respuesta justificable a su comentario del «cuerpo serrano»? Es simplista criticar la corrección política. Los extremos son un blanco fácil para el ridículo. Pero yo he visto lo que pasa en un lugar de trabajo cuando se permiten todo tipo de comentarios. Puede ser intimidatorio y siniestro.

Es como lo de las normativas actuales aparentemente hiperprotectoras con la seguridad de los niños. Tu hijo tiene que ponerse un casco de bici te guste o no. Debes usar un mantillo especial en los patios de juegos y no puedes tener armazones donde los niños puedan trepar demasiado alto y, ah, sí, tu hijo no debería caminar tres manzanas sin ir acompañado, y espera un momento, ¿dónde está la protección para la boca y los ojos? Es muy fácil burlarse de estas cosas, y después algún listillo manda un correo al azar que dice: «Oye, nosotros lo hacíamos y sobrevivimos». Pero la verdad es que muchos niños no sobreviven. Antes los niños tenían mucha más libertad. No sabían que hubiera un mal acechando en las sombras. Algunos fueron a un campamento de verano en los días en que la seguridad era laxa y se dejaba a los niños ser niños. Algunos de esos niños se adentraron en el bosque de noche y nadie volvió a verlos.

Lucy Gold llamó a la habitación de Sylvia Potter. No hubo respuesta. No le sorprendió. Buscó en el directorio de la facultad, pero no tenían los números de móvil. Lucy recordaba haber visto a Sylvia usando una BlackBerry, así que le mandó un breve correo electrónico pidiéndole que la llamara lo antes posible.

Tardó menos de diez minutos en responder.

– ¿Quería que la llamara, profesora Gold?

– Sí, Sylvia, gracias. ¿Podrías pasar un momento por mi despacho?

– ¿Cuándo?

– Ahora, si fuera posible.

Hubo unos segundos de silencio.

– ¿Sylvia?

– Mi clase de literatura inglesa está a punto de empezar -dijo-. Hoy tengo que presentar el proyecto final. ¿Puedo pasar cuando termine?

– Por supuesto -dijo Lucy.

– Tardaré un par de horas.

– Está bien, no me moveré de aquí.

Más silencio.

– ¿Puede decirme de qué quiere hablar, profesora Gold?

– Puede esperar, Sylvia, no te preocupes. Nos veremos después de tu clase.

– Hola.

Era Loren Muse. Yo estaba otra vez en el juzgado y Flair Hickory empezaría su contrainterrogatorio en un par de minutos.

– Hola -dije.

– Estás horrible.

– Se nota que eres una investigadora experta.

– ¿Te preocupa el contrainterrogatorio?

– Ya lo creo.

– Chamique lo hará bien. Tú hiciste un estupendo trabajo.

Asentí, e intenté concentrarme otra vez en el juicio. Muse caminó a mi lado.

– Oh -dijo-, respecto al número de teléfono que me diste, tengo malas noticias.

Esperé.

– Era de usar y tirar. Lo que significa que alguien lo pagó en metálico con un número fijo de minutos y no dejó ningún nombre.

– No necesito saber quién lo compró -dije-, sólo necesito saber qué llamadas se hicieron desde él o cuáles recibió.

– Es difícil -dijo Muse-. Imposible a través de los canales normales. El que lo adquirió lo hizo por internet, y a algún irresponsable que se hacía pasar por otro irresponsable. Tardaré un poco en rastrearlo todo y en ejercer suficiente presión para conseguir los registros.

Meneé la cabeza. Entramos en la sala.

– Otra cosa -dijo ella-. ¿Has oído hablar de MVD?

– Most Valuable Detection -dije.

– La empresa de investigadores privados más importante del estado. Cingle Shaker, la mujer que he puesto a investigar a los chicos de la fraternidad, había trabajado allí. Se dice que han iniciado una investigación sobre ti, con cuenta de gastos ilimitada y con órdenes de buscar y destruir.

Llegué a la parte delantera de la sala del juicio.

– Magnífico.

Le entregué una vieja fotografía de Gil Pérez y ella la miró.

– ¿Qué?

– ¿Todavía tenemos a Farrell Lynch trabajando en informática?

– Sí.

– Pídele que efectúe un envejecimiento progresivo de este tipo. Que le envejezca veintiún años. Dile también que le afeite la cabeza.

Loren Muse iba a seguir hablando, pero algo en mi expresión la detuvo. Se encogió de hombros y se marchó. Entró el juez Pierce. Todos nos levantamos. Y entonces Chamique Johnson subió al estrado.

Flair Hickory se puso de pie y se abrochó cuidadosamente la americana. Fruncí el ceño. La última vez que había visto un traje azul claro de aquel tono fue en una película de un baile de graduación de 1978. Sonrió a Chamique.

– Buenos días, señorita Johnson.

Chamique parecía aterrada.

– Buenas -dijo con un hilo de voz.

Flair se presentó como si ambos acabaran de conocerse en una fiesta. Interrogó a Chamique sobre sus antecedentes. Fue amable pero firme. La habían arrestado por prostitución, ¿correcto? La habían arrestado por temas de drogas, ¿correcto? La habían acusado de robar ochenta y cuatro dólares a un cliente, ¿correcto?

No protesté.

Aquello formaba parte de mi estrategia de sacar a la luz todas las imperfecciones. Yo mismo había planteado muchas de aquellas cuestiones durante mi examen, pero el contrainterrogatorio de Flair era eficaz. No le pidió todavía que explicara su testimonio. Simplemente calentaba ciñéndose a los hechos y a los datos policiales.

Después de veinte minutos, Flair empezó a atacar de verdad.

– Ha fumado usted marihuana, ¿no?

– Sí -dijo Chamique.

– ¿Fumó la noche en que fue presuntamente atacada?

– No.

– ¿No? -Flair se llevó la mano al pecho como si esa respuesta le hubiera impactado profundamente-. Mmm. ¿Ingirió alguna bebida alcohólica?

– ¿In… qué?

– ¿Tomó alguna bebida alcohólica? ¿Una cerveza, o vino, por ejemplo?

– No.

– Nada.

– Nada.

– Mmm. ¿Tal vez tomó una bebida cualquiera? ¿Un refresco, quizás?

Iba a protestar, pero en realidad mi estrategia era permitir que ella se defendiera sola tanto como pudiera.

– Tomé algo de ponche -dijo Chamique.

– Ponche, vaya. ¿Y no tenía alcohol?

– Eso es lo que decían.

– ¿Quién?

– Los chicos.

Ella vaciló.

– Jerry.

– ¿Jerry Flynn?

– Sí.

– ¿Y quién más?

– ¿Eh?

– Ha dicho chicos. Con una «s» al final. Como si fueran más de uno. Jerry Flynn sólo es un chico. A ver, ¿quién más le dijo que el ponche que consumió…? Por cierto, ¿cuántos vasos tomó?

– No lo sé.

– Más de uno.

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