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– No sé qué habrá oído, pero es peor -dijo.

No dije nada, porque no sabía adonde quería ir a parar.

– Tengo un plan de vida -explicó-. La primera parte era venir aquí. A Estados Unidos.

– ¿Y la segunda parte?

– Aquí la gente hace lo que sea para salir adelante. Unos juegan a la lotería. Otros tienen sueños de llegar a ser atletas profesionales, pongamos por caso. Otros se dedican a la delincuencia o se desnudan o venden su cuerpo. Conozco mis puntos fuertes. Soy hermosa. También soy buena persona y he aprendido a ser… -se detuvo y meditó sus siguientes palabras- buena con un hombre. Haré increíblemente feliz a un hombre. Le escucharé. Le apoyaré. Le levantaré el ánimo. Haré que sus noches sean especiales. Me entregaré a él siempre que quiera y de la forma que quiera. Y lo haré con mucho gusto.

«Vaaaale», pensé.

Estábamos en una calle muy ajetreada pero habría jurado que había tanto silencio que se podía oír el canto de un grillo. Tenía la boca muy seca.

– Manolo Santiago -dije, con una voz que me sonaba muy lejana-. ¿Creyó que él podía ser ese hombre?

– Pensé que podría serlo -dijo ella-. Pero no lo era. Usted parece simpático. Como si fuera a tratar bien a una mujer. -Era posible que Raya Singh se hubiera acercado un poco, no estoy seguro. Pero de repente me parecía más cercana-. Veo que está angustiado. Que no duerme bien por las noches. ¿Cómo lo sabe, señor Copeland?

– ¿Cómo sé qué?

– Que no soy ella. Que no soy la que podría hacerle delirantemente feliz. Que no dormiría como un tronco a mi lado.

Uau.

– No lo sé -dije.

Se limitó a mirarme y sentí su mirada en los dedos de los pies. Estaba jugando conmigo y yo lo sabía. Pero aquel planteamiento de poner todas las cartas sobre la mesa… era de lo más sugerente.

O puede que sólo fuera la ceguera provocada por la belleza.

– Debo irme -dije-. Ya tiene mi teléfono.

– ¿Señor Copeland?

Esperé.

– ¿A qué ha venido en realidad?

– ¿Disculpe?

– ¿Qué interés tiene en el asesinato de Manolo?

– Creía que se lo había explicado. Soy el fiscal del condado…

– No ha venido por eso.

Esperé y ella se limitó a mirarme. Por fin le pregunté:

– ¿Por qué lo dice?

Su respuesta me sentó como un gancho de izquierda.

– ¿Le mató usted?

– ¿Qué?

– He dicho…

– La he oído. Por supuesto que no. ¿Por qué me pregunta esto?

Pero Raya Singh hizo un gesto de despedida.

– Adiós, señor Copeland. -Me dedicó otra sonrisa que me hizo sentir como un pez fuera del agua-. Espero que encuentre lo que está buscando.


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