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Capítulo 7

Aquella mañana llegué temprano a mi despacho. En media hora tendría a Chamique Johnson, la víctima, en el estrado. Estaba repasando las notas, pero cuando dieron las nueve ya había terminado. Así que llamé al detective York.

– La señora Pérez mintió -dije.

Escuchó mis explicaciones.

– Mintió -repitió York en cuanto terminé de hablar-. ¿No cree que sea un poco fuerte?

– ¿Cómo lo llamaría usted?

– ¿Que se equivocó?

– ¿Se equivocó confundiendo el brazo en el que su hijo tenía la cicatriz?

– Pues sí, por qué no. Ya sabía que no era él. Es natural.

No me lo tragaba.

– ¿Han descubierto algo nuevo?

– Creemos que Santiago estaba viviendo en Nueva Jersey.

– ¿Tiene su dirección?

– No. Pero tenemos una novia. O creemos que es la novia. Al menos una amiga.

– ¿Cómo la han encontrado?

– Por el móvil vacío. Llamó buscándole.

– ¿Y quién era en realidad? Me refiero a Manolo Santiago.

– No lo sabemos.

– ¿La novia no se lo ha dicho?

– La novia sólo le conocía como Santiago. Ah, una cosa importante.

– ¿Qué?

– Su cadáver fue trasladado. Lo sabíamos desde el principio pero ahora nos lo han confirmado. Nuestro forense dice, basándose en el sangrado o algún detalle por el estilo que ni entiendo ni quiero entender, que Santiago estaba muerto probablemente una hora antes de que lo tiraran allí. Han hallado fibras de alfombra y cosas así. La investigación preliminar dice que probablemente proceden de un coche.

– ¿Así que a Santiago lo asesinaron, lo metieron en un maletero y lo abandonaron en Washington Heights?

– Es nuestra hipótesis de trabajo.

– ¿Tienen la marca del coche?

– Todavía no. Pero el forense dice que es un modelo antiguo. Por ahora sólo sabe eso, pero siguen investigando.

– ¿Cómo de antiguo?

– No lo sé. No es nuevo. Por favor, Copeland, tómeselo con calma.

– Tengo un gran interés personal en este caso.

– Hablando de eso…

– ¿Qué?

– ¿Por qué no nos echa una mano?

– ¿Qué quiere decir?

– Tengo una acumulación de casos que es de locos Ahora tenemos una posible conexión en Nueva Jersey: probablemente Santiago vivía allí. O al menos su novia sí vive allí. Y allí es exclusivamente donde le veía, en Nueva Jersey.

– ¿En mi condado?

– No, creo que en el Hudson. O puede que en Bergen. Mire, no tengo ni idea. Pero está muy cerca. Y permítame que añada algo a todo este batiburrillo.

– Le escucho.

– Su hermana vivía en Nueva Jersey, ¿no?

– Sí.

– No es mi jurisdicción. Probablemente usted podría reclamar el caso, aunque no esté en su condado. Abrir el caso antiguo; no creo que nadie más lo reclame.

Lo pensé un momento. En parte me estaba camelando. Esperaba que yo hiciera parte de su trabajo de campo y después llevarse él la gloria, pero me parecía bien.

– Esa novia -dije- ¿tiene un nombre?

– Raya Singh.

– ¿Y una dirección?

– ¿Va a hablar con ella?

– ¿Le importa?

– Mientras no se cargue mi caso, puede hacer lo que le plazca. Pero ¿puedo darle un consejo de amigo?

– Por supuesto.

– Ese perturbado, el Monitor Degollador. He olvidado su nombre.

– Wayne Steubens -dije.

– Usted le conoció, ¿no?

– ¿Ha leído el expediente del caso? -pregunté.

– Sí. Le investigaron a fondo por culpa de eso, ¿no?

Todavía recuerdo al sheriff Lowell, y su expresión de escepticismo. Comprensible, por supuesto.

– ¿Adonde quiere ir a parar?

– Sólo esto: Steubens sigue intentando anular su condena.

– Nunca le juzgaron por esos cuatro primeros asesinatos -dije-. No los necesitaban, porque ya tenían pruebas más sólidas en los otros casos.

– Lo sé. Aun así estaba relacionado con ellos. Si realmente se trata de Gil Pérez y Steubens se enterara… no sé, podría ayudarle. ¿Entiende a qué me refiero?

Me estaba diciendo que fuera discreto hasta que tuviera algo seguro. Estaba de acuerdo. Lo último que quería era ayudar a Wayne Steubens.

Colgamos. Loren Muse asomó la cabeza en mi despacho.

– ¿Tienes algo nuevo para mí? -pregunté.

– No, lo siento. -Miró su reloj-. ¿A punto para tu gran presentación?

– Totalmente.

– Pues vamos. Empieza el espectáculo.

– El pueblo llama a Chamique Johnson.

Chamique iba vestida de modo conservador pero no de forma exagerada. Se le veía el estilo. También las curvas. Incluso hice que se pusiera tacones. A veces uno intenta obstruir la visión del jurado. Y hay veces, como ésta, en que tu única posibilidad es que vean todo el panorama, verrugas incluidas.

Chamique mantuvo la cabeza alta. Sus ojos iban de derecha a izquierda, no de una forma deshonesta, al estilo Nixon, sino como si estuviera alerta por si le caía algún golpe. Llevaba un poco de exceso de maquillaje. Pero eso tampoco importaba. La hacía parecer una chica haciéndose pasar por una adulta.

Había gente en mi oficina que no estaba de acuerdo con mi estrategia. Pero yo creía que si tienes que hundirte, es mejor hundirte con la verdad. Y eso es lo que estaba dispuesto a hacer.

Chamique dijo su nombre y juró sobre la Biblia antes de sentarse. Le sonreí y la miré a los ojos. Chamique me saludó con una inclinación de cabeza, como dándome el visto bueno para empezar.

– Trabaja usted como stripper, ¿no es cierto?

Que empezara con una pregunta como ésta, sin ningún preliminar, sorprendió al público. Se oyeron algunas exclamaciones. Chamique pestañeó. Tenía una idea aproximada de lo que yo pretendía hacer, pero no había sido muy concreto intencionadamente.

– A tiempo parcial -dijo.

No me gustó esta respuesta. Era demasiado cautelosa.

– Pero se desnuda por dinero, ¿no?

– Sí.

Eso me gustó más. Sin vacilación.

– ¿Se desnuda en clubes o en fiestas privadas?

– En los dos.

– ¿En qué club se desnuda?

– En el Pink Tail. Está en Newark.

– ¿Cuántos años tiene? -pregunté.

– Dieciséis.

– ¿No es necesario tener dieciocho para hacer striptease?

– Sí.

– ¿Cómo lo hace entonces?

Chamique se encogió de hombros.

– Conseguí un carné falso; pone que tengo veintiuno.

– ¿Así que ha vulnerado la ley?

– Supongo que sí.

– ¿Ha vulnerado la ley o no? -pregunté.

Lo dije con una voz un poco dura. Chamique lo entendió. Quería que fuera sincera. Quería que -perdón por la bromita- que se desnudara totalmente. La dureza fue un recordatorio.

– Sí, vulneré la ley.

Miré hacia la mesa de la defensa. Mort Pubin me observaba como si me hubiera vuelto loco. Flair Hickory tenía las palmas de las manos apretadas, y el dedo índice apoyado en los labios. Sus dos clientes, Barry Marantz y Edward Jenrette, llevaban americanas azules y estaban pálidos. No parecían presuntuosos, seguros de sí mismos ni perversos. Parecían contritos y asustados, y muy jóvenes. Un cínico diría que era intencionado, que sus abogados les habían aconsejado cómo sentarse y qué expresiones poner. Pero yo sabía que no. Aun así no permití que eso me afectara.

Sonreí a mi testigo.

– No es la única, Chamique. Encontramos un montón de carnés falsos en la fraternidad de sus violadores, para poder salir y disfrutar de fiestas para adultos. Al menos usted lo hizo para ganarse la vida.

Mort se puso de pie.

– Protesto.

– Aceptada.

Pero ya estaba dicho. Como dice el refrán: «Lo dicho, dicho está».

– Señorita Johnson -continué-, no es usted virgen, ¿verdad?

– No.

– De hecho, tiene un hijo y es soltera.

– Sí.

– ¿Cuántos años tiene su hijo?

– Quince meses.

– Dígame, señorita Johnson: ¿el hecho de no ser virgen y tener un hijo siendo soltera la convierte en un ser humano inferior?

– ¡Protesto!

– Aceptada.

El juez, un tal Arnold Pierce, de cejas pobladas, me miró con mala cara.

– Sólo pongo de relieve lo que es obvio, señoría. Si la señorita Johnson fuera una rubia de clase alta de Short Hills o Livingstone…

– Resérvelo para las conclusiones, señor Copeland.

Lo haría. Y lo había usado para la apertura. Me dirigí a la víctima.

– ¿Le gusta ser stripper, Chamique?

– ¡Protesto! -Mort Pubin estaba de pie otra vez-. Irrelevante. ¿A quién le importa si le gusta ser stripper o no?

El juez Pierce me miró.

– ¿Y bien?

– Hagamos una cosa -dije, mirando a Pubin-. Yo no le preguntaré por el striptease si usted tampoco lo hace.

Pubin se quedó inmóvil. Flair Hickory todavía no había hablado. No le gustaba protestar. En general a los jurados no les gustan las protestas. Creen que estás ocultando algo. Flair quería caer bien. Por eso hacía que Mort se encargara del trabajo sucio. Era la versión abogado de poli bueno, poli malo.

Volví a mirar a Chamique.

– La noche que la violaron no estaba haciendo striptease, ¿verdad?

– ¡Protesto!

– Presunta violación -corregí.

– No -dijo Chamique-. Me invitaron.

– ¿La invitaron a una fiesta en la fraternidad donde viven el señor Marantz y el señor Jenrette?

– Sí.

– ¿La invitaron el señor Marantz o el señor Jenrette?

– No.

– ¿Quién la invitó?

– Otro chico que vivía allí.

– ¿Cómo se llama?

– Jerry Flynn.

– Ya. ¿Cómo conoció al señor Flynn?

– La semana anterior había trabajado en la fraternidad.

– Cuando dice que trabajó en la fraternidad…

– Hice un striptease para ellos -acabó Chamique.

Me gustó. Estábamos cogiendo el ritmo.

– ¿Y el señor Flynn estaba allí?

– Estaban todos.

– Cuando dice «estaban todos»…

Señaló a los dos acusados.

– Ellos también estaban. Y un puñado de chicos más.

– ¿Cuántos calcula usted?

– Veinte, puede que veinticinco.

– De acuerdo, pero ¿fue el señor Flynn quien la invitó a la fiesta una semana después?

– Sí.

– ¿Y usted aceptó la invitación?

Ya tenía los ojos húmedos, pero mantuvo la cabeza alta.

– Sí.

– ¿Por qué decidió ir?

Chamique lo pensó un momento.

– Es como si un multimillonario te invitara a su yate.

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