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Lucy era el pasado. Me había dado un ultimátum a mí mismo y la había apartado de mi vida. Pero el corazón no entiende mucho de ultimátums. A lo largo de los años, he intentado descubrir a qué se dedica Lucy, introduciendo su nombre y otros datos en Google, aunque dudo que nunca tenga valor para ponerme en contacto con ella. Nunca descubrí nada. Me imagino que, después de lo que pasó, se habrá cambiado el apellido por prudencia. Probablemente ahora esté casada, como yo lo estuve. Probablemente sea feliz. Esperaba que lo fuera.

Me sacudí esos pensamientos. Ahora mismo necesitaba pensar en Gil Pérez. Cerré los ojos y volví atrás. Pensé en él en el campamento, cuando montábamos a caballo, cuando le pegaba puñetazos en broma en el brazo, y en cómo él solía decir: «¡Enclenque! Ni me he enterado».

Le veía con el torso delgado, los pantalones cortos demasiado grandes antes de que se pusieran de moda, la sonrisa que necesitaba ortodoncia con urgencia, la…

Abrí los ojos. Algo estaba mal.

Bajé al sótano. Encontré la caja de cartón enseguida. Jane era buena etiquetando las cosas. Vi su pulcra letra en un lado de la caja. Aquello hizo que me detuviera. La letra es algo tan personal. La rocé con los dedos. Toqué su letra y la imaginé con el gran rotulador en la mano, el capuchón en la boca mientras escribía en letras grandes: FOTOGRAFÍAS – COPELAND.

En mi vida había cometido muchos errores. Pero Jane… fue mi único gran acierto. Su bondad me transformó, me hizo mejor y más fuerte en todos los sentidos. La amaba y éramos apasionados, pero más que eso, ella tenía la capacidad de hacerme mejor. Yo era neurótico e inseguro, un niño con beca en una escuela donde había muy pocos, y ella era un ser casi perfecto que vio algo en mí. ¿Cómo? ¿Cómo podía yo ser horrible e inútil si un ser tan magnífico me amaba?

Jane era mi roca. Y un día se puso enferma. Mi roca se desmenuzó. Y yo también.

Encontré las fotografías de aquel verano de hacía tanto tiempo. No había ninguna de Lucy. Había tenido la sensatez de tirarlas todas hacía años. Lucy y yo también teníamos nuestras canciones -Cat Stevens, James Taylor-, temas tan empalagosos como para vomitar. Me cuesta escucharlas. Todavía hoy. Procuro que no se introduzcan en mi iPod. Si las ponen en la radio, cambio de emisora a la velocidad del rayo.

Repasé un montón de fotos de aquel verano. La mayoría eran de mi hermana. Fui mirándolas hasta que encontré una que se tomó tres días antes de su muerte. En la foto salía Doug Billingham, su novio. Un chico rico. Mi madre estaba encantada, evidentemente. El campamento era una rara mezcla de privilegiados y pobres. Dentro del campamento, las clases altas y bajas se mezclaban al nivel más equitativo que es posible imaginar. Así lo quería el hippie que dirigía el campo, el encantador padre hippie de Lucy, Ira.

Margot Green, otra niña rica, estaba entre ellos. Siempre estaba en medio. Era la tía buena del campamento y lo sabía. Era rubia y desarrollada, y lo explotaba a todas horas. Siempre salía con chicos mayores, al menos hasta Gil, y para los meros mortales que la rodeaban, la vida de Margot era como algo salido de la tele, un melodrama que todos observábamos con fascinación. La miré y me imaginé el corte en su garganta. Cerré los ojos un segundo.

Gil Pérez también estaba en la foto. Para eso había bajado al sótano.

Enfoqué la luz de la mesa y miré más de cerca.

Mientras estaba arriba había recordado algo. Yo soy diestro, pero cuando pegaba puñetazos a Gil en el brazo utilizaba la mano izquierda. Lo hacía para evitar tocar su horrible cicatriz. Estaba curada, pero me daba miedo tocarla. Como si pudiera abrirse y empezar a sangrar. Por eso utilizaba la mano izquierda y le pegaba en el brazo derecho. Entorné los ojos y me acerqué más.

Veía el extremo de la cicatriz asomando por debajo de la camiseta.

La habitación empezó a dar vueltas.

La señora Pérez había dicho que la cicatriz de su hijo estaba en el brazo derecho. Pero entonces yo le habría golpeado con la mano derecha, ergo le habría dado en el hombro izquierdo. Pero yo no hacía eso. Yo le pegaba con la mano izquierda… en el hombro derecho.

Ahora tenía la prueba.

La cicatriz de Gil Pérez estaba en el brazo izquierdo.

La señora Pérez había mentido.

Y ahora debía preguntarme por qué.


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