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Capítulo 5

Unas horas después acosté a mi hija.

Nunca he tenido problemas con Cara a la hora de acostarla. Tenemos una rutina estupenda. Le leo un cuento. No lo hago porque todas las revistas de padres lo recomienden. Lo hago porque le encanta. Nunca se queda dormida. Le leo cada noche y lo máximo que he conseguido es que se adormezca un momento. En cambio yo sí me duermo. Algunos de esos libros son espantosos. Me duermo en la cama de ella. Y ella me deja dormir.

No podía estar a la altura de su deseo voraz de libros para leer, así que empecé a comprar audiolibros. Yo le leía y después ella podía escuchar una cara de una cinta, unos cuarenta y cinco minutos, antes de que fuera la hora de cerrar los ojos y dormir. Cara entiende esta norma y le gusta.

Ahora mismo le estoy leyendo a Roald Dahl. Tiene los ojos muy abiertos. El año pasado, cuando la llevé a ver la producción teatral de El rey león , le compré un muñeco Timón excesivamente caro. Lo tiene cogido con su brazo derecho. Timón también es un ávido oyente.

Acabé de leer y besé a Cara en la mejilla. Olía a champú de bebé.

– Buenas noche, papá -dijo.

– Buenas noches, bicho.

Niños. Un momento son como Medea en plena ira, y al siguiente son como ángeles tocados por la gracia de Dios.

Puse en marcha el reproductor y apagué la luz. Bajé a mi despacho y encendí el ordenador. Desde casa puedo acceder a mis archivos del trabajo. Abrí el caso de violación de Charmique Johnson y me puse a repasarlo.

Cal y Jim.

Mi víctima no era de las que despiertan las simpatías del jurado. Charmique tenía dieciséis años y un hijo de padre desconocido. La habían arrestado dos veces por prostituirse, y una por posesión de marihuana. Trabajaba en fiestas como bailarina exótica, y sí, eso es un eufemismo de stripper. La gente se preguntaría qué había ido a hacer a aquella fiesta. Esa clase de cosas no me desaniman. Hacen que me esfuerce más. No porque me preocupe la corrección política, sino porque me importa -me importa mucho- la justicia. De haber sido Charmique una rubia vicepresidenta del consejo de estudiantes del idílico Livingston, y los chicos hubieran sido negros, el caso estaría ganado.

Charmique era una persona, un ser humano. No se merecía lo que Barry Marantz y Edward Jenrette le habían hecho.

Y yo pensaba encerrarlos por ello.

Volví al principio del caso y lo repasé de nuevo. La fraternidad era un lugar lujoso con columnas de mármol, letras griegas, la pintura fresca y alfombras. Revisé las facturas del teléfono. Había muchísimas, porque cada chico tenía su línea privada, por no hablar de móviles, mensajes de texto, correos electrónicos y BlackBerrys. Uno de los investigadores de Muse había rastreado todas las llamadas salientes de aquella noche. Había más de cien, pero no había sacado nada en limpio. El resto de las facturas eran las habituales: electricidad, agua, la cuenta de la tienda de bebidas, servicios de limpieza, televisión por cable, servicios de telefonía, alquiler de vídeos Netflix, entrega de pizzas vía internet…

Un momento.

Pensé en eso. Pensé en la declaración de mi víctima… no necesitaba volver a leerla. Era repugnante, y bastante específica. Los dos chicos habían obligado a Charmique a hacer cosas, la habían puesto en diferentes posiciones, habían hablado todo el rato. Pero algo de aquello, la forma como se movían, la colocaban…

Sonó mi teléfono. Era Loren Muse.

– ¿Buenas noticias? -pregunté.

– Sólo si es cierta la expresión «No tener noticias son buenas noticias».

– No lo es -dije.

– Vaya. ¿Has encontrado algo? -preguntó.

Cal y Jim. ¿Qué se me estaba escapando? Estaba justo allí, aunque fuera de mi alcance. Es esa sensación, cuando tienes algo en la punta de la lengua, como el nombre del perro de una película o el del boxeador que interpretaba Mr. T en Rocky III . Era eso mismo. Fuera de mi alcance.

Cal y Jim.

La respuesta estaba allí, en alguna parte, oculta, en la punta de una lengua mental. Maldita sea, pensaba seguir corriendo hasta que pillara a esa hija de puta y la acorralara contra la pared.

– Todavía no -dije-. Pero sigamos buscando.

A primera hora de la mañana, el detective York estaba sentado frente a los señores Pérez.

– Gracias por venir -dijo.

Hacía veinte años, la señora Pérez trabajaba en la lavandería del campamento, pero desde la tragedia sólo la había vuelto a ver una vez. Hubo una reunión de familiares de las víctimas -los ricos Green, los más ricos Billingham, los pobres Copeland, los más pobres Pérez- en un lujoso bufete de abogados no muy lejos de donde nos encontrábamos ahora. Presentábamos el caso de las cuatro familias contra el propietario del campamento. Aquel día los Pérez apenas hablaron. Se quedaron callados, escuchando, y dejaron que los otros se desahogaran y llevaran la voz cantante. Recuerdo que la señora Pérez tenía el bolso en el regazo y lo estrujaba. Ahora lo tenía sobre la mesa, pero seguía agarrándolo con ambas manos.

Estaban en una sala de interrogatorios. A petición del detective York, yo observaba al otro lado del cristal. No quería que me vieran todavía. Me pareció lógico.

– ¿Por qué estamos aquí? -preguntó el señor Pérez. Era un hombre robusto, y llevaba una camisa demasiado pequeña y abotonada hasta arriba que le oprimía el cuello.

– No es fácil de decir. -El detective York miró hacia el cristal y aunque su mirada no estaba enfocada supe que me miraba a mí-. O sea que tendré que decirlo sin tapujos.

Los ojos del señor Pérez se entrecerraron. La señora Pérez apretó el bolso con más fuerza. Me pregunté tontamente si sería el mismo bolso de hacía quince años. Es increíble las cosas que se piensan en momentos así.

– Ayer se cometió un asesinato en la zona de Washington Heights de Manhattan -dijo York-. Encontramos el cadáver en un callejón cercano a la calle Ciento cincuenta y siete.

Mantuve los ojos fijos en sus caras, pero éstos no mostraban ninguna expresión.

– La víctima es un hombre y parece tener entre treinta y cinco y cuarenta años. Mide metro sesenta y pesa setenta y seis kilos. -La voz del detective York había adquirido una cadencia profesional-. El hombre utilizaba un alias, así que tenemos dificultades para identificarlo.

York calló. Técnica clásica para ver si decían algo. El señor Pérez lo hizo.

– No entiendo qué tiene que ver eso con nosotros.

Los ojos de la señora Pérez se dirigieron hacia su marido, pero el resto del cuerpo no se movió.

– Enseguida se lo explico.

Casi pude ver los engranajes mentales de York poniéndose en marcha, decidiendo cómo enfocarlo, si empezar hablando de los recortes, del anillo, o de qué. Me lo podía imaginar ensayando las palabras en su cabeza y comprobando lo estúpidas que parecían. Recortes, un anillo… eso no demuestra nada de nada. De repente yo mismo tuve dudas. En aquel momento el mundo de los Pérez iba a ser destripado como el de un ternero en el matadero y me alegraba de estar detrás del cristal.

– Trajimos a un testigo para identificar el cuerpo -siguió York-. Ese testigo cree que la víctima podría ser su hijo Gil.

La señora Pérez cerró los ojos. El señor Pérez se puso tenso. Por un momento nadie habló, nadie se movió. Pérez no miró a su esposa. Ella no le miró a él. Se quedaron paralizados, como si las palabras siguieran suspendidas en el ambiente.

– A nuestro hijo lo mataron hace veinte años -dijo por fin el señor Pérez.

York asintió; no sabía qué decir.

– ¿Nos está diciendo que finalmente han hallado su cadáver?

– No, no es eso. Su hijo tenía dieciocho años cuando desapareció, ¿no es así?

– Casi diecinueve -dijo el señor Pérez.

– Este hombre, la víctima, como he dicho antes, probablemente se acercaba a los cuarenta.

El señor Pérez se echó hacia atrás. La madre todavía no se había movido.

York aprovechó para intervenir.

– Nunca hallaron el cuerpo de su hijo, ¿correcto?

– ¿Intenta decirnos que…?

Al señor Pérez le falló la voz y nadie intervino para decir: «Sí, eso es precisamente lo que intentamos decir, que su hijo Gil ha estado vivo todo este tiempo, veinte años, y no se lo dijo ni a ustedes ni a nadie, y ahora que por fin tenían la posibilidad de volver a reunirse con su hijo desaparecido, le han asesinado. La vida es bella, ¿eh?».

– Esto es una locura -dijo el señor Pérez.

– Sé que les parecerá una locura…

– ¿Por qué cree que es nuestro hijo?

– Como he dicho antes, tenemos un testigo.

– ¿Quién?

Era la primera vez que oía hablar a la señora Pérez. Casi me agacho.

York intentó mostrarse tranquilizador.

– Sé que están angustiados…

– ¿Angustiados?

Otra vez el padre.

– ¿Sabe lo que es… se puede imaginar…?

No pudo acabar. Su esposa le puso una mano en el brazo y se sentó un poco más erguida. Se volvió un momento hacia el cristal y tuve la sensación de que podía verme. Después miró a York a los ojos y dijo:

– Doy por supuesto que tienen un cadáver.

– Así es, señora.

– Y por eso nos han hecho venir. Quieren que lo veamos y les digamos si es nuestro hijo.

– Sí.

La señora Pérez se puso de pie. Su esposo la miró; parecía pequeño e indefenso.

– De acuerdo -dijo ella-. ¿Por qué no lo hacemos?

El señor y la señora Pérez bajaron por el pasillo.

Los seguí a una distancia discreta. Dillon iba conmigo. York iba con los padres. La señora Pérez mantuvo la cabeza alta. Seguía agarrando con fuerza el bolso como si temiera que le dieran un tirón. Caminaba un paso por delante de su marido. Es muy sexista pensar que debería ser al revés, que la madre debería hundirse y el padre aguantar el tipo. El señor Pérez había sido el fuerte durante la parte «expositiva». Ahora que la granada había explotado, era la señora Pérez quien tomaba las riendas mientras su marido parecía encogerse un poco más a cada paso.

Con su suelo de linóleo gastado y las paredes de cemento desconchadas, el pasillo no podría haber parecido más institucional ni con un funcionario aburrido apoyado en la pared tomando un café. Yo oía el eco de sus pasos. La señora Pérez llevaba brazaletes pesados. Los oía sonar al ritmo de su balanceo.

Cuando giraron a la derecha hacia la misma ventana por la que yo había mirado el día anterior, Dillon colocó una mano frente a mí, casi de forma protectora, como si yo fuera un niño en el asiento delantero y él tratara de amortiguar el golpe. Nos quedamos unos diez metros atrás, y nos colocamos de forma que no entráramos en su campo visual.

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