Flair Hickory y Mort Pubin obtuvieron un receso de media hora. Cuando el juez se levantó para marcharse, la sala explotó. Yo volví a mi oficina y me negué a hacer comentarios. Muse me siguió. Era pequeñita pero se comportaba como si fuera mi agente del servicio secreto.
Cuando cerramos la puerta del despacho, me ofreció la palma de la mano.
– ¡Choca esos cinco!
Me limité a mirarla y bajó la mano.
– Se ha acabado, Cope.
– Todavía no -dije.
– Dentro de media hora.
Asentí.
– Se habrá acabado, pero ahora mismo tenemos trabajo.
Me acerqué a la mesa de reuniones. El mensaje de Lucy seguía allí. Había logrado poner en práctica la compartimentación cerebral durante mi interrogatorio de Flynn. Había mantenido alejada a Lucy. Pero ahora, por mucho que quisiera dedicar unos minutos a regodearme en el triunfo del momento, el mensaje ya me estaba reclamando.
Muse me vio mirar la nota.
– Una amiga de hace veinte años -dijo Muse-. Es cuando tuvo lugar el incidente en el campamento PACE.
La miré.
– Está relacionado, ¿no?
– No lo sé -dije-. Pero es probable.
– ¿Cómo se apellida?
– Silverstein. Lucy Silverstein.
– Ya -dijo Muse, sentándose con los brazos cruzados-. Es lo que me figuraba.
– ¿Cómo te lo has figurado?
– Vamos, Cope. Ya me conoces.
– ¿Quieres decir que sé que eres más fisgona de lo que te conviene?
– Lo cual forma parte de mi atractivo.
– Ser fisgona y tu gusto para los zapatos, ya. ¿Cuándo me investigaste, si se puede saber?
– En cuanto supe que ibas a ocupar el cargo de fiscal del condado.
No me sorprendió.
– Oh, y también le eché un vistazo al caso antes de decirte que quería ayudar.
Volví a mirar el mensaje.
– Era tu novia -dijo Muse.
– Un romance de verano -dije-. Éramos niños.
– ¿Cuándo fue la última vez que supiste de ella?
– Fue hace mucho tiempo.
Nos quedamos un rato en silencio. Oía el revuelo al otro lado de la puerta. Lo ignoré. Lo mismo que Muse. Ninguno de los dos dijo nada. Nos quedamos mirando el mensaje sobre la mesa.
Finalmente Muse se puso de pie.
– Tengo cosas que hacer.
– Ve -dije.
– ¿Te las arreglarás para volver a la sala sin mí?
– Lo conseguiré -dije.
Cuando Muse llegó a la puerta, se volvió a mirarme.
– ¿La vas a llamar?
– Más tarde.
– ¿Quieres que la investigue? A ver qué encuentro.
Lo pensé.
– Todavía no.
– ¿Por qué no?
– Porque un día fue muy importante para mí, Muse. No me parece bien que fisgues en su vida.
Muse levantó las manos.
– Vale, vale, no te enfades conmigo. No me refería a arrastrarla hasta aquí esposada. Sólo quería efectuar una investigación rutinaria preliminar.
– No lo hagas, ¿vale? Al menos por ahora.
– Entonces me pondré con lo de tu visita a Wayne Steubens en prisión.
– Gracias.
– Lo de Cal y Jim… no dejarás que se eche a perder, ¿verdad?
– Jamás.
Mi única preocupación era que la defensa argumentara que Chamique Johnson también había visto la película y se había inventado su historia basándose en ella, o que se había engañado hasta el punto de creer que era real. Sin embargo, tenía varios factores a mi favor. Uno, era fácil demostrar que la película no se había pasado en la pantalla grande del televisor de la sala común de la fraternidad. Muchos testigos lo corroborarían. Segundo, había demostrado con Jerry Flynn y con las fotografías tomadas por la policía que Marantz y Jenrette no tenían televisor en su habitación, de modo que ella no podía haberla visto allí.
De todos modos era la única dirección que podía imaginar que tomaría la defensa. Un DVD podía verse en un ordenador. No era muy consistente, claro, pero no quería dejar nada librado al azar. Jerry Flynn era lo que yo llamo un testigo «corrida». En una corrida, el toro sale y un puñado de tipos, que no son el matador, le agitan la capa. El toro carga hasta que se agota. Luego los picadores a caballo salen con lanzas largas y se las clavan en una glándula de detrás del músculo del cuello, haciendo brotar la sangre e hinchando el cuello de modo que el toro ya no puede volver bien la cabeza. Entonces salen otros tipos con banderillas, o dagas alegremente decoradas, y las clavan en los costados del toro, cerca del lomo. Más sangre. El toro ya está medio muerto.
Y al final, el matador entra y termina el trabajo con una espada.
Ése era ahora mi trabajo. Había agotado a mi testigo, le había clavado una lanza en el cuello y le había pinchado con dardos de colores vivos. Había llegado el momento de sacar la espada.
Flair Hickory hizo todo lo que estaba en sus manos para impedirlo. Pidió un receso, argumentando que no habíamos presentado antes la película y que no era justo, y que ellos deberían haberla tenido enseguida, bla, bla, bla. Contraargumenté. La película había estado en poder de sus clientes, al fin y al cabo. No habíamos encontrado ninguna copia hasta anoche. El testigo había confirmado que la habían visto en la fraternidad. Si el señor Hickory quería demostrar que sus clientes no la habían visto, podía hacerles subir al estrado.
Flair se demoró discutiendo. Se entretuvo, pidió varios apartes con el juez, que le fueron concedidos, intentó con cierto éxito dar la oportunidad a Jerry Flynn de recuperarse.
Pero no le funcionó.
Lo vi en cuanto Flynn se sentó en la silla. Había sido herido demasiado gravemente por aquellos dardos y aquella lanza. La película había sido el golpe final. Había cerrado los ojos mientras la pasaba, los había cerrado tan fuerte que creo que lo que quería era cerrar los oídos.
Diría que Flynn probablemente no era un mal chico. La verdad era, tal como había testificado, que a él le gustaba Chamique. La había invitado a salir con buena intención. Pero cuando los chicos mayores se enteraron, se burlaron de él y le acosaron hasta que aceptó colaborar en aquel plan enfermizo de «recreación de película». Y Flynn, alumno de primero, no pudo negarse.
– Me odié a mí mismo por hacerlo -dijo-. Pero tiene que entenderlo.
«No, no lo entiendo», quería gritar. Pero no lo hice. Sólo le miré hasta que bajó los ojos. Después miré al jurado con una expresión ligeramente retadora. Pasaron unos segundos. Finalmente me volví a Flair Hickory y dije:
– Su testigo.
Tardé un poco en poder estar solo.
Tras mi ridícula reacción indignada ante Muse, decidí realizar una investigación de aficionado. Busqué los teléfonos de Lucy en Google. Dos no me dieron resultados, pero el tercero, el del trabajo, me mostró que era la línea directa de una profesora de la Universidad de Reston llamada Lucy Gold.
Gold. Silverstein. Ingenioso.
Yo ya sabía que era «mi» Lucy, pero esto me lo confirmaba. La cuestión era qué hacer al respecto. La respuesta era bastante sencilla. Devolverle la llamada. Enterarme de qué quería.
No era de los que creían en coincidencias. No había oído hablar de esa mujer en veinte años. De repente me llama y no deja el apellido. Tenía que estar relacionado con la muerte de Gil Pérez. Tenía que estar relacionado con el incidente del campamento PACE.
Era evidente.
Compartimentar la vida. Debería haber sido fácil dejar atrás a Lucy. Un enamoramiento de verano, por muy intenso que sea, sólo es eso: un capricho. Puede que la amara, probablemente la amaba, pero entonces yo sólo era un chico. El amor de los adolescentes no sobrevive a la sangre y a los cadáveres. Existen puertas y aquélla yo la cerré. Lucy se había esfumado. Tardé mucho tiempo en aceptarlo. Pero al final lo admití y mantuve cerrada esa maldita puerta. Ahora tendría que abrirla.
Muse quería realizar una investigación preliminar. Debería haber dicho que sí. Había dejado que la emoción dictara mi decisión. Debería haber esperado. Ver su nombre había sido un impacto. Debería haber esperado hasta asumir el impacto, hasta ver las cosas con más claridad. Pero no lo había hecho.
Tal vez no debía llamarla todavía.
No, me dije. Ya estaba bien de ganar tiempo.
Cogí el teléfono y marqué el número de su casa. Al cuarto timbre saltó el contestador. Una voz de mujer dijo: «No estoy en casa; deja tu mensaje, por favor».
El pitido fue demasiado rápido y no estaba preparado, así que colgué.
Muy maduro.
La cabeza me daba vueltas. Veinte años. Habían pasado veinte años. Lucy tendría treinta y siete. Me pregunté si todavía sería tan guapa. Cuando pienso en cómo era ella entonces, me parece que tenía la clase de belleza que se mantiene bien en la madurez. Algunas mujeres son así.
«Ponte las pilas, Cope.»
Lo intentaba. Pero oír su voz, que sonaba exactamente igual… era el equivalente auditivo a toparte con tu antiguo compañero de cuarto en la universidad. En diez segundos, el tiempo se funde y es como volver a aquella habitación y nada ha cambiado. Es lo que sentí. Ella parecía la misma y yo volvía a tener dieciocho años.
Respiré hondo varias veces. Llamaron a la puerta.
– Adelante.
Muse asomó la cabeza.
– ¿Ya la has llamado?
– He probado en su casa. No estaba.
– Probablemente ahora no la localizarás -dijo Muse-. Está dando clase.
– ¿Y tú lo sabes porque…?
– Porque soy la investigadora jefe. No tengo que hacer caso de todo lo que me dices.
Se sentó y puso sus pies calzados prácticamente sobre la mesa. Me miró a la cara y no dijo nada. Yo tampoco. Por fin, ella dijo:
– ¿Quieres que me vaya?
– Primero dime lo que has descubierto.
Se esforzó de veras para no sonreír.
– Se cambió el apellido hace diecisiete años. Ahora se llama Lucy Gold.
Asentí.
– Esto debió de ser después del acuerdo.
– ¿Qué acuerdo? Ah, sí, demandasteis al campamento, ¿no?
– Las familias de las víctimas.
– Y el padre de Lucy era el dueño del campamento.
– Sí.
– Mal asunto.
– No lo sé. No estuve muy involucrado.
– Pero vosotros ganasteis.
– Claro. Era un campamento de verano prácticamente sin seguridad. -Me estremecí al decirlo-. Las familias se hicieron con lo más valioso que tenía Silverstein.
– El campamento.
– Sí. Vendimos el terreno a un constructor.
– ¿Todo?
– El bosque estaba afectado. Es una tierra que no puede explotarse y está en manos públicas. No se puede construir.