– ¿El campamento todavía existe?
Negué con la cabeza.
– El constructor derribó las cabañas y construyó una urbanización cerrada.
– ¿Cuánto os llevasteis?
– Después de pagar a los abogados, cada familia se embolsó más de ochocientos mil dólares.
Abrió mucho los ojos.
– Uau.
– Sí. Perder un hijo es un gran negocio.
– No quería decir…
Hice un gesto tranquilizador.
– Ya lo sé. Soy un imbécil.
No me lo discutió.
– Debió de representar un gran cambio -dijo Muse.
No contesté enseguida. El dinero se ingresó en una cuenta conjunta. Mi madre se marchó con cien mil. Dejó el resto para nosotros. Supongo que fue generosa. Mi padre y yo nos fuimos de Newark y compramos una casa decente en Montclair. Yo ya tenía una beca en Rutgers, pero ahora podía aspirar a ir a la Facultad de Derecho de Columbia en Nueva York. Allí conocí a Jane.
– Sí, lo cambió todo -dije.
– ¿Quieres saber más cosas de tu ex amor?
Asentí.
– Fue a UCLA. Se licenció en Psicología. Obtuvo un posgrado de lo mismo en la USC, otro en inglés en Stanford. Todavía no tengo todo su historial laboral, pero ahora está aquí mismo, en la Universidad de Reston. Empezó el año pasado. La…, bueno, la pararon dos veces por conducir ebria cuando vivía en California. Una vez en 2001, otra en 2003. La absolvieron ambas veces. Aparte de eso no tiene antecedentes.
Me quedé pensando: conducir ebria no era propio de Lucy. Su padre, Ira, el director, había sido un porrero empedernido, tanto que ella no sentía el menor interés por nada que significara colocarse. Y ahora tenía dos arrestos por conducir ebria. Era difícil de imaginar. Pero, evidentemente, la chica que yo conocí ni siquiera tenía la edad legal para beber. Era feliz y un poco ingenua y muy recta, y su familia tenía dinero y su padre era un espíritu libre inofensivo.
Todo aquello también murió en el bosque aquella noche.
– Otra cosa -dijo Muse. Se agitó en la silla, buscando un tono casual-. Lucy Silverstein, alias Gold, no está casada. Todavía no he terminado las investigaciones, pero por lo que he visto, nunca se ha casado.
No sabía qué deducir de esto. Estaba claro que no tenía nada que ver con lo que estaba sucediendo, pero me afectó de todos modos. Era una chica tan viva, tan llena de vida y energía, y era tan fácil amarla. ¿Cómo podía haber permanecido soltera todos esos años? Y encima lo de los arrestos por conducir ebria.
– ¿A qué hora termina su clase? -pregunté.
– Dentro de veinte minutos.
– De acuerdo. La llamaré entonces. ¿Algo más?
– Wayne Steubens no acepta visitas, excepto su familia cercana y su abogado. Pero estoy en ello. Dispongo de otros recursos, pero por ahora no tengo nada más.
– No le dediques demasiado tiempo.
– No lo haré.
Miré la hora. Veinte minutos.
– Debería irme -dijo Muse.
– Sí.
Se levantó
– Ah, otra cosa.
– ¿Qué?
– ¿Quieres ver una foto de ella?
Levanté la cabeza.
– La Universidad de Reston tiene páginas de los docentes. Hay fotos de todos los profesores. -Me alargó una hoja de papel-. La dirección está aquí.
No esperó mi respuesta. Dejó la dirección sobre la mesa y me dejó solo.
Tenía veinte minutos. ¿Por qué no?
Rescaté la página de inicio. Utilizo una de Yahoo que te permite elegir al detalle su contenido. Tenía noticias, mis equipos de deporte, mis dos tiras cómicas preferidas -Doonesbury y Fox Trot- y cosas así. Introduje la página web de la Universidad de Reston que me había dado Muse.
Y allí estaba.
No era la mejor fotografía de Lucy. Su sonrisa era tensa, su expresión, triste. Había posado para la foto, pero se notaba que no le apetecía. Los cabellos rubios habían desaparecido. Sé que eso sucede con la edad, pero tenía la sensación de que en este caso era intencionado. El color no le sentaba bien. Era más mayor, claro, pero tal como había previsto, la edad le favorecía. Su cara era más delgada. Los altos pómulos eran más pronunciados.
Y seguía siendo preciosa.
Mirando su rostro, algo largamente dormido se despertó y empezó a estrujarme las entrañas. No me convenía eso en este momento. Ya tenía bastantes complicaciones en mi vida. No me convenía que resucitaran viejos sentimientos. Leí su breve biografía, y no me enteré de nada nuevo. Actualmente los estudiantes puntúan las clases y a los profesores. Esa información puede encontrarse en línea. La busqué. Lucy era muy querida por sus alumnos. Su puntuación era increíble. Leí algunos de los comentarios de los alumnos. Hacían que pareciera que esa clase les había cambiado la vida. Sonreí y sentí una punzada de orgullo.
Pasaron veinte minutos.
Le concedí cinco más, me la imaginé despidiéndose de sus alumnos, hablando con alguno que se había quedado atrás, recogiendo sus papeles y sus cosas en alguna cartera de polipiel hecha polvo.
Levanté el teléfono. Llamé a Jocelyn.
– ¿Sí?
– No me pases llamadas -dije-. No quiero interrupciones.
– De acuerdo.
Apreté una tecla de línea exterior y marqué el número del móvil de Lucy. Al tercer timbre oí su voz diciendo:
– ¿Diga?
El corazón se me subió a la garganta pero logré decir:
– Soy yo, Lucy.
Y entonces, unos segundos después, oí que se echaba a llorar.