– Ira, mírame un momento.
Lucy había esperado a que su padre pareciera bastante lúcido. Se hallaba sentada frente a él en la habitación. Ira había sacado sus antiguos vinilos. Había una cubierta con un James Taylor melenudo en Sweet Baby James y otra de los Beatles cruzando Abbey Road (con un Paul descalzo y por lo tanto «muerto»). Marvin Gaye llevaba un pañuelo en What's Going On y Jim Morrison exudaba sexualidad en la cubierta del álbum original de los Doors.
– ¿Ira?
Éste sonreía mirando una vieja foto de su época del campamento. El Volkswagen Escarabajo amarillo había sido decorado por el grupo de las chicas mayores. Le habían puesto flores y signos de la paz por todas partes. Ira estaba en medio con los brazos cruzados. Las chicas rodeaban el coche. Todas llevaban pantalones cortos y camisetas y lucían sonrisas resplandecientes. Lucy recordaba aquel día. Había sido un buen día, uno de esos que guardas en el cajón y lo sacas cuando te sientes especialmente triste.
– ¿Ira?
Él se volvió a mirarla.
– Estoy escuchando.
Sonaba el clásico himno antiguerra de 1965, el tema de Barry McGuire, «Eve of Destruction». A pesar de lo atormentada que era la canción, a Lucy siempre la consolaba. La canción pinta un panorama del mundo atrozmente sombrío. Canta sobre el mundo explotando, sobre cadáveres en el río Jordán, sobre el miedo a que pulsen el botón nuclear, sobre el odio en la China comunista y en Selma, Alabama (una rima forzada, pero funcionaba), sobre todo de la hipocresía y el odio en el mundo, y en el estribillo pregunta casi burlonamente cómo puede ser tan ingenuo el oyente para no pensar que estamos al borde de la destrucción.
¿Por qué la consolaba, entonces?
Porque era cierto. El mundo era un lugar terrible y aterrador. El planeta estaba entonces al borde del precipicio. Pero había sobrevivido, incluso podría decirse que había prosperado. El mundo también parece bastante horrible hoy. Puedes creer que lo superaremos. El mundo de McGuire era igual de aterrador. Tal vez más. Veinte años atrás estaba la Segunda Guerra Mundial, el nazismo. Eso hacía que los sesenta parecieran Disneylandia. Eso también lo superamos.
Siempre parece que estemos al borde de la destrucción. Y parece que siempre lo superamos.
Puede que todos sobrevivamos a la destrucción que hemos provocado.
Lucy sacudió la cabeza. Qué ingenuidad. Qué propio de Pollyanna. Debería estar escarmentada.
Ira se había arreglado la barba, pero sus cabellos seguían despeinados. El gris estaba adquiriendo un tono casi azulado. Le temblaban las manos y Lucy se preguntó si no serían los primeros síntomas de Parkinson. Sabía que sus últimos años no serían plácidos. Pero la verdad era que los veinte anteriores tampoco habían sido muy buenos.
– ¿Qué pasa, cariño?
Era evidente que estaba preocupado. Ése había sido uno de los mayores atractivos de Ira, que se preocupaba sinceramente por las personas. Sabía escuchar como nadie. Detectaba la aflicción y deseaba encontrar la manera de aliviarla. Todos sentían esa empatia con Ira: todos los campistas, todos los padres, todos los amigos. Pero cuando eras su hija única, la persona que él amaba por encima de todo, era como la manta más cálida en el día más frío.
Había sido un padre verdaderamente magnífico. ¡Cuánto le echaba de menos!
– En el diario de visitas dice que un tal Manolo Santiago te visitó. -Lucy inclinó la cabeza-. ¿Te acuerdas, Ira?
A él se le borró la sonrisa.
– ¿Ira?
– Sí -dijo-. Me acuerdo.
– ¿Qué quería?
– Hablar.
– ¿Hablar de qué?
Ira frunció los labios como si los forzara a mantenerse cerrados.
– ¿Ira?
Él sacudió la cabeza.
– Cuéntamelo, por favor -dijo Lucy. Ira abrió la boca, pero no le salió ninguna palabra. Cuando por fin habló su voz era un susurro.
– Sabes de qué quería hablar.
Lucy miró por encima del hombro. Estaban solos en la habitación. «Eve of Destruction» había terminado. The Mamas and the Papas empezaron a decir que todas las hojas se habían vuelto marrones.
– ¿El campamento? -dijo.
Ira asintió.
– ¿Qué quería saber?
Ira se echó a llorar.
– ¿Ira?
– Yo no quería volver allí -dijo.
– Ya lo sé.
– No dejaba de hacer preguntas.
– ¿Sobre qué, Ira? ¿Qué te preguntó?
Ira se tapó la cara con las manos.
– Por favor…
– ¿Por favor qué?
– No puedo volver más allí. ¿Lo entiendes? No puedo volver allí.
– Ya no puede hacerte daño.
Él siguió tapándose la cara con las manos. Sus hombros se estremecían.
– Esos pobres chicos.
– ¿Ira?
Parecía tan aterrado.
– ¿Papá? -dijo Lucy.
– Les fallé a todos.
– No, no es verdad.
Sus sollozos ya eran incontrolables. Lucy se arrodilló frente a él. Sentía que también ella estaba a punto de llorar.
– Por favor, papá, mírame.
Él no la miró. Rebecca, la enfermera, asomó la cara por la puerta.
– Iré a buscarle algo -dijo.
Lucy levantó una mano.
– No.
Ira soltó otro gemido.
– Creo que necesita algo que le calme.
– Todavía no -dijo Lucy-. Sólo estamos… por favor, déjenos solos.
– Tengo una responsabilidad.
– Está bien. Ésta es una conversación privada. Se ha emocionado, sólo eso.
– Iré a buscar a un médico.
Lucy estaba a punto de decirle que no lo hiciera, pero ya se había ido.
– Ira, por favor, escúchame.
– No…
– ¿Qué le dijiste?
– No podía protegerlos a todos. ¿Lo entiendes?
No lo entendía. Le puso las manos en las mejillas e intentó levantarle la cabeza. Él pegó tal grito que casi la hizo caer de espaldas. Le soltó. Él retrocedió y tiró la silla al suelo. Se acurrucó en un rincón.
– ¡No…!
– Está bien, papá. Está…
– ¡No!
Volvió la enfermera Rebecca con dos mujeres más. Lucy reconoció a una como uno de los médicos. La otra era enfermera, se imaginó Lucy, porque llevaba una aguja hipodérmica.
– No pasa nada, Ira -dijo Rebecca.
Se acercaron a él y Lucy se puso en medio.
– Déjenle -pidió.
La doctora, que se llamaba Julie Contrucci a juzgar por la placa, se aclaró la garganta.
– Está muy agitado.
– Yo también -dijo Lucy.
– ¿Disculpe?
– Dice que está agitado. ¿Y qué? Estar agitado forma parte de la vida. Yo también estoy agitada a veces. Usted también lo está a veces, ¿no? ¿Por qué no puede estarlo él?
– Porque no está bien.
– Está bien. Necesito que esté lúcido unos minutos más.
Ira soltó otro sollozo.
– ¿A esto le llama lúcido?
– Necesito estar un momento con él.
La doctora Contrucci cruzó los brazos sobre el pecho.
– No puede decidirlo usted.
– Soy su hija.
– Su padre está aquí voluntariamente. Puede entrar y salir cuando le plazca. Ningún juez le ha declarado incompetente. Él decide.
Contrucci miró a Ira.
– ¿Quiere un calmante, doctor Silverstein?
Los ojos de Ira iban de un lado a otro como los del animal acorralado en el que se había convertido de repente.
– ¿Señor Silverstein?
Él miró a su hija y se echó a llorar otra vez.
– No dije nada, Lucy. ¿Qué querías que le dijera?
Empezó a sollozar otra vez. La doctora miró a Lucy. Y ella a su padre.
– Está bien, Ira.
– Te quiero, Luce.
– Yo también te quiero.
Las enfermeras entraron en acción. Ira alargó el brazo y sonrió soñadoramente cuando le clavaron la aguja. A Lucy le recordó su infancia. Él fumaba hierba delante de ella sin ningún disimulo. Le recordó inhalando profundamente, con una sonrisa como ésta, y se preguntó para qué lo necesitaba. Recordó que después del campamento había empeorado. Durante la infancia de Lucy las drogas formaban parte de la vida de su padre, eran una parte del «movimiento». Pero ahora se preguntaba si sería como la bebida para ella. ¿Tendrían alguna forma de gen de la adicción? ¿O Ira, como Lucy, utilizaba agentes externos -drogas, alcohol- para huir, para atontarse, para no afrontar la verdad?