Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Controlé la respiración.

– ¿Qué hice para echártelo a perder? -pregunté.

– Ella habría sido mía.

– ¿Quién habría sido tuya?

– Lucy. Lo normal era que aquel verano se enrollara con alguien. De no haber estado tú, yo tenía más de una posibilidad, no sé si me entiendes.

No sabía muy bien qué decir, pero me arriesgué.

– Yo creía que te interesaba Margot Green.

Sonrió.

– Estaba buena, ¿eh?

– Sin duda.

– Era una calientabraguetas. ¿Te acuerdas de aquel día en la cancha de baloncesto?

Me acordé. De golpe. Es curioso cómo funcionan estas cosas. Margot era la tía buena del campamento y lo sabía, vaya si lo sabía. Siempre se ponía esas camisetas provocativas cuyo único propósito eran ser más obscenas que la desnudez. Aquel día, una chica se había hecho daño en la cancha de voleibol. No me acuerdo del nombre de la chica. Creo que resultó que se había roto una pierna, pero no me acuerdo. Lo que sí recordábamos, la imagen que compartía con aquel psicópata, era a Margot Green aterrada corriendo junto a la cancha de baloncesto con aquella camiseta tan provocativa, sacudiendo los pechos, pidiendo ayuda a gritos, y todos nosotros, tal vez treinta o cuarenta chicos que estábamos en la cancha, parados y mirándola con la boca abierta.

Sí, los hombres son unos cerdos. Y los adolescentes también. El mundo es contradictorio. La naturaleza exige que los varones entre los catorce y los diecisiete, por decir algo, sean erecciones hormonales andantes. No se puede evitar. Sin embargo, la sociedad cree que eres demasiado joven para hacer algo y remediarlo, y tienes que sufrir. Y ese sufrimiento se multiplicaba por diez cuando aparecía Margot Green.

Parece que Dios tiene sentido del humor.

– Me acuerdo -dije.

– Menuda calientabraguetas -dijo Wayne-. ¿Sabías que había dejado a Gil?

– ¿Margot?

– Sí. Justo antes del asesinato. -Arqueó una ceja-. Da que pensar, ¿no?

No me moví, le dejé hablar, esperé a que dijera algo más. Lo dijo.

– La conseguí, a Margot, ¿sabes? Pero no era tan buena como Lucy.

Se puso una mano frente a la boca como si hubiera hablado demasiado. Menuda comedia. Me quedé quieto.

– ¿Sabías que Lucy y yo tuvimos un idilio antes de que tú llegaras aquel verano?

– Ya.

– Te estás poniendo verde, Cope. No estarás celoso, ¿no?

– Fue hace veinte años.

– Sí, señor. Y si te soy sincero, sólo conseguí llegar a la segunda base. Seguro que tú llegaste más lejos, Cope. Seguro que tú mojaste, ¿no?

Estaba intentando provocarme, pero yo no pensaba seguirle el juego.

– Un caballero no cuenta sus conquistas -dije.

– Sí, ya. No me interpretes mal, vosotros dos erais la bomba. Hasta un ciego podía verlo. Tú y Lucy teníais algo muy especial, ¿verdad?

Me sonrió y parpadeó rápidamente.

– Lo tuvimos, hace mucho tiempo -dije.

– No lo dices de verdad, ¿no? Nos hacemos mayores, claro, pero en muchos aspectos nos sentimos exactamente como entonces. ¿No lo crees?

– La verdad es que no, Wayne.

– Bueno, la vida sigue, supongo. Nos permiten acceso a internet. Nada de páginas porno ni cosas así, y controlan todas nuestras comunicaciones. Pero te busqué en la red. Sé que eres viudo y tienes una hija de seis años. Pero no encontré su nombre. ¿Qué pasa?

Esta vez no pude evitarlo, el efecto fue visceral. Oír a ese psicópata mencionando a mi hija fue peor que tener su fotografía en mi despacho. Me tragué la rabia y fui al grano.

– ¿Qué pasó en aquel bosque, Wayne?

– Que murieron personas.

– No juegues conmigo.

– Sólo uno de nosotros está jugando, Cope. Si quieres la verdad, empecemos por ti. ¿Por qué has venido hoy? Porque el momento no es una coincidencia. Los dos lo sabemos.

Miré detrás de mí. Sabía que nos vigilaban. Había pedido que no nos escucharan. Hice una seña para que entrara alguien. Un guardia abrió la puerta.

– Diga, señor -dijo el guardia.

– ¿El señor Steubens ha tenido otras visitas en las últimas dos semanas?

– Sí, señor, una.

– ¿Quién?

– Puedo buscarle el nombre, si lo desea.

– Se lo agradeceré.

El guardia se marchó y yo volví a mirar a Wayne, que no parecía preocupado.

– Touché -dijo-. Pero no era necesario. Yo te lo diré. Un tal Curt Smith.

– No conozco a nadie llamado así.

– Ya, pero él sí te conoce. Trabaja para una empresa llamada MVD.

– ¿Un detective privado?

– Sí.

– Y vino porque quería… -ya lo había entendido, los muy hijos de puta- quería descubrir trapos sucios sobre mí.

Wayne Steubens se tocó la nariz y después me señaló con el dedo.

– ¿Qué te ofreció? -pregunté.

– Su jefe había sido federal. Dijo que podía conseguir una mejora en mi estatus.

– ¿Le dijiste algo?

– No. Por dos razones. Una, su oferta era un farol. Un ex federal no puede hacer nada por mí.

– ¿Y dos?

Wayne Steubens se echó hacia delante. Se aseguró de que le mirara a los ojos.

– Quiero que me escuches, Cope. Quiero que me escuches atentamente.

Le sostuve la mirada.

– En mi vida he hecho muchas cosas malas. No entraré en detalles. No hay ninguna necesidad. He cometido errores. Me he pasado los últimos dieciocho años en este agujero pagando por ellos. No es mi lugar. De verdad. No hablaré de Indiana o Virginia ni nada. Esas personas que murieron, yo no las conocía. Eran desconocidos.

Calló, cerró los ojos, se frotó la cara. Tenía una cara ancha. La piel brillante, casi cerosa. Volvió a abrir los ojos y se aseguró de que le estaba mirando. Le miraba. No podría haberme movido ni aunque hubiera querido.

– Pero, y ésta es la segunda razón que me pedías, Cope, no tengo ni idea de lo que sucedió en ese bosque hace veinte años. Porque yo no estaba allí. No sé lo que les pasó a mis amigos, no desconocidos, Cope, amigos: Margot Green o Doug Billingham o Gil Pérez o tu hermana.

Silencio.

– ¿Mataste a esos chicos en Indiana y Virginia? -pregunté.

– ¿Me creerías si dijera que no?

– Había muchas pruebas.

– Sí, las había.

– Pero tú sigues proclamando tu inocencia.

– Sí.

– ¿Eres inocente, Wayne?

– Vayamos paso a paso, ¿vale? Te estoy hablando de aquel verano. Te estoy hablando del campamento. Yo no maté a nadie. No sé qué sucedió en aquel bosque.

No dije nada.

– Ahora eres fiscal, ¿no?

Asentí.

– Hay personas que indagan en tu pasado. Eso lo entiendo. Normalmente no le habría prestado mucha atención. Excepto que ahora tú también estás aquí. Lo que significa que ha sucedido algo. Algo nuevo. Algo que tiene que ver con aquella noche.

– ¿Adónde quieres ir a parar, Wayne?

– Siempre pensaste que yo los maté -dijo-. Pero ahora, por primera vez, ya no estás tan seguro.

No dije nada.

– Algo ha cambiado. Lo veo en tu cara. Por primera vez te preguntas en serio si tuve algo que ver con lo que sucedió aquella noche. Y si has descubierto algo nuevo, tienes la obligación de contármelo.

– No tengo ninguna obligación, Wayne. No te juzgaron por esos asesinatos. Te juzgaron y condenaron por los asesinatos de Indiana y Virginia.

Abrió los brazos.

– Entonces ¿qué hay de malo en contarme lo que has averiguado?

Lo pensé un momento. Tenía parte de razón. Si yo le decía que Gil Pérez seguía vivo, no afectaría para nada a su condena, porque no le habían condenado por matar a Gil. Pero sí proyectaría una larga sombra. Un caso de asesino en serie es un poco como la casa de los cadáveres proverbial y literalmente: si descubres que una víctima no fue asesinada -al menos, no entonces ni por un asesino en serie- esa casa de cadáveres puede sencillamente implosionar.

Elegí la discreción. Hasta que tuviéramos una identificación positiva de Gil Pérez no había ninguna razón para decir nada. Le miré. ¿Estaba loco? Yo creía que sí. Pero ¿cómo podía estar seguro? De todos modos, había descubierto todo lo que podía por ese día. Así que me levanté.

– Adiós, Wayne.

– Adiós, Cope.

Fui hacia la puerta.

– ¿Cope?

Me volví.

– Sabes que yo no les maté, ¿no?

No contesté.

– Y si yo no les maté -siguió-, debes replantearte todo lo que sucedió aquella noche, no sólo a Margot, a Doug, a Gil y a Camille. Sino lo que me sucedió a mí. Y a ti.


54
{"b":"96832","o":1}