EL PRIMER SECRETO
Todavía tenía la fotografía de mi padre en la mano.
Ahora necesitaba dar un rodeo antes de mi visita a Raya Singh. Miré la tarjeta. El Primer Secreto. Inferencia: habría más de uno.
Pero empecemos por éste: mi padre.
Sólo había una persona que podía ayudarme cuando se trataba de mi padre y sus presuntos secretos. Saqué el teléfono y apreté la tecla seis. Casi nunca llamaba a ese número, pero seguía teniéndolo en marcación rápida. Creo que siempre lo tendré.
Él contestó al primer timbre con su voz grave.
– Paul.
Incluso esa sola palabra sonó extranjera.
– Hola, tío Sosh.
Sosh no era mi tío de verdad. Era un amigo íntimo de la familia, de la vieja patria. Hacía tres meses que no le veía, desde el funeral de mi padre, pero en cuanto oí su voz, inmediatamente visualicé su barba. Mi padre decía que el tío Sosh había sido el hombre más poderoso y temido de Pulkovo, la ciudad a las afueras de Leningrado donde los dos habían crecido.
– Hace mucho que no nos vemos -dijo.
– Lo sé. Lo siento mucho.
– Bah -dijo, como si le disgustara mi disculpa-. Sabía que llamarías hoy.
Eso me sorprendió.
– ¿Por qué?
– Porque necesitamos hablar, sobrino.
– ¿De qué?
– De por qué nunca hablo de nada por teléfono.
Puede que el oficio de Sosh no fuera ilegal, pero sí se encontraba en el lado oscuro de la calle.
– Estoy en casa, en la ciudad. -Sosh tenía un ático caro en la calle Treinta y seis de Manhattan-. ¿A qué hora puedes venir?
– En media hora si no hay mucho tráfico -dije.
– Estupendo. Te veo ahora.
– ¿Tío Sosh? -Esperó. Yo miré la fotografía de mi padre en el asiento del pasajero.
– ¿Puedes decirme de qué va?
– Se trata de tu pasado, Pável -dijo con su acento extranjero, llamándome por mí nombre ruso-. Es sobre lo que debería seguir perteneciendo al pasado.
– ¿Qué significa eso?
– Ya hablaremos -dijo otra vez, y me colgó.
No había tráfico, así que el trayecto hasta la casa del tío Sosh me llevó aproximadamente veinticinco minutos. El portero iba ataviado con uno de esos ridículos uniformes con cordones dorados. Su aspecto me hizo pensar en algo que Bréznev se habría puesto en el desfile del Primero de Mayo, lo que es curioso teniendo en cuenta que Sosh vivía allí. El portero me conocía y le habían avisado de mi llegada. Si no avisan al portero con antelación, él no te anuncia. Simplemente no entras.
Alekséi, el viejo amigo de Sosh, me esperaba frente al ascensor. Alekséi Kokorov había trabajado de escolta para Sosh desde que yo podía recordar. Tendría casi setenta años, unos pocos menos que Sosh, y era el hombre más feo que se pueda imaginar. Tenía la nariz bulbosa y rojiza, y la cara llena de venitas rojas, por el exceso de bebida, supongo. El traje no le sentaba bien, pero es que su corpulencia no se adaptaba bien a la alta costura.
Alekséi no pareció alegrarse de verme, pero en general tampoco era la alegría de la huerta. Sostuvo la puerta del ascensor abierta y yo entré sin decir palabra. Me saludó con una breve inclinación de cabeza y dejó que la puerta se cerrara. Me quedé solo.
El ascensor se abrió en el ático.
El tío Sosh estaba a pocos pasos de la puerta. La habitación era enorme. El mobiliario era cubista. La ventana panorámica mostraba una vista increíble, pero las paredes estaban empapeladas con un simulacro de tapiz, en un color que probablemente tenía algún nombre elegante como «Merlot» pero que a mí me parecía sangre.
La cara de Sosh se iluminó cuando me vio. Extendió las manos. Uno de mis recuerdos de infancia más vivos es el tamaño de esas manos. Seguían siendo enormes. Había encanecido con los años, pero incluso ahora, cuando según mis cálculos tendría setenta y pocos años, su tamaño y su poder seguían provocando algo muy cercano al temor.
Me paré al salir del ascensor.
– ¿Qué? -exclamó-. ¿Ya eres demasiado mayor para un abrazo?
Nos acercamos y el abrazo fue, dado sus antecedentes rusos, un auténtico abrazo de oso. Todo en él exudaba fortaleza. Sus antebrazos seguían siendo como gruesos rollos de cuerda. Me apretó y sentí que si apretaba un poco más podría partirme la columna.
Tras unos segundos, Sosh me cogió por los brazos, cerca de los bíceps, y me mantuvo a cierta distancia para echarme una buena mirada.
– Tu padre -dijo, con un acento aún más pronunciado-. Eres igual que tu padre.
Sosh había llegado de la Unión Soviética poco después que nosotros. Trabajaba para Intourist, la agencia de viajes soviética, en su oficina de Manhattan. Su trabajo era ayudar a los turistas norteamericanos que deseaban visitar Moscú y lo que entonces se llamaba Leningrado.
De eso hace mucho tiempo. Desde la caída del gobierno soviético, se había metido en ese negocio turbio que la gente denominaba «importación-exportación». Nunca supe lo que eso representaba exactamente, pero con él se había pagado ese ático.
Sosh me miró un momento más. Llevaba una camisa blanca lo bastante desabrochada como para ver el cuello de pico de la camiseta. Por debajo de ésta sobresalía una mata de pelo gris. Esperé. No tardaría mucho. El tío Sosh no perdía mucho tiempo en conversaciones banales.
Como si me leyera el pensamiento, Sosh me miró a los ojos y dijo:
– He recibido algunas llamadas.
– ¿De quién?
– De viejos amigos.
Esperé.
– De la vieja patria -dijo.
– No estoy seguro de entenderte.
– La gente está haciendo preguntas.
– ¿Sosh?
– ¿Sí?
– Por teléfono te preocupaba que alguien pudiera oírte… ¿Aquí también te preocupa?
– No. Aquí es totalmente seguro. Hacemos un registro semanal.
– Bien, entonces, ¿por qué no dejas de hablar en clave y me dices de qué va todo esto?
Sonrió. Le había gustado.
– Hay personas, norteamericanos. Están en Moscú repartiendo dinero y haciendo preguntas.
Asentí.
– ¿Preguntas sobre qué?
– Sobre tu padre.
– ¿Qué tipo de preguntas?
– ¿Recuerdas los viejos rumores?
– Me tomas el pelo.
No me tomaba el pelo. Y en un sentido más bien raro, era lógico. El Primer Secreto. Debería haberlo adivinado.
Por supuesto que recordaba los rumores. Habían estado a punto de destruir a mi familia.
Mi hermana y yo nacimos en lo que entonces se llamaba la Unión Soviética durante la época denominada Guerra Fría. Mi padre era médico, pero perdió la licencia por acusaciones de incompetencia amañadas porque era judío. Así eran las cosas en aquellos años.
Al mismo tiempo, una sinagoga reformista de Estados Unidos -en Skokie, Illinois, para ser concretos- trabajaba todo lo que podía para ayudar a los judíos soviéticos. A mediados de los setenta, la Judería Soviética era una causa célebre en los templos norteamericanos: hacer salir a los judíos de la Unión Soviética.
Tuvimos suerte y nos sacaron.
Durante mucho tiempo, en nuestro nuevo país nos trataron como héroes. Mi padre hablaba apasionadamente en los servicios del viernes sobre las tribulaciones de los judíos soviéticos. Los niños llevaban chapas de apoyo. Se donaba dinero. Pero al cabo de un año de nuestra llegada, mi padre y el rabino jefe cayeron en desgracia, y de repente corrió el rumor de que mi padre había salido de la Unión Soviética porque era del KGB, que ni siquiera era judío, que todo era un fraude. Las acusaciones eran lastimosas, contradictorias y falsas, y ahora, además, tenían ya veinticinco años de antigüedad.
Sacudí la cabeza.
– ¿Así que intentan demostrar que mi padre era del KGB?
– Sí.
Maldito Jenrette. Por supuesto, ahora yo era una figura pública. Las acusaciones, aunque se demostrara que eran falsas, me perjudicarían. Yo lo sabía muy bien. Hacía veinticinco años, mi familia lo había perdido prácticamente todo debido a esas acusaciones. Nos fuimos de Skokie y nos instalamos en el este, en Newark. Nuestra familia nunca se recuperó del todo.
– Por teléfono has dicho que ya sabías que te llamaría -dije, mirándole.
– De no haber llamado tú, te habría llamado yo.
– ¿Para advertirme?
– Sí.
– Así que tienen alguna prueba -dije.
El hombretón no contestó. Le miré a la cara. Y fue como si todo mi mundo, todo en lo que había creído desde niño, se desmoronara lentamente.
– ¿Era del KGB, Sosh? -pregunté.
– De eso hace mucho tiempo -dijo Sosh.
– ¿Eso significa que sí?
Sosh sonrió lentamente.
– Tú no entiendes cómo era la situación.
– Y yo repito: ¿significa eso que sí?
– No, Pável. Pero tu padre… puede que se supusiera que sí.
– ¿Y eso qué significa?
– ¿Sabes cómo llegué a este país?
– Trabajabas para una agencia de viajes.
– Era la Unión Soviética, Pável. No había agencias. Intourist estaba gestionado por el gobierno. Todo estaba gestionado por el gobierno. ¿Lo comprendes?
– Creo que sí.
– Por eso cuando el gobierno soviético pensaba en enviar a alguien a vivir a Nueva York, ¿crees que mandaba al hombre más competente en organización de vacaciones? ¿O crees que mandaba a alguien que pudiera ayudarles de otras maneras?
Pensé en el tamaño de sus manos. Pensé en su fortaleza.
– ¿Así que tú eras del KGB?
– Era coronel del ejército. No le llamábamos KGB. Pero sí, supongo que podrías llamarme «espía». -Hizo el gesto de poner unas comillas con los dedos-. Frecuentaba a funcionarios norteamericanos e intentaba sobornarlos. La gente cree que nos enterábamos de cosas importantes, de cosas que podían cambiar el equilibrio de poder. Es una estupidez. No nos enterábamos de nada importante. Jamás. ¿Y los espías norteamericanos? Tampoco se enteraban de nada de nosotros. Pasábamos sandeces de un bando al otro. Era un juego muy tonto.
– ¿Y mi padre?
– El gobierno soviético le dejó marchar. Tus amigos judíos creen que hicieron presión para sacarlo. Qué ingenuidad. ¿Un puñado de judíos creía que podía presionar a un gobierno que no se dejaba influir por nadie?
– ¿Así que estás diciendo…?
– Sólo estoy exponiendo la situación. ¿Prometió tu padre que ayudaría al régimen? Por supuesto. Pero lo hizo sólo para poder salir. Es complicado, Pável. No te puedes imaginar lo que fue para él. Tu padre era un buen médico y una gran persona. El gobierno se inventó acusaciones de que había cometido mala praxis médica. Le retiraron la licencia. Entonces tus abuelos… Dios Santo, los maravillosos padres de Natasha… eras demasiado pequeño para acordarte…