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– Cómo me alegro de verte… -dijo Ira, tropezando al acercarse a ella.

Ella avanzó y le abrazó. Su padre olía a viejo y a sudor. El poncho necesitaba pasar por la lavadora.

– ¿Cómo te encuentras, Ira?

– Muy bien. Nunca he estado mejor.

Él abrió un frasco y tomó una vitamina. Ira hacía eso a menudo. A pesar de sus ideas anticapitalistas, su padre había amasado una pequeña fortuna con las vitaminas a principios de los setenta. Lo cobró todo y compró aquella propiedad en la frontera de Pensilvania y Nueva Jersey. Durante un tiempo fundó una comuna. Pero no duró mucho y lo convirtió en un campamento de verano.

– ¿Estás bien? -preguntó ella.

– Mejor que nunca, Luce.

Y se echó a llorar. Lucy se sentó a su lado y le cogió la mano. Él lloró, después se rió, y volvió a llorar. No dejó de repetir cuánto la quería.

– Lo eres todo para mí, Luce -dijo-. Te veo… y veo todo lo que eres. Me entiendes, ¿verdad?

– Yo también te quiero, Ira.

– ¿Lo ves? A eso me refiero. Soy el hombre más rico del mundo.

Y se echó a llorar otra vez.

No podía quedarse mucho rato. Tenía que volver al despacho y ver si Lonnie había descubierto algo. Ira apoyaba la cabeza en su hombro. La caspa y el olor empezaban a afectarla. Cuando apareció una enfermera, Lucy aprovechó la interrupción para separarse de él. Se odió a sí misma por hacerlo.

– Volveré la semana que viene, ¿de acuerdo?

Ira asintió, y sonreía cuando ella se marchó.

En el pasillo la esperaba la enfermera. Lucy había olvidado su nombre.

– ¿Cómo ha estado estos días? -preguntó Lucy.

Normalmente era una pregunta retórica. Esos pacientes estaban todos mal, pero sus familias no querían oírlo. Normalmente la enfermera habría dicho: «Oh, todo va bien».

Pero esta vez dijo:

– Últimamente su padre ha estado más agitado.

– ¿En qué sentido?

– Normalmente Ira es el hombre más amable y tierno del mundo. Pero sus cambios de humor…

– Siempre ha tenido cambios de humor.

– No como éstos.

– ¿Se ha mostrado desagradable?

– No. No es eso…

– ¿Qué, pues?

Se encogió de hombros.

– Ha empezado a hablar mucho del pasado.

– Siempre habla de los sesenta.

– No, no tan pasado.

– ¿Qué, pues?

– Habla de un campamento de verano.

Lucy sintió una opresión en el pecho.

– ¿Qué dice?

– Dice que era dueño de un campamento de verano. Y entonces desvaría. Empieza a hablar de sangre, del bosque y de las tinieblas, cosas así. Después se cierra en banda. Es estremecedor. Antes de la semana pasada, no le había oído decir ni una palabra de un campamento, y mucho menos de que poseyera uno. Aunque por supuesto, la mente de Ira no es muy estable. Puede que se lo esté imaginando todo.

Lo dijo como una pregunta, pero Lucy no contestó. En el extremo del pasillo, otra enfermera gritó:

– Rebecca.

La enfermera, que ahora Lucy sabía que se llamaba Rebecca, dijo:

– Tengo que dejarla.

Cuando Lucy se encontró sola en el pasillo, miró hacia la habitación. Su padre le daba la espalda y miraba la pared. Lucy se preguntó en qué estaría pensando. Qué era lo que no le estaba contando.

Qué sabía en realidad de aquella noche.

Hizo un esfuerzo y fue hacia la salida. Vio a la recepcionista, que le pidió que firmara el libro de visitas. Cada paciente tenía su propia página. La recepcionista buscó la de Ira y empujó el libro hacia Lucy para que firmara. Ella tenía el bolígrafo en la mano y estaba a punto de garabatear distraídamente como había hecho al entrar cuando se detuvo.

Había otro nombre.

La semana pasada, Ira había tenido otra visita. Su primera visita aparte de ella, por supuesto. Frunció el ceño y leyó el nombre. No le sonaba de nada.

¿Quién demonios era Manolo Santiago?


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