Una hora después me encontraba sentado en un avión. Aún no habían cerrado la puerta cuando Muse me llamó.
– ¿Cómo te ha ido con Steubens? -preguntó.
– Te lo contaré más tarde. ¿Qué tal en la sala?
– Mociones y tonterías así, por lo que me han dicho. Han utilizado mucho la frase «bajo consideración». Ser abogado debe de ser mortalmente aburrido. ¿Cómo puede ser que no te estalle el cerebro en días como éste?
– No es fácil. ¿No ha pasado nada, entonces?
– Nada, pero mañana tienes el día libre. El juez quiere ver a todos los abogados en su despacho a primera hora del jueves.
– ¿Por qué?
– Se ha hablado mucho del rollo de «bajo consideración», pero tu ayudante como se llame ha dicho que probablemente no era nada importante. Oye, tengo algo más para ti.
– ¿Qué?
– He pedido a nuestro mejor pirado de la informática que peinara esos diarios que le mandaron a tu amiga Lucy.
– ¿Y?
– Pues que todo concuerda con lo que ya sabías. Al menos al principio.
– ¿A qué te refieres con «al principio»?
– He cogido la información que me ha pasado y he hecho algunas llamadas, investigando un poco. Y he descubierto algo interesante.
– ¿Qué?
– Creo que ya sé quién mandó esos diarios.
– ¿Quién?
– ¿Llevas encima la BlackBerry?
– Sí.
– Es mucha cosa. Acabaremos antes si te mando los detalles por correo electrónico.
– De acuerdo.
– No quiero decir nada más. Preferiría ver si llegas a la misma conclusión que yo.
Mientras pensaba en aquello recordé mi conversación con Geoff Bedford.
– No quieres que distorsione los hechos para que se ajusten a las teorías, ¿verdad?
– ¿Qué?
– No importa, Muse. Mándame el correo.
Cuatro horas después de despedirme de Geoff Bedford, estaba en el despacho adyacente al de Lucy, utilizado habitualmente por un profesor de lengua que se estaba tomando un año sabático. Lucy tenía la llave.
Ella estaba mirando por la ventana cuando su ayudante, un tal Lonnie Berger, entró sin llamar. Era curioso que Lonnie me recordara en cierto modo al padre de Lucy, Ira. Tenía ese aire de Peter Pan, de aspirante a marginado. No pretendo cargarme a los hippies, los izquierdistas o lo que se les quiera llamar. Les necesitamos. Creo firmemente que se les necesita en ambos extremos políticos, incluso (o tal vez más) aquellos con los que no puedes estar de acuerdo o a los que quieres odiar. Todo sería muy aburrido sin ellos. Los argumentos no serían tan elaborados. Pensémoslo racionalmente: no se puede tener izquierda sin derecha. Y no se puede tener centro sin los dos anteriores.
– ¿Qué pasa, Luce? Tengo una cita con una camarera cañón… -Lonnie me vio y se interrumpió-. ¿Quién es?
Lucy seguía mirando por la ventana.
– ¿Y por qué estamos en el despacho del profesor Mitnick?
– Soy Paul Copeland -dije.
Le ofrecí la mano y la estrechó.
– Uau -dijo Lonnie-. Usted es el chico del relato, ¿no? El señor P o lo que sea. Bueno, leí sobre el caso en internet y…
– Sí, Lucy me informó de sus investigaciones aficionadas. Como sabrá, tengo a investigadores bastante buenos, investigadores profesionales, de hecho, que trabajan para mí.
Me soltó la mano.
– ¿Hay algo que quiera contarnos? -pregunté.
– ¿A qué se refiere?
– Tenía razón, por cierto. El correo procedía de los ordenadores de la Biblioteca Frost y se mandó a las seis cuarenta y dos de la tarde. Pero Sylvia Potter no estaba allí entre las seis y las siete de la tarde.
Empezó a retroceder.
– Tú sí, Lonnie.
Sonrió a su modo torcido y sacudió la cabeza. Estaba ganando tiempo.
– Está diciendo tonterías. A ver, espere… -Dejó de sonreír para fingir sorpresa e indignación-. Vamos, Luce, tú no puedes creer que…
Por fin Lucy se volvió a mirarlo, pero no dijo nada.
Lonnie me señaló.
– No creerás a este tío, ¿no? Es…
– ¿Qué soy?
No respondió. Lucy se limitó a mirarlo. No dijo una palabra, sólo le miró fijamente hasta que él empezó a aflojar. Al final Lonnie se dejó caer en una silla.
– Maldita sea -dijo.
Esperamos. Él bajó la cabeza.
– No lo entiendes.
– Cuéntanoslo -dije.
Él miró a Lucy.
– ¿Confías en este hombre?
– Mucho más de lo que confío en ti -dijo ella.
– Yo que tú no lo haría. Es un mal tipo, Luce.
– Gracias por la calurosa recomendación -dije-. Veamos, ¿por qué le mandó esos diarios a Lucy?
Lonnie jugueteó con el pendiente.
– No tengo por qué decirle nada.
– Por supuesto que sí -dije-. Soy el fiscal del condado.
– ¿Y?
– Lonnie, puedo hacer que le arresten por acoso.
– No es verdad. Para empezar no puede demostrar que yo haya mandado nada.
– Por supuesto que puedo. Cree que entiende de informática y supongo que es cierto, a un nivel suficiente para impresionar a las alumnas. Pero los expertos de mi oficina, bueno, ellos son lo que se denominaría profesionales preparados. Sabemos que usted los mandó. Tenemos las pruebas.
Lo pensó un momento, intentando decidir si debía continuar negándolo o probar otra estrategia. Decidió probar.
– ¿Y qué? Aunque los hubiera mandado, ¿por qué iba a constituir acoso? ¿Desde cuándo es ilegal mandar un relato de ficción a un profesor de universidad?
Tenía razón.
– Puedo hacer que te despidan -dijo Lucy.
– Puede que sí, puede que no. Pero para que conste, Luce, tú tendrías más que explicar que yo. Eres tú la que mientes sobre tus orígenes. Eres tú la que se cambió el apellido para esconder tu pasado.
A Lonnie le gustó su argumento. Se sentó y cruzó los brazos con expresión satisfecha. Me moría de ganas de pegarle un puñetazo en la cara. Lucy no dejaba de mirarle. Él no era capaz de sostenerle la mirada. Me aparté un poco para dejarle espacio.
– Creía que éramos amigos -dijo.
– Y lo somos.
– ¿Y entonces?
Él meneó la cabeza.
– No lo entiendes.
– Pues explícamelo.
Lonnie volvió a juguetear con el pendiente.
– Delante de él no.
– Sí, Lonnie, delante de él.
Di una palmadita a Lonnie en el hombro.
– Ahora soy su mejor amigo. ¿Sabe por qué?
– No.
– Porque soy un agente del orden poderoso y furioso. Y me imagino que si mis investigadores sacuden un poco su vida, algo caerá.
– Ni hablar.
– ¿Ni hablar? -repetí-. ¿Quiere ejemplos?
No dijo nada.
Levanté la BlackBerry.
– Aquí tengo sus antecedentes. ¿Quiere que los enumere?
Eso acabó con la sonrisa autosuficiente.
– Los tengo todos, Lonnie. Incluso los confidenciales. A eso es a lo que me refiero cuando digo que soy un poli poderoso y furioso. Tengo mil formas de joderlo. Así que déjese de imbecilidades y dígame por qué mandó esos diarios.
Miré a Lucy a los ojos. Ella me respondió con un leve asentimiento. Puede que lo entendiera. Habíamos comentado la estrategia antes de que llegara Lonnie. Si estaba solo con ella, Lonnie recurriría a ser el de siempre: mentiría y contaría historias y esquivaría y se escurriría e intentaría explotar su intimidad contra ella. Conocía la estrategia. Se pondría la fachada de tipo enrollado, intentaría utilizar su encanto de chico malo, pero si se le presionaba un poco, los tipos como Lonnie siempre acababan desmoronándose. Más aún, el miedo produce una respuesta más rápida y más sincera en alguien como Lonnie que hurgar en su supuesta simpatía.
Miró a Lucy.
– No tuve alternativa -dijo.
Empezaba a poner excusas. Bien.
– La verdad es que lo hice por ti, Luce. Para protegerte. Y para protegerme a mí también, claro. Mira, no incluí esos antecedentes en mi solicitud. Si la universidad lo descubriera, me echarían. Sin más. Eso es lo que me dijo.
– ¿Quién te lo dijo? -pregunté.
– No conozco los nombres.
– Lonnie…
– Lo digo en serio. No me lo dijeron.
– ¿Y qué te dijeron?
– Me prometieron que esto no perjudicaría a Lucy. Que ella no les interesaba. También me dijeron que lo que hacía sería beneficioso para ella, que… -Lonnie se dio la vuelta teatralmente hacia mí- iban detrás de un asesino.
Me miró con toda la energía que pudo, que no fue mucha. Esperé a ver si gritaba ¡J'accuse…! Como no lo hizo, dije:
– Para que lo sepa, por dentro estoy temblando.
– Creen que es posible que usted tuviera algo que ver con esos asesinatos.
– Maravilloso, gracias. ¿Y qué pasó después, Lonnie? Le dijeron que mandara esos diarios, ¿no?
– Sí.
– ¿Quién los escribió?
– No lo sé. Supongo que ellos.
– No deja de decir ellos. ¿Cuántos eran?
– Dos.
– ¿Y cómo se llamaban, Lonnie?
– No lo sé. Mire, eran investigadores privados, ¿vale? Es lo que sé. Dijeron que les había contratado una de las familias de las víctimas.
Una de las familias de las víctimas. Una mentira. Una mentira descarada. Eran de MVD, la empresa de investigación privada de Newark. De repente todo cobraba mucho sentido. Todo.
– ¿Mencionaron el nombre de su cliente?
– No. Me dijeron que era confidencial.
– Ya me imagino. ¿Qué más le dijeron?
– Me dijeron que su empresa estaba investigando esos antiguos asesinatos. Que no creían en la investigación oficial que los atribuía al Monitor Degollador.
Miré a Lucy. Le había contado mi visita a Wayne Steubens y Geoff Bedford. Habíamos hablado de aquella noche, de nuestro propio papel, de los errores que cometimos, de la antigua certeza de que los cuatro estaban muertos y de que Wayne Steubens los había matado.
Ya no sabíamos qué pensar.
– ¿Algo más?
– Es todo.
– Oh, venga ya, Lonnie.
– Es todo lo que sé, lo juro.
– No, no lo creo. A ver, esos tipos le mandaron los diarios a Lucy para ver cómo reaccionaba, ¿no?
No dijo nada.
– Tenía que observarla. Tenía que contarles qué había dicho y qué había hecho ella. Por eso el otro día le dijo que había descubierto lo de su pasado en internet. Esperaba que le hiciera confidencias. Formaba parte de su misión, ¿no? Tenía que explotar su confianza y fingir que estaba a su lado.
– No es así.
– Por supuesto que sí. ¿Le ofrecieron una bonificación si conseguía sacarle algo?