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Capítulo 25

Por fin Greta me devolvió la llamada.

Todavía estaba en el coche, volviendo a casa, y me hice un lío buscando el maldito «manos libres» para que no pillaran al fiscal del condado de Essex saltándose la ley.

– ¿Dónde estás? -preguntó Greta.

Noté que había llorado.

– Voy camino de casa.

– ¿Te parece bien que pase a verte?

– Por supuesto. Antes te he llamado…

– Estaba en el juzgado.

– ¿Bob ha pagado la fianza?

– Sí. Está arriba acostando a Madison.

– ¿Te ha dicho…?

– ¿A qué hora estarás en casa?

– Dentro de quince minutos, veinte como máximo.

– Quedamos dentro de una hora, ¿de acuerdo?

Greta colgó antes de que pudiera contestarle.

Cara todavía estaba levantada cuando llegué a casa. Me alegré de verla. La acosté y jugamos a su juego favorito, llamado «Fantasma». Fantasma es una mezcla del escondite y el pilla pilla. Una persona se esconde. Cuando la encuentran, intenta atrapar al descubridor antes de que éste llegue a la base. Lo que hacía aún más tonta nuestra versión del juego era que lo jugábamos en su cama. Esto limitaba de forma importante los escondites y las posibilidades de alcanzar la base. Cara se tapaba con las mantas y yo fingía que no lograba encontrarla. Después ella cerraba los ojos y yo escondía la cabeza bajo la almohada.

Ella era tan buena fingiendo como yo. A veces me escondía colocando la cara justo frente a la de ella, de modo que me viera en cuanto abriera los ojos. Nos reíamos los dos, como niños, claro. Era un juego tonto, y Cara pronto sería demasiado mayor para jugar a eso y no me apetecía nada.

Cuando llegó Greta y abrió la puerta con la llave que le había dado hacía años, yo estaba tan perdido en el mundo de mi hija que casi me había olvidado de todo: jóvenes violadores, chicas que desaparecían en el bosque, asesinos en serie que degollaban, cuñados que traicionaban tu confianza, padres de luto que amenazaban a niñas pequeñas. Pero el sonido de la puerta me devolvió a la realidad.

– Tengo que irme -dije a Cara.

– Una vez más -suplicó.

– Ha venido tu tía Greta. Necesito hablar con ella, ¿entendido?

– ¿Una más? Por favor.

Los niños siempre piden una vez más. Y, si te rindes, volverán a pedirlo y a pedirlo. Una vez te rindes, no cesarán nunca. Siempre pedirán una vez más. Así que dije:

– Vale, una vez más.

Cara sonrió y se escondió y yo la encontré y ella me persiguió y después dije que tenía que irme y ella suplicó que jugáramos una vez más, pero yo soy una persona coherente, así que la besé en la mejilla y la dejé suplicando y casi llorando.

Greta esperaba al pie de la escalera. No estaba pálida. Tenía los ojos secos. Su boca era una línea fina que acentuaba sus ya demasiado prominentes mejillas.

– ¿Bob no ha venido? -pregunté.

– Está con Madison. Y está esperando al abogado.

– ¿A quién ha contratado?

– A Hester Crimstein.

La conocía, y era muy buena.

Bajé la escalera. Normalmente la besaba en la mejilla, pero ese día no lo hice. No estaba seguro de qué debía hacer exactamente. Tampoco sabía qué decir. Greta fue hacia el estudio. La seguí. Nos sentamos en el sofá y le cogí las manos. La miré a la cara, a esa cara vulgar y, como siempre, vi a un ángel. Adoraba a Greta. En serio. Se me rompía el corazón por ella.

– ¿Qué está pasando? -pregunté.

– Tienes que ayudar a Bob -dijo. Y después añadió-: Tienes que ayudarnos.

– Haré todo lo que pueda. Ya lo sabes.

Tenía las manos heladas. Bajó la cabeza y después me miró a los ojos.

– Tienes que decir que nos prestaste el dinero -dijo Greta en un tono monótono-. Que tú lo sabías. Y que estábamos de acuerdo en devolvértelo con intereses.

Me quedé clavado.

– ¿Paul?

– ¿Quieres que mienta?

– Acabas de decir que harías todo lo que pudieras.

– Me estás diciendo… -Tuve que callarme-. ¿Me estás diciendo que Bob cogió el dinero, Greta? ¿Que robó dinero de la asociación?

Su voz fue firme.

– Tomó el dinero prestado, Paul.

– Estás bromeando, supongo.

Greta apartó sus manos de las mías.

– Tú no lo entiendes.

– Explícamelo.

– Irá a la cárcel -dijo-. Mi marido. El padre de Madison. Bob irá a la cárcel. ¿Lo entiendes? Nos destrozará la vida.

– Bob debería haberlo pensado antes de robar dinero de una asociación benéfica.

– No lo robó. Sólo lo tomó prestado. Lo ha pasado mal en el trabajo. ¿Sabías que había perdido sus dos cuentas más importantes?

– No. ¿Por qué no me lo dijo?

– ¿Qué querías que te dijera?

– ¿Y la solución era robar?

– No… -Se calló a media frase y meneó la cabeza-. No es tan sencillo. Habíamos firmado los papeles y nos habíamos comprometido con la piscina. Cometimos un error. Nos extralimitamos.

– ¿Y el dinero de tu familia?

– Tras la muerte de Jane, mis padres creyeron que lo mejor era ponerlo todo en un fondo. No puedo tocarlo.

Sacudí la cabeza.

– ¿Así que robó?

– ¿Quieres dejar de decir eso? Mira. -Me dio unas fotocopias-. Bob tenía apuntado hasta el último centavo que cogió. Estaba aplicando un seis por ciento de interés. Lo pensaba pagar todo cuando las cosas le fueran mejor. Sólo era una manera de salir del apuro.

Eché un vistazo a los papeles, intenté encontrar algo que pudiera ayudarles, demostrarme que realmente Bob no había hecho lo que decían que había hecho. Pero no había nada. Eran notas escritas a mano que podían haberse escrito en cualquier momento. Se me encogió el corazón.

– ¿Tú lo sabías? -pregunté.

– Eso no importa.

– Una mierda no importa. ¿Lo sabías?

– No -dijo-. No me dijo de dónde había salido el dinero. Pero escucha, ¿sabes cuántas horas ha dedicado Bob a JaneCare? Era el director. Un cargo que debería merecer un sueldo a tiempo completo. De seis cifras al menos.

– Por favor, no me digas que vas a justificarlo así.

– Lo justificaré de todas las formas que pueda. Amo a mi marido. Tú le conoces. Bob es un buen hombre. Tomó prestado el dinero y lo habría devuelto sin que nadie se enterara. Estas cosas se hacen continuamente. Tú lo sabes. Pero por culpa de quien eres y de esa maldita violación, la policía ha investigado esto. Y por culpa de quien eres, lo utilizarán para dar ejemplo. Destruirán al hombre que amo. Y si le destruyen, me destruirán a mí y a mi familia. ¿Lo entiendes, Paul?

Lo entendía. Lo había visto antes. Ella tenía razón. La familia pasaría un auténtico calvario. Intenté sobreponerme a mi ira. Intenté verlo desde el punto de vista de Greta, intenté aceptar sus excusas.

– No sé qué quieres que haga -dije.

– Estamos hablando de mi vida.

Me estremecí cuando dijo esto.

– Sálvanos, por favor.

– ¿Mintiendo?

– Fue un préstamo. Simplemente no tuvo tiempo de decírtelo.

Cerré los ojos y sacudí la cabeza.

– Robó a una asociación benéfica. Robó a la asociación benéfica de tu hermana.

– De mi hermana no -dijo-. Tuya.

Lo dejé pasar.

– Ojalá pudiera ayudarte, Greta.

– ¿Vas a darnos la espalda?

– No os doy la espalda. Pero no puedo mentir por vosotros.

Se limitó a mirarme, y ya no era un ángel.

– Yo lo haría por ti y lo sabes.

No dije nada.

– Has fallado a todas las personas de tu vida -dijo Greta-. No vigilaste a tu hermana en el campamento. Y al final, cuando mi hermana estaba sufriendo más… -Se calló.

La temperatura de la sala bajó diez grados. La serpiente dormida en mi estómago se despertó y empezó a arrastrarse.

La miré a los ojos.

– Dilo. Venga, dilo.

– JaneCare no tuvo nada que ver con Jane. Tuvo que ver contigo. Con tu sentimiento de culpa. Mi hermana se moría. Sufría. Yo estaba allí, en su lecho de muerte. Y tú no.

El sufrimiento interminable. Los días se convirtieron en semanas, las semanas en meses. Yo estaba allí, lo observaba todo. Al menos casi todo. Observaba marchitarse a la mujer que adoraba, mi pilar de fortaleza. Observaba cómo la luz se fundía en sus ojos. Olía la muerte en ella, en la mujer que olía a lilas cuando le hice el amor al aire libre una tarde lluviosa. Y hacia el final, no pude soportarlo más. No pude observar cómo se apagaba la última luz. Me desmoroné. El peor momento de mi vida. Me desmoroné y huí y mi Jane murió sin mí. Greta tenía razón. Había fallado no quedándome de guardia. Otra vez. Nunca lo superaré, y es verdad que fue la culpa lo que me impulsó a fundar JaneCare.

Greta sabía lo que había hecho, evidentemente. Tal como había dicho, ella era la única que estaba allí al final. Pero nunca habíamos hablado de eso. Ni una sola vez me había echado en cara mi mayor vergüenza. Siempre había querido saber si Jane había preguntado por mí al final. Si supo que no estaba allí. Pero nunca lo pregunté. Pensé en preguntarlo entonces, pero ¿de qué serviría? ¿Qué respuesta me satisfaría? ¿Qué respuesta me merecía?

Greta se puso de pie.

– ¿No nos ayudarás?

– Os ayudaré, pero no mentiré.

– Si pudieras salvar a Jane, ¿mentirías?

No dije nada.

– Si mentir hubiera salvado la vida a Jane, si mentir te devolviera a tu mujer, ¿lo harías?

– Ésa es una hipótesis sin sentido.

– No es verdad. Porque es mi vida la que está en juego. No mentirás para salvarla. Esto es muy típico de ti, Cope. Estás dispuesto a hacer lo que sea por los muertos. Pero con los vivos no eres tan bueno.


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