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Capítulo 36

– Lo que tenemos aquí es un problema.

El sheriff Lowell se sonó la nariz con un pañuelo que parecía grande incluso para ser un accesorio de payaso. Su comisaría era más moderna de lo que Muse esperaba, pero en esto sus expectativas tampoco eran muy altas. El edificio era nuevo, el diseño pulcro y limpio, con pantallas de ordenador y cubículos. Mucho blanco y gris.

– Lo que tiene aquí es un cadáver -replicó Muse.

– No me refería a eso -El hombre hizo un gesto hacia la taza que ella tenía en la mano-. ¿Qué tal el café?

– Increíble, francamente.

– Antes era un asco. Unos lo hacían demasiado fuerte y otros demasiado flojo. Se quemaba en la cafetera. Pero el año pasado uno de los estupendos ciudadanos de este municipio donó una de esas cafeteras eléctricas a la estación. ¿Las ha probado alguna vez?

– ¿Sheriff?

– Sí.

– ¿Es esto un intento de ganarse mi confianza con sus encantos naturales y sencillos?

Sonrió.

– Un poco.

– Considéreme ganada. ¿Qué problema tenemos?

– Acabamos de encontrar un cadáver que ha estado en el bosque, según los primeros cálculos, mucho tiempo. Sabemos tres cosas: mujer, caucásica, metro setenta. Por ahora sólo sabemos esto. Ya he investigado los archivos. No hay chicas desaparecidas en un radio de ochenta kilómetros que se ajusten a esa descripción.

– Ambos sabemos quién es -dijo Muse.

– No, todavía no lo sabemos.

– ¿Cree que otra chica de metro setenta fue asesinada en ese campamento en aquella época, y que la enterraron cerca de los otros dos cadáveres?

– No he dicho esto.

– ¿Pues qué ha dicho?

– Que no tenemos una identificación positiva. La doctora O'Neill está trabajando en ello. Hemos pedido los historiales dentales de Camille Copeland. Lo sabremos seguro en uno o dos días. No hay prisa. Tenemos otros casos.

– ¿No hay prisa?

– Eso es lo que he dicho.

– Pues no le sigo.

– Mire, en este punto es cuando debo preguntarme, investigadora Muse, ¿qué es usted ante todo? ¿Una agente del orden o una amiga de los políticos?

– ¿A qué coño viene esto?

– Es la investigadora jefe del condado -dijo Lowell-. Me gustaría creer que una persona, sobre todo una mujer de su edad, ha llegado hasta ahí gracias a su talento y su capacidad. Pero también vivo en el mundo real. Entiendo lo que es la corrupción, el favoritismo y el peloteo. Por eso le pregunto…

– Me lo he ganado.

– Estoy seguro de que sí.

Muse sacudió la cabeza.

– No puedo creer que tenga que justificarme con usted.

– Pero, querida mía, tiene que hacerlo. Porque ahora mismo, si este caso fuera suyo y yo me metiera y usted supiera que al volver a casa iría directamente a hablar con mi jefe, alguien que, dicho finamente, está implicado, ¿qué haría?

– ¿Cree que escondería su participación bajo la alfombra?

Lowell se encogió de hombros.

– Repito: si yo fuera aquí, pongamos, el ayudante, y mi cargo dependiera del sheriff que estuvo involucrado en su asesinato, ¿qué pensaría?

Muse se recostó en el asiento.

– Tiene razón -dijo-. ¿Qué puedo hacer para tranquilizarle?

– Puede darme tiempo suficiente para identificar el cadáver.

– ¿No quiere que Copeland se entere de lo que hemos encontrado?

– Ha esperado veinte años. ¿Qué más da un par de días?

Muse entendía adonde quería ir a parar el sheriff.

– Quiero que la investigación se realice correctamente -dijo-, pero no me gusta nada mentir a un hombre que me gusta y en quien confío.

– La vida es dura, investigadora Muse.

Ella frunció el ceño.

– Quiero algo más -siguió Lowell-. Necesito que me diga por qué el tal Barrett estaba aquí con ese juguetito buscando cadáveres desaparecidos hace mucho tiempo.

– Ya se lo he dicho. Quería probar la máquina.

– Usted trabaja en Newark, Nueva Jersey. ¿Me está diciendo que no hay otros sitios en aquella zona a los que podría haberle mandado?

Tenía razón, por supuesto. Era hora de decir la verdad.

– Un hombre fue asesinado en Nueva York- dijo Muse-. Mi jefe cree que era Gil Pérez.

La cara de póquer de Lowell se desvaneció.

– Repita eso.

Estaba a punto de explicarse cuando Tara O'Neill entró corriendo. Lowell parecía enfadado por la interrupción, pero mantuvo un tono neutro.

– ¿Qué pasa, Tara?

– He encontrado algo en el cadáver -dijo-. Creo que es importante.

Después de que Cope bajara del coche, Lucy se quedó cinco minutos largos sentada con un rastro de sonrisa en los labios. Todavía estaba disfrutando del beso. Nunca había experimentado algo así, la forma como sus manos grandes le habían cogido la cara, la forma como la había… fue como si su corazón hubiera empezado no sólo a latir de nuevo, sino que además hubiera despegado.

Era maravilloso. Era aterrador.

Buscó en la colección de CD de Cope, encontró uno de Ben Folds y puso la canción «Brick». Nunca había tenido muy claro de qué trataba la canción -sobredosis, aborto, crisis mental- pero al final, la mujer es fría y lo está ahogando.

La música triste era mejor que beber, pensó Lucy. Pero no mucho más.

Al poner en marcha el motor, vio un coche verde, un Ford con matrícula de Nueva York, que se detenía frente al edificio. El coche se estacionó en la plaza que decía NO APARCAR. Bajaron dos hombres, uno alto y otro que parecía un cuadrado, y entraron en la casa. Lucy no sabía qué pensar. Probablemente no sería nada.

Llevaba las llaves del Escarabajo de Ira en el bolso. Hurgó en él y las encontró. Se metió un chicle en la boca. Si Cope volvía a besarla, seguro que no la pillaría con mal aliento.

Se preguntaba qué iba a decirle Ira a Cope. Se preguntaba qué podía recordar Ira. Padre e hija nunca habían hablado de aquella noche. Ni una sola vez. Deberían haberlo hecho. Podría haberlo cambiado todo. O podría no haber cambiado nada. Los muertos seguirían estando muertos, los vivos estando vivos. No era un pensamiento especialmente profundo, pero ahí estaba.

Bajó del coche y fue hacia el viejo Volkswagen. Tenía la llave en la mano y la dirigió hacia el coche. Es curioso a lo que te acostumbras. Hoy día los coches ya no se abren con llave. Todos tienen mando a distancia. El Escarabajo no, claro. Metió la llave en la cerradura del lado del conductor y la giró. Estaba oxidada y tuvo que hacer fuerza para que girara, pero se abrió.

Pensó en cómo había vivido su vida, en los errores que había cometido. Había hablado con Cope sobre ese sentimiento de sentirse empujada aquella noche, de rodar colina abajo y no saber cómo parar. Era cierto. Él había intentado localizarla, pero ella había permanecido escondida. Tal vez debería haberse puesto en contacto con él antes. Tal vez debería haber intentado hablar enseguida sobre lo que había sucedido aquella noche. Pero lo que hacemos es enterrarlo. Nos negamos a enfrentarnos a ello. Nos da miedo el enfrentamiento y encontramos otras formas de escondernos. La de Lucy era la más corriente, en el fondo de una botella. La gente no recurre a la botella para escapar.

Recurre a ella para esconderse.

Subió al asiento del conductor e inmediatamente se dio cuenta de que algo no estaba bien.

La primera pista visual fue el piso del asiento del pasajero. Miró y frunció el ceño.

Una lata de refresco.

Coca Cola Diet para ser exactos.

La recogió. Todavía quedaba algo de líquido dentro. Reflexionó. ¿Cuánto tiempo hacía que no estaba en el Escarabajo? Tres o cuatro semanas al menos. Entonces no había ninguna lata. O si la había ella no la había visto. Era una posibilidad.

Entonces fue cuando le llegó el olor.

Recordó algo que había sucedido en el bosque cerca del campamento cuando ella tenía doce años. Ira la había llevado a dar un paseo. Oyeron tiros e Ira se volvió completamente loco. Los cazadores habían invadido su tierra. Los encontró y se puso a gritar que aquello era una propiedad privada. Uno de los cazadores se puso a gritarle también. Se acercó a ellos y golpeó el pecho de Ira, y Lucy recordaba aquel horrible olor. Ahora volvía a olerlo.

Lucy se volvió y miró en el asiento de atrás.

Había sangre en el suelo.

Y entonces, a lo lejos, oyó tiros.

Los restos del esqueleto estaban dispuestos en una mesa de acero con agujeritos. Los agujeros facilitaban la limpieza con manguera. El suelo era de baldosas y estaba inclinado hacia un desagüe en el centro, como en las duchas de un gimnasio, lo que también facilitaba la eliminación de la suciedad. Muse no quería pensar en lo que bajaba por ese desguace, ni lo que utilizaban para limpiarlo; si un desatascador sería suficiente o habría que utilizar algo más contundente.

Lowell estaba en un lado de la mesa, de pie, y Muse en el otro con Tara O'Neill.

– ¿Qué pasa? -preguntó Lowell.

– Primero, nos faltan algunos huesos. Cuando pueda volveré y echaré otro vistazo. Cosas pequeñas, nada importante. Es normal en un caso como éste. Estaba a punto de pasarlo por rayos X, comprobar los centros de osificación, especialmente en la clavícula.

– ¿Qué nos dirá esto?

– Nos dará una idea de la edad. Los huesos dejan de crecer al hacernos mayores. El último lugar de osificación está aquí, más o menos donde la clavícula se une con el esternón. El proceso se detiene hacia los veintiún años. Pero esto ahora no es importante.

Lowell miró a Muse y ella se encogió de hombros.

– ¿Qué es eso tan importante que ha encontrado?

– Esto.

O'Neill señaló la pelvis.

– Ya me lo ha enseñado antes -dijo Muse-. Es la prueba de que el esqueleto pertenecía a una mujer.

– Sí, bueno, la pelvis es más ancha, como le he dicho. Además tenemos la cresta menos prominente y menos densidad ósea, todos los signos de que es una mujer. Yo no tengo ninguna duda: estamos viendo los restos del esqueleto de una mujer.

– ¿Qué va a enseñarnos?

– El hueso púbico.

– ¿Qué le pasa?

– ¿Ve esto? Lo llamamos muesca, o mejor aún, erosión de los huesos púbicos.

– Entendido.

– El cartílago mantiene unidos los huesos. Esto es anatomía básica. Probablemente lo sabe. Normalmente pensamos en los cartílagos de la rodilla o el codo. Es elástico, se estira. Pero ¿ve esto? Las marcas de la cara del hueso púbico. Se forman en la superficie cartilaginosa, donde los huesos se encontraban y después se separaron.

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