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– Sí.

– Pobrecilla.

– ¿La mencionó?

– Quería a tu padre, ya lo sabes. Un hombre tan amable, tan maltratado por la vida.

– ¿Mencionó Gil lo que le había sucedido a mi hermana?

– Pobre Camille.

– Sí. Camille. ¿Dijo algo sobre ella?

Ira se puso a caminar otra vez.

– Cuánta sangre aquella noche.

– Por favor, Ira. Necesito que te concentres. ¿Dijo algo Gil sobre Camille?

– No.

– Entonces, ¿qué quería?

– Lo mismo que tú.

– ¿Qué?

Se volvió.

– Respuestas.

– ¿A qué preguntas?

– Las mismas que tú. Qué sucedió aquella noche… No lo entendía, Cope. Se acabó. Están muertos. El asesino está en la cárcel. Deberías dejar descansar a los muertos.

– Gil no estaba muerto.

– Hasta ese día, el día que me visitó, lo estaba. ¿Entiendes?

– No.

– Se acabó. Los muertos se han ido. Los vivos están a salvo.

Me adelanté y le cogí el brazo.

– Ira, ¿qué te dijo Gil Pérez?

– No lo entiendes.

Paramos. Ira miró colina abajo. Seguí su mirada. Ya sólo veía el tejado de la casa. Estábamos en pleno bosque. Los dos respirábamos más pesadamente de lo que deberíamos. La cara de Ira estaba pálida.

– Tiene que permanecer enterrado.

– ¿El qué?

– Es lo que le dije a Gil. Se había acabado. Sigue adelante. Pasó hace mucho tiempo. Estaba muerto. De repente ya no lo estaba. Pero debería haberlo estado.

– Ira, escúchame. ¿Qué te dijo Gil?

– No lo dejarás, ¿no?

– No -dije-. No lo dejaré.

Ira asintió y parecía muy triste. Entonces buscó debajo del poncho y sacó un arma, apuntó en mi dirección y, sin decir una palabra más, me disparó.


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