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Capítulo 38

Me desmayé.

Esto es lo que me dijeron. Pero conservo algún recuerdo borroso. Recuerdo que Ira cayó sobre mí, con la parte trasera de la cabeza destrozada. Recuerdo que Lucy gritó. Recuerdo que miré hacia arriba y vi el cielo azul, y vi pasar las nubes. Supongo que estaba boca arriba, en una camilla, y me llevaban a la ambulancia. Ahí se acababan mis recuerdos. Con el cielo azul. Con las nubes blancas.

Y entonces, cuando empezaba a sentirme casi en paz y en calma, recordé las palabras de Ira.

«Tu hermana está muerta…»

Sacudí la cabeza. No. Glenda Pérez había dicho que Camille había salido viva del bosque. Ira no lo sabía. No podía saberlo.

– ¿Señor Copeland?

Parpadeé antes de abrir los ojos. Estaba en la cama, en una habitación de hospital.

– Soy el doctor McFadden.

Paseé la mirada por la habitación. Vi a York detrás de él.

– Le dispararon en un costado. Le hemos cosido la herida. Se pondrá bien, pero le dolerá…

– ¿Doctor?

McFadden había utilizado su entonación más médica, y no se esperaba que yo le interrumpiera tan rápidamente. Frunció el ceño.

– ¿Sí?

– Estoy bien, ¿verdad?

– Sí.

– ¿Podemos hablar de esto más tarde? Necesito hablar enseguida con ese policía.

York disimuló una sonrisa. Esperaba que el médico discutiera. Los médicos son aún más arrogantes que los abogados. Pero no se tomó la molestia. Se encogió de hombros y dijo:

– Por supuesto. Pida a la enfermera que me llame cuando haya terminado.

– Gracias, doctor.

Se fue sin decir más. York se acercó un poco a la cama.

– ¿Cómo supieron lo de Ira? -pregunté.

– Los técnicos de laboratorio descubrieron que las fibras que hallaron en el cadáver de… esto… -A York le falló la voz-. Bueno, no tenemos todavía una identificación positiva pero si quiere podemos llamarle Gil Pérez.

– Estaría bien.

– Bien; en fin, encontraron unas fibras en el cadáver. Sabíamos que procedían de un coche viejo. También encontramos una cámara de seguridad que estaba cerca de donde se abandonó el cadáver. Vimos que era un Volkswagen amarillo, igual que el de Silverstein. Y nos apresuramos.

– ¿Dónde está Lucy?

– Dillon le está haciendo algunas preguntas.

– No lo entiendo. Ira mató a Gil Pérez.

– Sí.

– ¿Ninguna duda?

– Ninguna. Primero, encontramos sangre en el asiento trasero del Volkswagen. Estoy seguro de que concordará con la de Pérez. Dos, el personal de esa residencia ha confirmado que Pérez, bajo el nombre de Manolo Santiago, visitó a Silverstein el día antes del asesinato. El personal también ha confirmado que vio a Silverstein salir con el Volkswagen a la mañana siguiente. La primera vez que salía en seis meses.

Hice una mueca.

– ¿No se lo dijeron a su hija?

– El personal que le vio no estaba de turno la siguiente vez que Lucy Gold fue de visita. Además, el personal ha insistido mucho en que a Silverstein nunca se le declaró incompetente ni nada por el estilo. Era libre de entrar y salir a voluntad.

– No lo entiendo. ¿Por qué iba a matarle Ira?

– Por la misma razón que quería matarle a usted, supongo. Los dos estaban investigando lo que ocurrió en el campamento hace veinte años. El señor Silverstein no quería que lo hicieran.

Intenté entenderlo.

– ¿Así que él mató a Margot Green y a Doug Billingham?

York se demoró un segundo, como si esperara que añadiera a mi hermana a la lista. No lo hice.

– Podría ser.

– ¿Y Wayne Steubens qué?

– Probablemente trabajaron juntos, no lo sé. Lo que sí sé es que Ira Silverstein mató a mi hombre. Ah, otra cosa: la pistola con la que Ira le disparó. Es del mismo calibre que la que se utilizó para matar a Gil Pérez. Están realizando la prueba de balística, pero usted sabe que concordará. Añada esto a la sangre en el asiento trasero del Escarabajo, las cintas de vigilancia que tenemos de él y el vehículo cerca del lugar donde se abandonó el cadáver… y bueno, el caso está resuelto. Pero Ira Silverstein está muerto y, como sabe, es muy difícil juzgar a un muerto. En cuanto a lo que hizo o no Ira Silverstein hace veinte años… -York se encogió de hombros- yo también siento curiosidad. Pero este misterio tendrá que resolverlo otro.

– ¿Nos ayudará, si le necesitamos?

– Claro. Me encantará. Y cuando lo descubra, ¿por qué no pasa por la ciudad y le llevo a comer un buen filete?

– Hecho.

Nos estrechamos la mano.

– Debo darle las gracias por salvarme la vida -dije.

– De nada, pero no creo que se la salvara yo.

Recordé la expresión de la cara de Ira, su determinación de matarme. York también lo había visto: iba a matarme, fueran cuales fueran las consecuencias. La voz de Lucy había sido lo que me había salvado, más que la pistola de York.

York se marchó y me quedé solo en la habitación de hospital. Probablemente hay lugares más deprimentes donde estar solo, pero no se me ocurrió ninguno. Pensé en mi Jane, en lo valiente que había sido, en que lo único que realmente la asustaba, la aterraba, era quedarse sola en una habitación de hospital. Por eso pasaba la noche con ella. Dormía en una de esas butacas que pueden convertirse en la cama más incómoda sobre la faz de la tierra. No lo digo para que me aplaudan. Fue el único momento de debilidad de Jane, la primera noche en el hospital, cuando me cogió la mano e intentó que no se le notara la desesperación en la voz cuando dijo:

– No me dejes aquí sola, por favor.

No la dejé. Entonces no. No la dejé hasta mucho más tarde, cuando había vuelto a casa, donde ella quería morir porque la idea de volver a estar en una habitación como aquella en la que yo me encontraba…

Ahora me tocaba a mí. Estaba solo en una habitación de hospital. No me asustaba demasiado. Pensé en eso, en donde me había llevado mi vida. ¿Quién estaría a mi lado si lo necesitaba? ¿A quién podía esperar junto a mi cama cuando me despertara en un hospital? Los primeros nombres que me vinieron a la cabeza fueron Greta y Bob. Cuando el año pasado me había cortado la mano abriendo una barra de pan, Bob me había acompañado al médico y Greta se había ocupado de Cara. Eran mi familia, la única familia que tenía. Y ahora ya no la tenía.

Recordé la última vez que había estado hospitalizado. Tenía doce años y sufrí una fiebre reumática. Entonces era una enfermedad bastante rara, mucho más que ahora. Pasé diez días en el hospital. Recuerdo que Camille venía a visitarme. A veces traía a sus insoportables amigos porque sabía que eso me distraería. Jugábamos mucho a las palabras con el juego de Boggle. Los chicos se volvían locos con Camille. Ella traía las cintas de música que le regalaban ellos, de grupos como Steely Dan, Supertramp y Doobie Brothers. Camille me decía qué grupos eran buenos, qué grupos eran flojos, y yo seguía sus gustos como si fuera la Biblia.

¿Sufrió Camille en aquel bosque?

Esto era lo que me mortificaba. ¿Qué le hizo Wayne Steubens? ¿La ató y la aterrorizó, como hizo con Margot Green? ¿Forcejeó ella y sufrió heridas defensivas como Doug Billingham? ¿La enterró viva, como a las víctimas de Indiana o Virginia? ¿Cuánto dolor habría sufrido Camille? ¿Habían sido sus últimos momentos aterradores?

Y ahora… la nueva pregunta: ¿de algún modo Camille había salido viva del bosque?

Volví mis pensamientos hacia Lucy. Me imaginé lo que estaría pensando, después de ver a su amado padre volándose la cabeza, preguntándose sobre los porqués y los comos de todo. Quería estar con ella, decir algo, intentar algo que la consolara un poco.

Llamaron a mi puerta.

– Adelante.

Esperaba que fuera una enfermera, pero era Muse. Le sonreí. Esperaba que me devolviera la sonrisa, pero no lo hizo. Su cara no podría haber sido más impenetrable.

– No pongas esta cara -dije-. Estoy bien.

Muse se acercó más a la cama. Su expresión no cambió.

– He dicho…

– Ya he hablado con el médico. Dice que ni siquiera tendrás que quedarte esta noche.

– ¿A qué viene esta cara entonces?

Muse cogió una silla y la acercó a la cama.

– Necesitamos hablar.

Había visto a Loren Muse poner esta cara otras veces.

Era su cara de «manos a la obra». Era su cara de «voy a por este hijo de puta». Era su cara de «atrévete a mentirme y verás». Yo le había visto usar esa expresión con asesinos, violadores, ladrones de coches y pandilleros. Ahora la utilizaba conmigo.

– ¿Qué pasa?

Su expresión no se suavizó.

– ¿Cómo te ha ido con Raya Singh?

– Fue más o menos como esperábamos. -La puse al día rápidamente, porque hablar de Raya parecía fuera de lugar en ese momento-. Pero la gran noticia es que la hermana de Gil Pérez vino a verme. Me dijo que Camille seguía viva.

Vi que algo cambiaba en su cara. Era buena, sin duda, pero yo también. Dicen que una expresión de reconocimiento dura menos de una décima de segundo. Pero la detecté. No le sorprendió precisamente lo que le dije. Pero la sobresaltó, eso sí.

– ¿Qué pasa, Muse?

– Hoy he hablado con el sheriff Lowell.

Fruncí el ceño.

– ¿Todavía no se ha retirado?

– No.

Iba a preguntarle para qué se había puesto en contacto con él, pero ya sabía que Muse era concienzuda. Era normal que se hubiera puesto en contacto con el policía que había investigado aquellos asesinatos. En parte también explicaba su comportamiento hacia mí.

– Déjame adivinar -dije-. Cree que mentí sobre aquella noche.

Muse no dijo ni que sí ni que no.

– Es raro, ¿no crees? Que no estuvieras de guardia durante la noche de los asesinatos.

– Ya sabes por qué. Has leído los diarios.

– Sí, los he leído. Te escapaste con tu novia. Y después no quisiste que ella tuviera problemas.

– Exactamente.

– Pero esos diarios también decían que estabas cubierto de sangre. ¿Es cierto eso también?

La miré.

– ¿Qué diablos pasa?

– Estoy haciendo como si no fueras mi jefe.

Intenté sentarme. Los puntos del costado me dolían una barbaridad.

– ¿Lowell ha dicho que yo era sospechoso?

– No ha tenido que hacerlo. Y no hace falta que seas sospechoso para que te haga estas preguntas. Mentiste sobre aquella noche…

– Protegía a Lucy. Ya lo sabes.

– Sé lo que ya me has dicho, sí. Pero ponte en mi lugar. Necesito tratar este caso sin cortapisas ni sesgos. Si tú fueras yo, ¿no me harías estas preguntas?

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