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Capítulo 21

– ¿Luce? -dije-. ¿Estás bien?

– Sí, estoy bien. Es sólo que…

– Sí, lo sé.

– No puedo creer que haya llorado.

– Siempre fuiste una llorona -dije, y me arrepentí inmediatamente.

Pero ella se rió.

– Ya no -dijo.

Silencio.

– ¿Dónde estás? -pregunté.

– Trabajo en la Universidad de Reston. Estoy cruzando los jardines.

– Ah -dije, porque no sabía qué decir.

– Perdona que te dejara un mensaje tan críptico. Es que ya no me apellido Silverstein.

No quería que ella supiera que yo ya lo sabía. Pero tampoco quería mentirle. Así que solté una exclamación poco comprometedora:

– Ah.

Más silencio. Esta vez lo rompió ella.

– Vaya, qué raro es esto.

Sonreí.

– Lo sé.

– Me siento como una tonta -continuó-. Como si volviera a tener dieciséis años y estuviera desesperada porque me ha salido un grano.

– Lo mismo que yo -dije.

– En realidad no cambiamos nunca, ¿no? Quiero decir que en el fondo siempre somos un niño asustado que no sabe qué va a ser de mayor.

Yo aún sonreía, pero pensé en que nunca se había casado y en los arrestos por conducir ebria. No cambiamos, supongo que no, pero nuestros caminos sí cambian.

– Me alegro de oír tu voz, Luce.

– Y yo de oír la tuya.

Silencio.

– Te he llamado porque… -Lucy calló. Entonces-: No sé ni cómo explicarlo, o sea que deja que te pregunte algo: ¿te ha pasado algo raro últimamente?

– ¿Raro en qué sentido?

– Algo extraño referente a aquella noche.

Ya esperaba que me dijera algo parecido, lo veía venir, pero igualmente se me borró la sonrisa como si me hubieran pegado un puñetazo.

– Sí.

Silencio.

– ¿Tú sabes qué está pasando, Paul?

– No lo sé.

– Creo que debemos averiguarlo.

– Estoy de acuerdo.

– ¿Quieres que nos veamos?

– Sí.

– Será muy raro -dijo.

– Lo sé.

– No es que yo quiera que lo sea. Y no es por eso por lo que te he llamado. Para verte. Pero creo que tenemos que encontrarnos y hablar de esto. ¿No crees?

– Sí -respondí.

– Estoy diciendo tonterías. Las digo cuando estoy nerviosa.

– Ya me acuerdo -dije. Y esta vez también me arrepentí de haberlo dicho y añadí rápidamente-: ¿Dónde podemos vernos?

– ¿Sabes dónde está la Universidad de Reston?

– Sí.

– Tengo otra clase y después visitas de los alumnos hasta las siete y media -dijo Lucy-. ¿Quieres pasar por mi despacho? Está en el edificio Armstrong. ¿Te parece a las ocho?

– Allí estaré.

Cuando llegué a casa, me sorprendió encontrar a la prensa acampada frente a la entrada. Se oye hablar mucho de esto, de que la prensa hace estas cosas, pero aquélla era mi primera experiencia directa. Los policías locales estaban por ahí, animados ante la posibilidad de participar en algo que parecía importante. Se colocaron a ambos lados del paseo para que yo pudiera aparcar el coche. La prensa no intentó colarse. De hecho, cuando me detuve los periodistas no me hicieron mucho caso.

Greta me recibió con una bienvenida de héroe conquistador. Me cubrió de besos, de abrazos y felicitaciones. Quiero mucho a Greta. Hay personas que sabes que son buenas y ya está, que siempre están a tu lado. No abundan. Pero existen. Greta interceptaría una bala por mí. Eso hace que tenga ganas de protegerla. En eso me recuerda a mi hermana.

– ¿Dónde está Cara? -pregunté.

– Bob se ha llevado a Cara y a Madison a Baumgarfs a cenar. Estelle estaba en la cocina, llenando la lavadora.

– Esta noche tengo que salir -le dije.

– Está bien. Cara puede dormir en casa -intervino Greta.

– Gracias, pero preferiría que durmiera en casa esta noche.

Greta me siguió al estudio. Se abrió la puerta principal y entró Bob con las dos niñas. De nuevo me imaginé a mi hija saltándome al cuello y gritando «¡Papá! ¡Ya estás en casa!». No fue lo que pasó. Pero sí que sonrió y se acercó a mí. La levanté y la besé con ganas. Ella no dejó de sonreír, pero se frotó la mejilla. Bueno, qué se le va a hacer.

Bob me dio una palmada en la espalda.

– Enhorabuena por el juicio -dijo.

– Todavía no ha terminado.

– Eso no es lo que dicen los medios. Al menos así te quitarás de encima a Jenrette.

– O se volverá más feroz.

Palideció un poco. Si Bob participara en una película, sería el tipo republicano rico y malo. Tiene la piel rojiza, las mejillas gruesas, los dedos cortos y mochos. Éste es otro ejemplo de lo engañosas que pueden ser las apariencias. El entorno familiar de Bob era totalmente trabajador. Estudió y trabajó mucho. No le habían regalado nada y nada le había resultado fácil.

Cara volvió a entrar en la habitación con un DVD en la mano. Lo llevaba levantado como si fueran una ofrenda. Cerré los ojos y recordé qué día de la semana era y me maldije a mí mismo. Después dije a mi hija:

– Es la noche de cine.

Ella seguía alzando el DVD, con los ojos muy abiertos. Sonreía. En la tapa había una peli de dibujos animados o animada por ordenador, con coches parlantes o animales de granja o animales de zoológico, algo de Pixar o Disney, algo que ya había visto cien veces.

– Exacto. ¿Harás palomitas?

Me arrodillé para estar a su nivel y le puse una mano en cada hombro.

– Cariño, papá tiene que salir esta noche -dije.

Ninguna reacción.

– Lo siento, cielo.

Esperé las lágrimas.

– ¿Puede verla Estelle conmigo?

– Claro, hija.

– ¿Y puede hacer palomitas?

– Por supuesto.

– ¡Bien!

Yo me esperaba un ataque de mal humor, pero nada.

Cara se marchó y yo miré a Bob. Él me miró como diciendo: «Niños, ¿qué se le va a hacer?».

– Por dentro -dije, señalando a mi hija-. Por dentro está destrozada.

Bob se rió y en ese momento sonó mi móvil. La pantalla sólo decía NUEVA JERSEY, pero reconocí el número y me sobresalté un poco. Descolgué y dije:

– Diga.

– Muy bonito lo de hoy, estrella del día.

– Señor gobernador -dije.

– No es correcto.

– ¿Disculpa?

– Lo de señor gobernador. A un presidente de Estados Unidos puedes dirigirte correctamente como señor presidente, pero a los gobernadores se les llama simplemente gobernador o por su apellido, por ejemplo, gobernador Semental o gobernador Imán para las Chicas.

– Ah, ¿qué tal gobernador Compulsivo Anal? -intervine.

– Ahí está.

Sonreí. Durante mi primer año en Rutgers, conocí a Dave Markie (ahora gobernador) en una fiesta. Me intimidó. Yo era hijo de inmigrantes. Su padre era senador de Estados Unidos. Pero eso es lo bonito de la universidad. Se hacen extrañas alianzas. Acabamos siendo amigos íntimos.

Los adversarios de Dave no olvidaron airear esta amistad cuando me nombró para mi actual puesto de fiscal del condado de Essex. El gobernador se encogió de hombros y siguió adelante. Yo ya había conseguido buena prensa y a riesgo de preocuparme por lo que no debería preocuparme, el día de hoy podía haber contribuido a mis posibilidades de llegar a obtener un escaño en el Congreso.

– Bueno, menudo día, ¿eh? Bien, bien, Cope, Cope, no hay quien lo pare. ¿Es tu cumpleaños, Cope?

– ¿Intentas atraer votantes aficionados al hip-hop?

– Intento entender a mi hija adolescente. En fin, felicidades.

– Gracias.

– De todos modos sigo sin hacer comentarios de este caso.

– No te había oído decir «sin comentarios» en la vida.

– Por supuesto que sí, pero de formas creativas: creo en nuestro sistema judicial, todos los ciudadanos son inocentes hasta que se demuestra su culpabilidad, las ruedas de la justicia girarán, no soy juez y jurado, debemos esperar a conocer todos los hechos.

– Estereotipos para no comentar.

– Estereotipos de sin comentarios y de todos los comentarios -corrigió-. Bueno, ¿cómo va todo, Cope?

– Bien.

– ¿Sales con alguien?

– A veces.

– Tío, eres soltero. Eres guapo. Tienes dinero en la cuenta. ¿Ves adónde quiero ir a parar?

– Eres sutil, Dave, pero creo que te sigo.

Dave Markie siempre había sido un mujeriego. Físicamente no estaba mal, pero lo que sí tenía era un don para ligar que podía cualificarse tirando por lo bajo como irresistible. Tenía esa clase de carisma que hacía que todas las mujeres se sintieran como si fueran la persona más hermosa y fascinante del mundo. Era todo una comedia. Sólo quería llevarlas a la cama. Ni más ni menos. Aun así, jamás he conocido a nadie mejor ligando.

Por supuesto ahora Dave estaba casado y tenía dos niños bien educados, pero no me cabía ninguna duda de que seguía teniendo sus ligues. Algunos hombres no pueden evitarlo. Es instintivo y primitivo. La idea de que Dave Markie no le tirara los trastos a una mujer era sencillamente un anatema.

– Buenas noticias -dijo-. Voy a pasar por Newark.

– ¿Para qué?

– Newark es la ciudad más grande de mi estado, por si no lo sabías, y yo valoro a todos mis electores.

– Ya.

– Y tengo ganas de verte. Hace mucho que no nos vemos.

– Estoy bastante ocupado con este caso.

– ¿No puedes sacar tiempo para tu gobernador?

– ¿Qué pasa, Dave?

– Se trata de lo que hemos mencionado antes. Mi posible candidatura al Congreso.

– ¿Buenas noticias? -pregunté.

– No.

Silencio.

– Creo que tenemos un problema -añadió.

– ¿Qué problema?

Su voz recuperó la jovialidad.

– Puede que no sea nada, Cope. Ya hablaremos. Quedamos en tu despacho, a mediodía, ¿vale?

– De acuerdo.

– Compra bocadillos de aquel local de Brandford.

– Hobby's.

– Ése. Los de pechuga de pavo con pan de centeno casero. Cómprate uno para ti también. Hasta luego.

El edificio del despacho de Lucy Gold era un engendro en medio de un patio más bien hermoso, una estructura «mod» de los setenta que supuestamente debía parecer futurista, pero la verdad es que a los tres años de terminar su construcción ya había pasado de moda. El resto de los edificios del patio eran de elegante ladrillo pero bastante faltos de hiedra. Aparqué en el estacionamiento del rincón suroeste. Incliné el retrovisor y entonces, parafraseando a Springsteen, miré mi cara en el espejo y quise cambiarme de ropa, de cabello y de cara.

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