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Bajé del coche y caminé por el parque. Me crucé con docenas de estudiantes. Las chicas eran mucho más guapas de lo que recordaba, pero eso seguramente se debía a mi edad. Los saludé con la cabeza al pasar. No me devolvieron el saludo. Cuando yo iba a la universidad había un tipo en mi clase que tenía treinta y ocho años. Había sido militar y no había llegado a licenciarse. Recuerdo cómo cantaba en el campus sólo por ser más mayor. Ésa era mi edad ahora. Difícil de creer que yo pudiera tener la misma edad que aquel carcamal.

Seguí con pensamientos tan poco elevados porque me ayudaban a ignorar adonde me dirigía. Llevaba una camisa blanca por fuera, vaqueros y una americana azul. Zapatos Ferragamo sin calcetines. La personificación del «Casual Chic».

Cuando me acerqué al edificio, sentí que el cuerpo me temblaba. Me enfadé conmigo mismo. Era un hombre hecho y derecho. Había estado casado. Era padre y era viudo. Llevaba sin ver a aquella mujer más de la mitad de mi vida.

¿Cuándo somos demasiado mayores para esto?

Busqué en el directorio, a pesar de que Lucy ya me había dicho que su despacho estaba en el tercer piso, puerta B. Profesora Lucille Gold. Tres-B. Apreté con esfuerzo el botón correcto del ascensor. Giré a la izquierda cuando salí al tercer piso, aunque la señal de «A-E» tenía una flecha apuntando a la derecha.

Encontré su puerta. En ella había una hoja con sus horas de visita. Casi todas estaban ocupadas. También había un horario de las clases y notas sobre cuándo debían presentarse los trabajos. Casi respiré sobre mi mano y la olí, pero ya me había tomado una pastilla de menta.

Llamé con dos golpes secos de los nudillos. Con seguridad, pensé. Virilmente.

Por Dios, qué lastimoso.

– Adelante.

Su voz me produjo un vuelco en el estómago. Abrí la puerta y entré en la habitación. Ella estaba de pie junto a la ventana. Todavía había sol y una sombra le cruzaba la cara. Seguía siendo muy hermosa. Encajé el golpe y me quedé quieto. Así nos quedamos un rato, a cuatro metros y medio de distancia, sin movernos.

– ¿Qué tal la iluminación? -dijo.

– ¿Perdona?

– He estado pensando dónde debía situarme. Cuando llamaras, ¿sabes? No sabía si abrirte la puerta. No, demasiado cerca para empezar. ¿Quedarme sentada a la mesa con un lápiz en la mano? ¿Mirarte por encima de las gafas de leer? En fin, un amigo me ha ayudado a probar todos los ángulos. Él creía que éste era el mejor, al otro lado de la habitación con la persiana medio bajada.

Sonreí.

– Estás guapísima.

– Tú también. ¿Cuántos trajes te has probado?

– Sólo éste -dije-. Pero es que ya me han dicho otras veces que es mi mejor look. ¿Y tú?

– Me he probado tres blusas.

– Ésta me gusta -dije-. Siempre te sentó bien el verde.

– Entonces era rubia.

– Sí, pero todavía tienes los ojos verdes. ¿Puedo pasar?

Ella asintió.

– Cierra la puerta.

– ¿No deberíamos abrazarnos o algo así?

– Todavía no.

Lucy se sentó en su silla y yo en la silla frente a su mesa.

– Esto es un lío -dijo.

– Lo sé.

– Tengo un millón de cosas que quiero preguntarte.

– Yo también.

– Me enteré de lo de tu mujer por internet. Lo siento.

Asentí.

– ¿Cómo está tu padre? -pregunté.

– No muy bien.

– Lamento oír eso.

– Todo ese amor libre y todas esas drogas al fin se cobraron su peaje. Ira tampoco… nunca superó lo sucedido ¿entiendes?

Claro que lo entendía.

– ¿Cómo están tus padres? -preguntó Lucy.

– Mi padre murió hace unos meses.

– Lo siento mucho. Le recuerdo muy bien de aquel verano.

– La última vez que fue feliz -dije.

– ¿Por lo de tu hermana?

– Por muchas cosas. Tu padre le dio la oportunidad de volver a ejercer la medicina. Eso le encantaba, ejercer la medicina. Tampoco llegó a hacerlo.

– Lo siento.

– Mi padre nunca quiso participar en la demanda, quería mucho a Ira, pero necesitaba culpar a alguien y mi madre insistió. Todas las demás familias se apuntaron.

– No tienes que darme explicaciones.

Callé porque tenía razón.

– ¿Y tu madre? -pregunté.

– Su matrimonio no sobrevivió.

La respuesta no pareció sorprenderla.

– ¿Te importa si me pongo la bata profesional? -preguntó.

– En absoluto.

– Perder un hijo es una tensión espantosa para un matrimonio -dijo Lucy-. La gente cree que sólo las parejas sólidas sobreviven a un golpe así. Pero no es cierto. Lo he estudiado. He visto matrimonios que se podrían describir como «cutres» durar e incluso mejorar. He visto otros que parecían destinados a durar para siempre resquebrajarse como yeso barato. ¿Vosotros dos mantenéis buena relación?

– ¿Mi madre y yo?

– Sí.

– Hace dieciocho años que no la veo.

Nos quedamos callados.

– Has perdido a muchas personas, Paul.

– No vas a psicoanalizarme, ¿verdad?

– No, nada de eso.

Se echó hacia atrás y miró arriba y a un lado. Fue un gesto que me devolvió al pasado. Nos sentábamos en el viejo campo de béisbol, donde la hierba estaba crecida, y yo la abrazaba y ella miraba arriba y a un lado de esa manera.

– Cuando estaba en la universidad tenía una amiga -empezó Lucy-. Ella tenía una gemela, aunque no idéntica. No sé si eso representa mucha diferencia, pero con los idénticos parece que existe un vínculo más fuerte. En fin, cuando estábamos en segundo año, su hermana murió en un accidente de coche. Mi amiga reaccionó de una forma rarísima. Estaba destrozada, sin duda, pero parte de ella se sentía casi aliviada. Era como si pensara que ya estaba. Que Dios había terminado con ella. Ya le había tocado lo peor y no podía pasarle nada. Ya había pagado. Si pierdes a una hermana gemela, es como si estuvieras a salvo el resto de tu vida. Una tragedia espantosa por persona. ¿Comprendes lo que te digo?

– Sí.

– Pero la vida no es así. Algunos tienen salvoconducto toda la vida. A otros, como tú, les toca más de lo que debería. Mucho más. Y la peor parte es que no te vuelves inmune.

– La vida no es justa -dije.

– Amén. -Me sonrió-. Esto es raro, ¿no?

– Sí.

– Estuvimos juntos… ¿qué? ¿Seis semanas?

– Algo así.

– Y sólo fue un capricho de verano, visto en perspectiva. Desde entonces habrás tenido docenas de novias.

– ¿Docenas? -repetí.

– ¿Qué pasa? ¿Cientos?

– Como mínimo -dije.

Silencio. Sentía un peso en el pecho.

– Pero tú eras especial, Lucy. Eras…

Paré.

– Sí, lo sé -dijo-. Tú también. Por eso es tan raro esto. Quiero saberlo todo de ti. Pero no sé si ahora es el momento.

Fue como si un cirujano estuviera trabajando, un cirujano plástico de aceleración del tiempo. Había cortado los últimos veinte años, había extraído mi yo de dieciocho años y lo había cosido a mi yo de treinta y ocho, prácticamente sin costuras.

– ¿Por qué me has llamado? -pregunté.

– ¿Esa cosa rara?

– Sí.

– Tú has dicho que también te había pasado algo extraño.

Asentí.

– ¿Te importaría empezar? -preguntó-. ¿Como cuando hacíamos manitas?

– Au.

– Lo siento. -Se calló, cruzó los brazos como si tuviera frío-. Estoy diciendo tonterías. No puedo evitarlo.

– No has cambiado, Luce.

– Sí, Cope. He cambiado. No te puedes imaginar cuánto he cambiado.

Nos miramos a los ojos, de verdad, por primera vez desde que yo había entrado en la habitación. No soy ningún lince interpretando las miradas de las personas. He visto demasiados buenos mentirosos para creer en lo que veo. Pero ella me estaba contando algo, una historia, y la historia contenía mucho dolor.

No quería que hubiera mentiras entre nosotros.

– ¿Sabes a qué me dedico ahora? -pregunté.

– Eres fiscal del condado. También lo vi en internet.

– Bien. Ese cargo me da acceso a la información. Una de mis colaboradoras realizó una investigación preliminar sobre ti.

– Ya. Así que ya sabrás lo de conducir bebida.

No dije nada.

– Bebo demasiado, Cope. Todavía. Pero ya no conduzco.

– No es de mi incumbencia.

– No lo es, pero me gusta contártelo. -Se echó hacia atrás, juntó las manos y las apoyó en el regazo-. Cuéntame lo que te ha pasado, Cope.

– Hace unos días, una pareja de detectives de homicidios de Manhattan me mostraron una víctima sin identificar, un varón -dije-. Creo que el hombre, que ellos dijeron que tendría treinta y tantos años, era Gil Pérez.

Abrió la boca.

– ¿Nuestro Gil?

– Sí.

– ¿Cómo es eso posible?

– No lo sé.

– ¿Ha estado vivo todo este tiempo?

– Eso parece.

Luce meneó la cabeza y después dijo:

– A ver, ¿se lo has dicho a sus padres?

– La policía los llevó para identificarlo.

– ¿Qué dijeron?

– Dijeron que no era Gil. Que Gil murió hace veinte años.

Se hundió un poco en la silla.

– Uau. -Vi cómo se mordía el labio inferior y reflexionaba. Otro gesto que nos devolvía a nuestros días de campamento-. ¿Qué ha estado haciendo Gil todo este tiempo?

– Espera, ¿no vas a preguntarme si estoy seguro de que era él?

– Por supuesto que lo estás. No me lo habrías dicho si no lo estuvieras. Por lo tanto, o bien sus padres mienten o, lo que es más probable, niegan la evidencia.

– Sí.

– ¿Por cuál de las dos te inclinarías?

– No lo sé con seguridad. Pero creo que mienten.

– Deberíamos hablar con ellos.

– ¿Los dos?

– Sí. ¿Qué más has sabido de Gil?

– No mucho. -Me agité en la silla-. ¿Y tú qué? ¿Qué te ha pasado?

– Mis alumnos escriben diarios anónimos. He recibido uno que prácticamente describe lo que nos sucedió aquella noche.

Creí que no lo había oído bien.

– ¿Un diario de un alumno?

– Así es. Acierta en muchas cosas. Cómo fuimos al bosque. Cómo empezamos a besarnos. Cómo oímos el grito. Todavía era incapaz de entenderlo.

– ¿Un diario escrito por uno de tus alumnos?

– Sí.

– ¿Y no tienes ni idea de quién lo escribió?

– Ni idea.

Lo pensé un momento.

– ¿Quién conoce tu identidad real?

– No lo sé. No cambié de identidad, sólo de apellido. No sería tan difícil de averiguar.

– ¿Y cuándo recibiste el diario?

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