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Capítulo 32

Loren Muse estaba investigando a la familia Pérez.

Enseguida le llamó la atención algo curioso. Los Pérez eran los propietarios del bar en el que se había producido el encuentro de Jorge Pérez con Cope. A Muse le pareció un dato interesante. Eran una familia inmigrante pobre, y ahora tenían propiedades por valor de cuatro millones de dólares. Por supuesto, si empiezas con casi un millón, en veinte años, aunque solamente los inviertas razonablemente bien, la cifra tiene lógica.

Se preguntó qué significaría, si es que significaba algo, cuando llegó la llamada. Descolgó y sujetó el teléfono entre el hombro y la oreja.

– Muse al habla.

– Hola, encanto, soy Andrew.

Andrew Barrett era su contacto en John Jay College, el técnico de laboratorio. Aquella mañana tenía que ir al viejo campamento y empezar a buscar el cadáver con su nueva máquina de radar.

– ¿Encanto?

– Sólo trabajo con máquinas -dijo-. No me aclaro con las personas.

– Ya. ¿Tienes algún problema?

– Bueno, en realidad no.

Canturreaba de una forma curiosa.

– ¿Ya estás en el sitio? -preguntó Muse.

– ¿Estás de coña? Por supuesto que sí. En cuanto me diste el visto bueno, fui pitando para allí. Hemos conducido toda la noche, hemos dormido en un motel 6, y hemos empezado a trabajar al alba.

– ¿Y qué pasa?

– Estamos en el bosque, ¿vale? Y empezamos a buscar. La XRJ, que es como se llama la máquina, la XRJ hacía cosas raras, pero la hemos acelerado y ya está. Oh, me he traído un par de estudiantes. ¿Te parece bien?

– Me da igual.

– Pensé que no te importaría. No les conoces. ¿Cómo ibas a conocerles? Son buenos chicos, ¿sabes?, ilusionados por hacer trabajo de campo. Supongo que lo recuerdas. Un caso de verdad. Se han pasado la noche informándose del caso en Google, leyéndolo todo sobre el campamento.

– ¿Andrew?

– Vale, perdona. Ya te lo he dicho, lo mío son las máquinas, no las personas. Claro que no enseño a máquinas, eso no. Quiero decir que los estudiantes son personas, de carne y hueso, pero de todos modos… -Se aclaró la garganta-. Bien, ¿te acuerdas de que te dije que esta nueva máquina de radar, la XRJ, es una trabajadora estupenda?

– Sí.

– Bueno, pues tenía razón.

Muse se cambió el teléfono de lado.

– ¿Me estás diciendo…?

– Te estoy diciendo que deberías venir enseguida. El forense ya está en camino, pero estoy seguro de que querrás verlo por ti misma.

El teléfono del detective York sonó y él descolgó.

– York.

– Eh, soy Max, del laboratorio.

Max Reynolds era su contacto en el laboratorio para este caso. Esto era algo nuevo en el laboratorio. Contactos de laboratorio. Cada vez que tenías un caso de asesinato, te adjudicaban uno nuevo. A York le caía bien este chico. Era listo y se limitaba a darle la información. Algunos técnicos de laboratorio veían demasiadas series de televisión y creían que era esencial hacer un monólogo explicativo.

– ¿Qué pasa, Max?

– Tengo el resultado de la prueba de fibras de la alfombra. La que había en el cuerpo de Manolo Santiago.

– Vale.

Normalmente el contacto se limitaba a enviar un informe.

– ¿Algo raro?

– Sí.

– ¿Qué?

– Las fibras son antiguas.

– No sé si te entiendo.

– Esta prueba suele ser muy fácil. Los fabricantes de coches utilizan todos la misma clase de alfombras. Así que puedes tener un GM y tal vez tendrás un margen de cinco años. A veces tienes más suerte. Quizás el color sólo se utilizó en un modelo y sólo durante un año, esa clase de cosas. Así que el informe dirá algo así como coche fabricado por Ford, interior gris, de 1999 a 2004. Algo así.

– Sí.

– Esta fibra de alfombra es antigua.

– Puede que no sea de coche. Puede que alguien la envolviera en una alfombra vieja.

– Es lo primero que pensamos. Pero hemos investigado un poco más. Es de coche. Pero el coche en cuestión debe de tener más de treinta años.

– Uau.

– Esta alfombra concreta se utilizó entre 1968 y 1974.

– ¿Algo más?

– El fabricante -dijo Reynolds- era alemán.

– ¿Un Mercedes-Benz?

– No, no es de una gama tan alta -dijo-. Si tuviera que adivinar diría que el fabricante era Volkswagen.

Lucy decidió volver a intentar hablar con su padre.

Ira estaba pintando cuando llegó Lucy, y la enfermera Rebecca estaba con él. La enfermera le echó una mirada de desagrado cuando la vio entrar. Su padre le daba la espalda.

– ¿Ira?

Cuando él se volvió, Lucy casi retrocedió del susto. Estaba horrible. No tenía ningún color en la cara. Iba mal afeitado y tenía capas de pelos en las mejillas y el cuello. Siempre había llevado los cabellos con un estilo despeinado que le favorecía. Pero ahora no. Ahora parecía que hubiera vivido muchos años en la calle.

– ¿Cómo te encuentras? -preguntó Lucy.

La enfermera Rebecca le lanzó una mirada de reproche.

– No muy bien -dijo él.

– ¿En qué estás trabajando? -preguntó Lucy.

Se acercó a la tela y se paró cuando vio lo que era.

Bosque.

La dejó de piedra. Sin duda, era su bosque. El viejo campamento. Lucy sabía exactamente qué parte de él representaba. Ira había pintado con precisión todos los detalles. Asombroso. Lucy sabía que ya no conservaba fotografías, y la verdad es que nadie sacaría una fotografía desde ese ángulo. Ira se acordaba. Se le había quedado grabado en el cerebro.

La pintura era una visión nocturna. La luna iluminaba las copas de los árboles.

Lucy miró a su padre. Su padre la miró a ella.

– Nos gustaría estar solos -dijo Lucy a la enfermera.

– No me parece buena idea.

La enfermera Rebecca creía que la conversación lo haría empeorar. La verdad era precisamente lo contrario. En la cabeza de Ira había algo que se le había quedado grabado. Después de tantos años, por fin tenían que enfrentarse a ello.

– ¿Rebecca? -dijo Ira.

– ¿Sí, Ira?

– Vete.

Así, sin más. El tono no era frío, pero tampoco especialmente cálido. Rebecca se demoró alisándose la falda, suspirando y poniéndose de pie.

– Si me necesitas me llamas, ¿vale, Ira? -dijo.

Ira no dijo nada. Rebecca se marchó, pero no cerró la puerta.

No tenía música puesta y eso sorprendió a Lucy.

– ¿Quieres que ponga algo de música? ¿Te apetece Hendrix?

Ira negó con la cabeza.

– No, ahora no.

Cerró los ojos. Lucy se sentó a su lado y le cogió las manos.

– Te quiero -dijo.

– Yo también te quiero, Luce. Más que a nada. Siempre. Para siempre.

Lucy esperó. Él mantuvo los ojos cerrados.

– Estás pensando en aquel verano -dijo.

Ira siguió con los ojos cerrados.

– Cuando vino Manolo Santiago a verte…

Él apretó con fuerza los ojos.

– ¿Ira?

– ¿Cómo lo has sabido?

– ¿Saber qué?

– Que vino a verme.

– Estaba en el diario de visitas.

– Pero… -Por fin abrió los ojos-. Hay algo más, ¿no?

– ¿A qué te refieres?

– ¿A ti también te visitó?

– No.

Eso pareció desconcertarlo. Entonces Lucy decidió tomar otro camino.

– ¿Te acuerdas de Paul Copeland? -preguntó.

Ira volvió a cerrar los ojos, como si le dolieran.

– Claro.

– Le he visto -dijo Lucy.

Él abrió los ojos.

– ¿Qué?

– Ha venido a verme.

Se quedó boquiabierto.

– Algo está pasando, Ira. Algo hace que revivamos todo aquello después de tantos años. Tengo que saber por qué.

– No, no tienes por qué.

– Sí. Ayúdame por favor.

– ¿Por qué…? -Se le quebró la voz-. ¿Para qué ha ido a visitarte Paul Copeland?

– Porque quiere averiguar qué pasó aquella noche en realidad. -Inclinó la cabeza-. ¿Qué le dijiste a Manolo Santiago?

– ¡Nada! -gritó-. ¡Absolutamente nada!

– Está bien, Ira. Pero yo necesito saber.

– No necesitas saber nada.

– ¿Saber qué? ¿Qué le dijiste, Ira?

– Paul Copeland.

– ¿Qué?

– Paul Copeland.

– Ya te he oído, Ira. ¿Qué quieres de él?

Su mirada era casi lúcida.

– Quiero verle.

– De acuerdo.

– Ahora. Quiero verle ahora.

Se estaba poniendo nervioso por momentos. Lucy suavizó el tono.

– Le llamaré, ¿vale? Puedo traerle…

– ¡No!

Ira se volvió y miró su pintura. Se le saltaron las lágrimas. Alargó la mano hacia el bosque, como si quisiera desaparecer en él.

– Ira, ¿qué pasa?

– A solas -dijo-. Quiero ver a Paul Copeland a solas.

– ¿No quieres que yo venga con él?

Él negó con la cabeza sin dejar de mirar el bosque.

– No puedo decirte estas cosas, Luce. Quiero hacerlo, pero no puedo. Paul Copeland. Dile que venga. Solo. Le diré lo que necesita saber. Y entonces tal vez los fantasmas podrán descansar.

Cuando volví a mi despacho, tuve otro sobresalto.

– Glenda Pérez está aquí -dijo Jocelyn Duréis.

– ¿Quién?

– Es abogada. Pero dice que la conocerás mejor como hermana de Gil Pérez.

Había olvidado su nombre. Fui directamente a la sala de espera y la vi. Glenda Pérez estaba igual que en aquellas fotos de la repisa de la chimenea.

– ¿Señora Pérez?

Se levantó y me estrechó la mano superficialmente.

– Espero que tenga tiempo para recibirme.

– Adelante.

Glenda Pérez no esperó a que le mostrara el camino. Entró en mi despacho con la cabeza alta. La seguí y cerré la puerta. Habría apretado el intercomunicador para decir «No quiero interrupciones», pero me pareció que Jocelyn lo había entendido por nuestro lenguaje corporal.

Le indiqué con un gesto que se sentara. No lo hizo. Yo di la vuelta a mi mesa y me senté. Glenda Pérez se puso las manos en las caderas y me miró furiosa.

– Diga, señor Copeland, ¿le divierte amenazar a la gente mayor?

– Al principio no. Pero qué quiere que le diga, cuando le coges el tranquillo, no está mal, es bastante divertido.

Dejó caer las manos.

– ¿Le parece divertido?

– ¿Por qué no se sienta, señora Pérez?

– ¿Amenazó a mis padres?

– No. Espere, sí. A su padre. Le dije que si no me contaba la verdad haría trizas su mundo e iría a por él y a por sus hijos. Si eso le parece una amenaza, sí, le amenacé.

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