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Capítulo 24

Dejé a Lucy de nuevo en su despacho.

– Mañana iré a ver a Ira e intentaré que me hable de Manolo Santiago -dijo ella.

– De acuerdo.

Lucy cogió la manilla de la puerta.

– Tengo un montón de trabajos por corregir.

– Te acompañaré.

– No.

Lucy bajó del coche y la observé acercarse a la puerta. Se me encogió el estómago. Intenté entender lo que sentía en ese momento, pero se parecía demasiado a un torbellino de emociones. Era difícil discernir qué era qué.

Sonó mi móvil. Miré el identificador y vi que era Muse.

– ¿Cómo ha ido con la madre de Pérez? -preguntó.

– Creo que miente.

– He descubierto algo interesante.

– Te escucho.

– El señor Pérez frecuenta un bar llamado Smith Brothers. Le gusta pasar el rato allí con amigos, jugar a los dardos y cosas así. Parece que es un bebedor moderado. Pero las dos últimas noches se ha pasado de rosca. Se echó a llorar y se metió en peleas.

– Está deprimido -dije.

En el depósito, la señora Pérez había sido la más fuerte de los dos. Él se había apoyado en ella. Recordé las fracturas que había visto en él, como si estuviera roto.

– Sea como fuere, el alcohol suelta las lenguas -dijo Muse.

– Muy cierto.

– Ahora mismo Pérez está en el bar. Podría ser un buen sitio para hablar con él.

– Voy para allá.

– Una cosa más.

– Te escucho.

– Wayne Steubens ha aceptado verte.

Creo que dejé de respirar.

– ¿Cuándo?

– Mañana. Está cumpliendo condena en la prisión estatal de Red Onion, en Virginia. También he concertado una cita para que hables después con Geoff Bedford en la oficina del FBI. Él fue el agente especial que se encargó del caso Steubens.

– No puedo. Tenemos juicio.

– Sí puedes. Por un día puede encargarse uno de tus socios. Te he reservado asiento en el vuelo de la mañana.

No sé qué clase de bar esperaba encontrarme. Algo más rudo, creo. El local podría haber pertenecido a una cadena de restaurantes tipo T.G.I. Friday's o Bennigan's, aunque el bar era mayor que los de esas franquicias, y la zona de comedor mucho más pequeña. Estaba revestido de madera y tenía máquinas de palomitas y música de los ochenta que sonaba a todo volumen. En ese momento se oía a Tears for Fears cantando «Head Over Heels».

En mis tiempos lo habrían etiquetado como un bar de yuppies. Había jóvenes con la corbata floja y mujeres que se comportaban como si fuesen profesionales. Los hombres bebían a morro, esforzándose mucho por que pareciera que lo pasaban bien con sus amigotes mientras no dejaban de mirar a las chicas. Las mujeres bebían vino o martinis de pega y miraban a los chicos más disimuladamente. Meneé la cabeza. El Discovery Channel debería rodar un especial sobre el emparejamiento en ese local.

No parecía el bar al que iría un hombre como Jorge Pérez, pero lo encontré en el fondo. Estaba sentado en la barra con cuatro o cinco compinches, hombres que sabían beber, hombres que acunaban sus copas como si fueran polluelos necesitados de protección. Miraban con los ojos entornados a los yuppies del siglo XXI que pululaban por el local.

Me situé detrás del señor Pérez y le puse una mano en el hombro. Él se volvió lentamente, lo mismo que sus compinches. Tenía los ojos rojos y llorosos. Decidí probar una táctica directa.

– Le acompaño en el sentimiento -dije.

Pareció desconcertado. Los otros hombres, todos latinos que rayaban los sesenta, me miraron como si me estuviera comiendo con los ojos a sus hijas. Iban con ropa de trabajo. El señor Pérez llevaba un polo y pantalones de algodón. Me pregunté si eso significaría algo, aunque no tenía ni idea de qué podía ser.

– ¿Qué quiere? -preguntó.

– Hablar.

– ¿Cómo me ha encontrado?

Ignoré la pregunta.

– Vi su cara en el depósito. ¿Por qué mienten sobre Gil?

Entornó los ojos.

– ¿Me está llamando mentiroso?

Los otros hombres me miraron con más mala cara aún.

– Si le parece podríamos hablar en privado.

Meneó la cabeza.

– No.

– Sabe que mi hermana también desapareció aquella noche, ¿verdad?

Él se volvió y cogió su cerveza. Me daba la espalda cuando dijo:

– Sí, lo sé.

– El del depósito era su hijo.

Siguió dándome la espalda.

– ¿Señor Pérez?

– Largo de aquí.

– No pienso irme. '

Los otros hombres, hombres endurecidos, hombres que se habían pasado la vida trabajando al aire libre con las manos, me miraron furiosos. Uno se bajó del taburete.

– Siéntese -dije, dirigiéndome a él.

No se movió. Le miré a los ojos y le sostuve la mirada. Otro hombre se puso de pie y se colocó frente a mí con los brazos cruzados.

– ¿Saben quién soy? -pregunté.

Metí la mano en el bolsillo y saqué mi placa de fiscal. Sí, tengo placa. La verdad es que soy la máxima autoridad de orden público en el condado de Essex. No me gustaba que me amenazaran. Los matones me sacan de quicio. Todos conocemos el dicho de que hay que enfrentarse a un matón, pero sólo funciona si tienes poder para hacerlo. Yo lo tenía.

– Más vale que sean todos legales -dije-. Más vale que su familia sea legal, que sus amigos sean legales. Más vale que las personas que se encuentran por casualidad en la calle sean todas legales.

Los ojos entornados se abrieron un poco.

– Entréguenme identificaciones -dije-. Todos ustedes.

El que se había levantado primero levantó las manos.

– Vamos hombre, no queremos meternos en líos.

– Pues largo de aquí.

Dejaron algunos billetes sobre la barra y se marcharon. No corrieron, no se apresuraron, pero tampoco tenían ninguna intención de quedarse. Normalmente me habría sentido mal profiriendo amenazas vacías, abusando así de mi poder, pero en este caso se lo habían buscado.

Pérez se volvió a mirarme, no muy contento.

– Ya ve usted, ¿para qué tener una placa, si no vas a usarla? -dije.

– ¿No ha hecho ya bastante? -preguntó.

El taburete contiguo al suyo estaba vacío. Me senté. Llamé al camarero y pedí una cerveza de «las que toma él», señalando la jarra de Jorge Pérez.

– El del depósito era su hijo -dije-. Puedo mostrarle las pruebas, pero ambos lo sabemos.

Se acabó la cerveza y pidió otra. Llegó junto con la mía. Levanté mi jarra como si fuera a hacer un brindis. Él me miró pero no levantó la suya. Tomé un largo sorbo. El primer sorbo de cerveza en un día caluroso es como la primera vez que introduces un dedo en un tarro de mantequilla de cacahuete. Disfruté de lo que sólo se puede denominar el néctar de los dioses.

– Hay dos formas de jugar a esto -seguí-. Ustedes siguen fingiendo que no es él. Ya he solicitado la prueba de ADN. Sabe de qué hablo, ¿verdad, señor Pérez?

Él miró hacia los parroquianos.

– ¿Y quién no lo sabe hoy día?

– Tiene toda la razón. CSI y todas esas series de policías de la tele. Por lo tanto sabe que no tendré ningún problema en demostrar que Manolo Santiago era Gil.

Pérez tomó otro sorbo. Le temblaban las manos. Su cara mostraba arrugas de preocupación. Insistí.

– La cuestión ahora es qué pasará cuando demostremos que es su hijo. Yo creo que usted y su esposa intentarán mostrarse sorprendidos, dirán tonterías como «no teníamos ni idea». Pero no se sostendrá. Habrán quedado como unos mentirosos. Mis hombres empezarán a investigar de verdad. Revisaremos todos los registros telefónicos, todas las cuentas bancarias, llamaremos a las puertas, preguntaremos a sus amigos y vecinos sobre ustedes, preguntaremos por sus hijos…

– No meta a mis hijos en esto…

– No es posible -dije.

– No hay derecho.

– A lo que no hay derecho es a que mienta sobre su hijo.

Meneó la cabeza.

– Usted no lo entiende.

– Una mierda no lo entiendo. Mi hermana también estaba en el bosque aquella noche.

Se le llenaron los ojos de lágrimas.

– Iré a por usted, a por su esposa y sus hijos. Indagaré e indagaré y le aseguro que descubriré algo.

Miró fijamente la cerveza. Las lágrimas empezaron a resbalarle por la cara. No se las secó.

– Mierda -dijo.

– ¿Qué pasó, señor Pérez?

– Nada.

Bajó la cabeza. Me acerqué para que mi cara quedara junto a la suya.

– ¿Mató su hijo a mi hermana?

Levantó la cabeza y sus ojos me miraron como si buscaran en mi cara alguna clase de consuelo que nunca encontraría. Me mantuve firme.

– No quiero volver a hablar con usted -dijo Pérez.

– ¿La mató? ¿Es eso lo que intentan ocultar?

– No intentamos ocultar nada.

– No hago amenazas vacías, señor Pérez. Iré a por usted. Iré a por sus hijos.

Su mano se movió con tanta rapidez que no tuve tiempo de reaccionar. Me agarró las solapas con ambas manos y me acercó a él. Tenía veinte años más que yo o más, pero sentí su fortaleza. Me recuperé enseguida y, recordando algún movimiento de artes marciales que había aprendido de pequeño, le golpeé los antebrazos.

Me soltó, no sé si a causa de mi golpe o porque lo había decidido así. Pero me soltó. Se mantuvo firme y yo también. El camarero nos estaba mirando.

– ¿Necesita ayuda, señor Pérez? -preguntó.

Yo ya volvía a tener la placa en la mano.

– ¿Está declarando todas las propinas a Hacienda?

Se retiró. Todo el mundo miente. Todo el mundo tiene algo que prefiere que no se sepa. Todo el mundo se salta leyes y tiene secretos.

Pérez y yo nos miramos fijamente. Después él dijo:

– Se lo voy a poner fácil.

Esperé.

– Si va a por mis hijos, yo iré a por los suyos.

Sentí que se me encendía la sangre.

– ¿Qué coño significa esto?

– Significa que me importa una mierda la placa que tenga. No se amenaza a nadie con ir a por sus hijos.

Salió del local. Pensé en aquellas palabras. No me gustaron. Cogí el móvil y llamé a Muse.

– Averigua todo lo que puedas de los Pérez -dije.


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