Tres meses después
Estaba sentado en el gimnasio de una escuela elemental, observando a Cara, mi hija de seis años, deslizarse nerviosamente por una barra de equilibrio situada a unos diez centímetros del suelo, pero en menos de una hora estaré mirando la cara de un hombre que ha sido perversamente asesinado.
Eso no debería sorprender a nadie.
Con los años -y de las formas más horribles que uno pueda imaginar- he aprendido que la pared que separa la vida de la muerte, la belleza extraordinaria de la fealdad apabullante, es frágil. Sólo se necesita un segundo para atravesarla. En un momento la vida parece idílica: estás en un lugar tan casto como el gimnasio de una escuela elemental. Tu hijita está haciendo piruetas. Su voz suena atolondrada. Tiene los ojos cerrados. Ves la cara de su madre en ella (su madre solía cerrar los ojos y sonreír así) y recuerdas lo frágil que es esa pared.
– ¿Cope?
Era mi cuñada, Greta. Me volví hacia ella. Como siempre, Greta me miró con cariño. Le sonreí.
– ¿En qué piensas? -susurró.
Ella lo sabía. Mentí de todos modos.
– En las cámaras de vídeo -dije.
– ¿Qué?
Todas las sillas plegables estaban ocupadas por los demás padres. Yo me había quedado atrás de pie, con los brazos cruzados y apoyado en la pared de cemento. Sobre la puerta había reglamentos pegados, y por todas partes se veía esa clase de frases supuestamente estimulantes pero tan irritantes como «No me digas que el cielo es el límite cuando hay huellas en la luna». Las mesas del almuerzo estaban plegadas. Me apoyé en una, sintiendo el frío del acero y el metal. Nosotros envejecemos, pero los gimnasios de escuela elemental no cambian. Sólo parecen empequeñecer.
Hice un gesto hacia los padres.
– Hay más cámaras de vídeo que niños.
Greta asintió.
– Los padres lo filman todo. Absolutamente todo. ¿Qué harán con todo eso? ¿Crees que alguien vuelve a mirarlo de principio a fin?
– ¿Tú no lo haces?
– Preferiría dar a luz. Sonrió.
– No -dijo-, seguro que no.
– Vale, no, puede que no, pero ¿no formamos parte de la generación MTV? Tomas cortas, muchos ángulos… Pero filmar esto tal cual, someter a un inocente amigo o a un familiar a este…
Se abrió la puerta. En cuanto los dos hombres entraron en el gimnasio, supe que eran policías. Aunque no hubiera tenido mucha experiencia -soy fiscal del condado de Essex, en el que se encuentra la ciudad, más bien violenta, de Newark-, me habría dado cuenta. Al menos en eso la televisión acierta. El modo de vestir de los policías, por ejemplo, no es el mismo que el de los padres de una urbanización de lujo como Ridgewood. Nosotros no nos ponemos traje cuando vamos a ver a nuestros hijos haciendo gimnasia; nos ponemos pantalones de pana o vaqueros con un jersey de cuello de pico o una camiseta. Esos dos hombres llevaban trajes de mala confección y de un marrón que me recordó las astillas de madera después de una tormenta. No sonreían. Sus ojos escudriñaron la habitación. Conozco a casi todos los policías de la zona, pero a esos dos no los conocía. Eso me preocupó. Algo me olía mal. Sabía que yo no había hecho nada, por supuesto, pero seguía sintiendo un hormigueo en el estómago del tipo «soy inocente pero me siento culpable».
Mi cuñada Greta y su marido Bob tienen tres hijos. La pequeña, Madison, tenía seis años e iba a la misma clase que Cara. Greta y Bob me habían ayudado mucho. Tras la muerte de Jane, mi esposa y hermana de Greta, se mudaron a Ridgewood. Greta asegura que ya tenían pensado hacerlo. Lo dudo, pero estoy tan agradecido que no me lo cuestiono. No puedo imaginar cómo sería mi vida sin ellos.
Normalmente los otros padres se quedan detrás conmigo, pero como este acontecimiento era en horario diurno, había muy pocos. Las madres -excepto la que me estaba mirando furiosamente a través de su videocámara, porque había oído mi diatriba anti-videocámara- me adoran. No es por mí, evidentemente, sino por mi historial. Mi esposa murió hace cinco años, y estoy criando solo a mi hija. Hay otros progenitores solos en la ciudad, básicamente madres divorciadas, pero yo soy la estrella. Si me olvido de escribir una nota o me retraso para recoger a mi hija o me olvido su almuerzo en la cocina, las otras madres o el personal de la escuela intervienen y me echan una mano. Mi indefensión masculina les parece encantadora. Si alguna madre sola hace una de estas cosas, se la acusa de negligente y recibe todo el peso del sarcasmo de las demás madres.
Los niños seguían saltando o tropezando, dependiendo del punto de vista. Miré a Cara. Estaba muy concentrada y lo hacía bien, pero me dio la sensación de que había heredado la falta de coordinación de su padre. Algunas chicas del equipo de gimnasia del instituto estaban allí para ayudar. Eran mayores; probablemente tenían diecisiete o dieciocho años. La que recogió a Cara durante su intento de salto mortal me recordaba a mi hermana. Mi hermana, Camille, murió cuando tenía más o menos la edad de esta chica, y los medios de comunicación nunca me permiten olvidarlo. Pero tal vez eso no sea tan malo.
Ahora mi hermana estaría cerca de los cuarenta, la misma edad que cualquiera de estas madres. Es raro pensar en ella así. Yo siempre recordaré a Camille como una adolescente. Es difícil imaginar qué estaría haciendo ahora, dónde estaría, sentada en una de esas sillas, con esa sonrisa tonta-feliz-preocupada de «ante todo soy madre», filmando sin parar a su retoño. Me pregunto qué aspecto tendría ahora, pero lo que veo siempre es a la adolescente que murió.
Puede parecer que estoy obsesionado con la muerte, pero hay una diferencia enorme entre el asesinato de mi hermana y la muerte prematura de mi esposa. El primero determinó mi proyección profesional y mi trabajo actual. Puedo luchar contra esa injusticia en los tribunales. Y lo hago. Intento que el mundo sea más seguro, intento meter entre rejas a las personas que podrían hacer daño a otras, intento que otras familias tengan lo que la mía nunca llegó a tener: una conclusión.
Frente a la segunda muerte, la de mi esposa, me sentí indefenso y estafado y, por mucho que me esfuerce, nunca podré hacer nada para compensarla.
La directora de la escuela esbozó una sonrisa de falsa preocupación con su boca excesivamente pintada y se dirigió hacia los dos policías. Se puso a hablar con ellos, pero ninguno de los dos se molestó siquiera en mirarla. Observé sus ojos. Cuando el policía alto, sin duda el jefe, vio mi cara, se detuvo. Ninguno de los dos se movió durante un segundo. Ladeó muy ligeramente la cabeza, convocándome fuera de aquel paraíso seguro de risas y volteretas. Mi asentimiento fue igual de leve.
– ¿Adónde vas? -preguntó Greta.
No quiero parecer cruel, pero Greta era la hermana fea. Ella y mi amada y difunta esposa se parecían; saltaba a la vista que eran hijas de los mismos padres. Pero todo lo que funcionaba físicamente en Jane no lograba el mismo resultado en Greta. Mi esposa tenía una nariz prominente que la hacía parecer sexy. Greta tiene una nariz prominente que sólo parece eso, grande. Los ojos de mi esposa, bastante separados, le daban un atractivo exótico. En Greta, tanta separación hace que se parezca a un reptil.
– No estoy seguro -dije.
– ¿Trabajo?
– Podría ser.
Echó un vistazo a los probables policías y después me miró.
– Iba a llevar a Madison a almorzar a Friendly's. ¿Quieres que me lleve a Cara?
– Sí, le encantará.
– También puedo recogerla después de la escuela.
– Sería de gran ayuda -contesté.
Greta me besó suavemente en la mejilla, algo que hace muy pocas veces. Me dirigí a la salida, acompañado por las carcajadas infantiles. Abrí la puerta y salí al pasillo. Los dos policías me siguieron. Los pasillos de las escuelas tampoco cambian nunca. Tienen una especie de eco de casa encantada, un extraño semi-silencio y un vago pero perceptible olor que calma y enerva al mismo tiempo.
– ¿Es usted Paul Copeland? -preguntó el alto.
– Sí.
Miró a su compañero, que era más bajo, robusto y sin cuello. Tenía una cabeza en forma de ladrillo, y su piel también era áspera, lo que acrecentaba la ilusión. Un grupo de niños que podían ser de cuarto dobló una esquina. Estaban todos rojos de hacer ejercicio. Probablemente venían del patio. Pasaron junto a nosotros, seguidos por la agobiada maestra que nos dirigió una sonrisa forzada.
– Quizá sea mejor que hablemos fuera -dijo el alto.
Me encogí de hombros. No tenía ni idea de sobre qué quería hablar. Tenía de mi parte la inocencia, pero la experiencia me decía que con la policía nada es lo que parece. Seguro que no querían hablar del gran e importante caso en el que trabajaba y que copaba todos los titulares. De haber sido eso, me habrían llamado a la oficina, me habrían avisado al móvil o a la BlackBerry.
No, estaban allí por otra cosa, por algo personal.
Insisto en que era consciente de no haber hecho nada malo. Pero he visto a toda clase de sospechosos y toda clase de reacciones. Les sorprendería. Por ejemplo, cuando la policía tiene bajo custodia a alguien que considera un sospechoso razonable, a menudo lo deja horas encerrado en la sala de interrogatorios. Sería de esperar que los culpables se subieran por las paredes, pero en general sucede precisamente lo contrario. Son los inocentes los que se ponen más nerviosos y se angustian. No tienen ni idea de por qué están allí o de qué es lo que la policía cree erróneamente que han hecho. Los culpables a menudo se duermen.
Salimos fuera. El sol caía de lleno. El alto entornó los ojos y levantó una mano a modo de pantalla. Ladrillo no pensaba dar esa satisfacción a nadie.
– Soy el detective Tucker York -dijo el alto. Sacó la placa y después señaló a Ladrillo-. Él es el detective Don Dillon.
Dillon también sacó su identificación. Me las mostraron. No sé por qué lo hacen. ¿Cuánto puede costar conseguir identificaciones falsas?
– ¿En qué puedo ayudarles? -pregunté.
– ¿Le importaría decirnos dónde estuvo anoche? -preguntó York.
Ante una pregunta como ésta deberían haber sonado las sirenas. Debería haberles recordado inmediatamente quién era yo y que no respondería a ninguna pregunta sin un abogado presente. Pero yo soy abogado. Un abogado muy bueno. Y evidentemente, eso hace que te vuelvas más estúpido cuando te representas a ti mismo. También era humano. Cuando la policía te acosa, lo sé por experiencia, tu reacción es desear complacerlos. No lo puedes evitar.