Busqué el número de teléfono de la casa de Foley, el abogado aromático, y le desperté.
– No firme los papeles hasta la tarde -dije.
– ¿Por qué?
– Porque si lo hace, haré todo lo posible por que mi oficina caiga encima de usted y de sus clientes con todo el peso de la ley. Les dejaré claro que no hacemos tratos con Horace Foley, que siempre procuramos que los clientes cumplan la máxima condena.
– No puede hacer eso.
No dije nada.
– Tengo una obligación con mi cliente.
– Dígale que he pedido un poco de tiempo. Dígale que es por su bien.
– ¿Y qué le digo a la otra parte?
– No lo sé, Foley, invéntese algo; que hay algún error en la documentación, lo que sea. Pero demórelo hasta la tarde.
– ¿Y en qué beneficia esto a mi cliente?
– Si tengo suerte y doy en el clavo, podrá renegociar. Más dinero en su bolsillo.
Se calló un momento y después dijo:
– Eh, Cope.
– ¿Qué?
– Es una chica rara, Chamique.
– ¿Por qué?
– Cualquiera habría cogido el dinero enseguida. Tuve que insistirle porque, francamente, cuanto antes cobre mejor para ella. Los dos lo sabemos. Pero no quiso saber nada hasta que anoche la vapulearon con aquella historia de Jim/James. Antes de eso, dijera lo que dijera en la sala, estaba más interesada en que los chicos fueran a la cárcel que en la compensación económica. Realmente quería justicia.
– ¿Y eso le sorprende?
– Usted es nuevo en esto. Yo llevo veintisiete años haciéndolo. Te vuelves cínico. O sea que sí, me sorprendió y mucho.
– ¿Me está diciendo esto por alguna razón concreta?
– Sí, por una razón. A mí ya me conoce, yo quiero mi tercera parte del acuerdo. Pero Chamique es diferente. A ella este dinero le cambiará la vida. Así que, señor fiscal, no sé lo que se trae entre manos, pero no lo estropee.
Lucy bebía sola.
Era de noche. Lucy vivía en un apartamento de la facultad, un lugar muy deprimente. Muchos profesores trabajaban mucho para ahorrar con la esperanza de poder dejar el apartamento de la universidad. Lucy llevaba un año viviendo allí. Antes que ella, una profesora de literatura inglesa, Amanda Simon, había pasado tres décadas de soltería en aquel piso. Un cáncer de pulmón la había matado a los cincuenta y ocho años. Sus restos permanecían en el olor que había dejado atrás. A pesar de haber arrancado la moqueta y haber pintado todo el piso, la peste a tabaco seguía allí. Era un poco como vivir en un cenicero.
Lucy era una chica de vodka. Miró por la ventana. A lo lejos se oía música. Era el campus de una universidad. Siempre había música en alguna parte. Miró el reloj. Medianoche.
Encendió su propio iPod diminuto y buscó la lista de reproducción que había titulado «Suave». Todas las canciones no sólo eran lentas sino que además te partían el corazón. Así que estaba bebiendo vodka en su deprimente piso, oliendo el humo de una difunta y escuchando canciones desgarradoras de pérdida, deseo y angustia. Era lastimoso, pero a veces es suficiente sentir. Daba lo mismo que te doliera. Lo importante era sentir.
En ese momento Joseph Arthur cantaba «Honey and the Moon». Le decía a su amor verdadero que, si no era real, él la inventaría. Uau, no estaba mal. Lucy intentó imaginar un hombre, un hombre que valiera la pena, diciéndoselo a ella. Eso la hizo sacudir la cabeza de perplejidad.
Cerró los ojos e intentó unir las piezas. No encajaba nada. El pasado se estaba amotinando. Lucy se había pasado toda la vida adulta huyendo de esos malditos bosques en el campamento de su padre. Había cruzado el país, hasta llegar a California, y había vuelto a cruzarlo en dirección contraria. Se había cambiado el nombre y el color de los cabellos. Pero el pasado siempre la seguía. A veces le permitía ganar una ventaja cómoda, la engañaba para que creyera que había puesto suficiente distancia entre aquella noche y el presente, pero los muertos siempre rellenaban el hueco.
Al final aquella horrible noche siempre la encontraba. Pero esta vez… ¿cómo? Esas entradas de diario… ¿cómo podían existir? Sylvia Potter apenas había nacido cuando el Monitor Degollador actuó en el campamento PACE (su lema era: Paz Amor Comprensión Estío). ¿Qué podía saber ella? Por supuesto, como Lonnie, podía haber investigado en internet y haber descubierto que Lucy tenía un pasado. O tal vez alguien, alguien mayor y más listo, le había contado algo.
Aun así, ¿cómo podía saberlo ella? En realidad, ¿cómo podía saberlo nadie? Sólo una persona sabía que Lucy había mentido sobre lo sucedido aquella noche.
Y era evidente que Paul no había dicho nada. Miró a través del líquido transparente de su vaso. Paul… Paul Copeland. Todavía le veía con aquellos brazos y aquellas piernas desgarbados, el torso magro, los cabellos largos, esa sonrisa deslumbrante. Curiosamente se habían conocido gracias a sus padres. El padre de Paul, tocoginecólogo en su país natal, había huido de la represión en la Unión Soviética sólo para encontrar bastante de lo mismo en el gran Estados Unidos. Ira, el padre todo corazón de Lucy, no podía resistirse a una historia trágica como ésa. Por eso Ira contrató a Vladimir Copeland como médico del campamento y dio a su familia la posibilidad de escapar de Newark en verano.
Lucy todavía recordaba el coche, el Oldsmobile Ciera desvencijado, subiendo por la pista, parándose, y las cuatro puertas abriéndose al mismo tiempo, y los cuatro miembros de la familia bajando a la vez. En ese momento, cuando Lucy vio a Paul por primera vez y sus ojos se encontraron, fue una explosión, una fractura, un rayo. Y vio que a él le sucedía lo mismo. En la vida existen esos raros momentos en que sientes una sacudida, y es una sensación maravillosa y al mismo tiempo duele una barbaridad, pero sientes, sientes de verdad, y de repente los colores parecen más brillantes y los sonidos más claros y la comida sabe mejor y nunca, ni un solo minuto, dejas de pensar en él y sabes, lo sabes y basta, que él siente exactamente lo mismo por ti.
– Así -dijo Lucy en voz alta, y tomó otro sorbo de vodka con tónica.
Como en esas canciones lastimeras que escuchaba una y otra vez. Un sentimiento. Un estallido de emoción. Un subidón o un bajón, no importaba. Pero ya no era lo mismo. ¿Qué había cantado Elton John, con aquella letra de Bernie Taupin, sobre el vodka con tónica? Algo sobre tomar un par de vodkas con tónica para empezar de nuevo.
A Lucy no le había funcionado. Pero ¿para qué dejar de intentarlo ahora?
La vocecita en su cabeza decía: «Deja de beber».
La voz más fuerte decía a la vocecita que se callara o se metiera en sus asuntos.
Lucy levantó un puño en el aire.
– ¡Bien dicho, Voz!
Se rió y ese sonido, el sonido de su risa sola en aquella habitación silenciosa, la asustó. El siguiente en su lista «Suave» era Rob Thomas pidiéndole si podía abrazarla mientras se desmoronaba, si podía abrazarla mientras los dos se hundían. Ella asintió. Sí podía. Rob le recordó que tenía frío, estaba asustada y rota, y que, maldita sea, quería escuchar esa canción con Paul.
Paul.
Él tenía que saber lo de los diarios.
Hacía veinte años que no le veía, pero hacía seis Lucy le había buscado en internet. No quería hacerlo. Sabía que Paul era una puerta que era mejor dejar cerrada. Pero se había emborrachado -vaya sorpresa-y, así como algunas personas recurrían al teléfono cuando bebían demasiado, Lucy recurría al Google.
Lo que encontró la hizo serenarse y al mismo tiempo no fue una sorpresa. Paul estaba casado. Trabajaba como abogado. Tenía una niña pequeña. Lucy incluso había encontrado una foto de su bonita esposa de familia acomodada en una recepción de una asociación benéfica. Jane, la esposa, era alta, delgada y llevaba perlas. Le quedaban bien las perlas. Toda ella decía a gritos que estaba hecha para las perlas. Otro trago.
Las cosas podían haber cambiado en seis años, pero entonces Paul vivía en Ridgewood, Nueva Jersey, apenas a treinta kilómetros de donde se encontraba Lucy ahora. Miró el ordenador que tenía en la habitación. Paul debía saberlo, ¿no?
Y no haría ningún daño realizar otra búsqueda en Google. Buscar su número de teléfono, de su casa, o mejor de su despacho. Podía llamarle. Advertirle, en realidad. Con total honestidad. Sin intenciones o significados ocultos, nada de eso.
Dejó el vodka con tónica. Por la ventana veía caer la lluvia. El ordenador ya estaba encendido. Su salvapantallas era ni más ni menos que el que ponía Windows por defecto. Nada de fotos de vacaciones familiares, ninguna diapositiva de los niños o el típico comodín de las solteras: la fotografía de una mascota. Sólo el logo de Windows brincando en la pantalla, como si el monitor le sacara la lengua. Llamarlo patético era poco.
Fue a la página de inicio y estaba a punto de teclear cuando oyó que llamaban a la puerta. Se detuvo y esperó.
Otra llamada. Lucy miró el reloj en la esquina inferior derecha del ordenador.
Las doce y diecisiete.
Tardísimo para visitas.
– ¿Quién es?
Ninguna respuesta.
– ¿Quién…?
– Soy Sylvia Potter.
Por la voz se notaba que estaba llorando. Lucy se puso en pie y fue a la cocina. Echó el resto de su bebida en el fregadero y guardó la botella en el armario. El vodka no olía, al menos no mucho, o sea que por ese lado estaba salvada. Se miró rápidamente en el espejo. La imagen que vio era horrible, pero no podía hacer mucho por remediarlo.
– Voy.
Abrió la puerta y Sylvia entró de golpe como si hubiera estado apoyada en ella. La chica estaba empapada. El aire acondicionado estaba al máximo. Lucy estuvo a punto de comentar que pillaría un resfriado de muerte, pero le pareció algo que podía decir una madre. Cerró la puerta.
– Siento pasar tan tarde -dijo Sylvia.
– No te preocupes. Estaba levantada.
Se paró en el centro de la habitación.
– Lamento lo de antes.
– No pasa nada.
– No, es que…
Sylvia echó un vistazo y se frotó el cuerpo con las manos.
– ¿Quieres una toalla o algo?
– No.
– ¿Quieres algo de beber?
– No, gracias.
Lucy indicó a Sylvia que se sentara y la chica se dejó caer en el sofá de Ikea. Lucy odiaba Ikea y sus manuales de instrucciones con dibujitos que parecían pensados por ingenieros de la NASA. Lucy se sentó a su lado y esperó.
– ¿Cómo supo que yo había escrito el diario? -preguntó Sylvia.