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– ¿Estaba impresionada con ellos?

– Sí, claro.

– ¿Y por su dinero?

– Eso también -dijo.

Me encantó esta respuesta.

– Y Jerry se portó bien conmigo cuando fui a hacer el striptease -continuó.

– ¿El señor Flynn la trató bien?

– Sí.

Asentí. Me estaba adentrando en territorio peligroso, pero me lancé.

– Por cierto, Chamique, volviendo a la noche que la contrataron como stripper… -noté que la voz se me volvía más profunda-. ¿Realizó otros servicios para alguno de los hombres del público?

La miré a los ojos. Tragó saliva, pero aguantó el tipo. Habló en voz baja, sin desafíos.

– Sí.

– ¿Fueron favores de carácter sexual?

– Sí.

Bajó la cabeza.

– No se avergüence -dije-. Necesitaba el dinero. -Señalé la mesa de la defensa-. ¿Cuál es su excusa?

– ¡Protesto!

– Aceptada.

Pero Mort Pubin no había terminado.

– Señoría, ¡esa afirmación ha sido una ofensa!

– Es una ofensa -acepté-. Debería castigar a sus clientes inmediatamente.

Mort Pubin se puso rojo. Su voz era un gimoteo.

– ¡Señoría!

– Señor Copeland.

Levanté una mano hacia el juez en señal de reconocimiento y contrición. Soy un ferviente creyente en sacar a la luz todas las malas noticias durante mi interrogatorio, es decir, a mi manera. Le quitas mucho hierro al asunto.

– ¿Estaba interesada en el señor Flynn como posible novio?

Mort Pubin otra vez:

– ¡Protesto! ¿Qué relevancia tiene?

– ¿Señor Copeland?

– Sin duda es relevante. Ellos dirán que la señorita Johnson está inventando los cargos para aprovecharse económicamente de sus clientes. Intento establecer el estado de ánimo de la señorita Johnson aquella noche.

– Lo permitiré -dijo el juez Pierce.

Repetí la pregunta.

Chamique hizo una mueca y eso delató su edad.

– Jerry estaba fuera de mi alcance.

– ¿Pero?

– Pero… no sé. Nunca había conocido a alguien como él. Me abrió una puerta para que pasara. Era tan amable. No estoy acostumbrada.

– Y es rico. Comparado con usted.

– Sí.

– ¿Eso era importante para usted?

– Claro.

Me encantó su sinceridad.

Los ojos de Chamique fueron rápidamente hacia el jurado. La expresión desafiante había vuelto.

– Yo también tengo sueños.

Dejé que esto calara antes de continuar.

– ¿Y qué sueños tenía esa noche, Chamique?

Mort Pubin estaba a punto de protestar otra vez, pero Flair Hickory le contuvo poniéndole una mano en el brazo.

Chamique se encogió de hombros.

– Es una tontería.

– Dígamelo de todos modos.

– Pensé que quizá… era una tontería… pensé que quizá podía gustarle, ¿entiende?

– Entiendo -dije-. ¿Cómo fue a la fiesta?

– Cogí un autobús en Irvington y después caminé.

– Y cuando llegó a la fraternidad, ¿el señor Flynn estaba allí?

– Sí.

– ¿Seguía mostrándose amable?

– Al principio sí. -Se le escapó una lágrima-. Estuvo muy amable. Fue…

Calló.

– ¿Fue qué, Chamique?

– Al principio -le resbaló otra lágrima por la mejilla- fue la mejor noche de mi vida.

Dejé que las palabras calaran. Se le escapó otra lágrima.

– ¿Se encuentra bien? -pregunté.

Chamique se secó la lágrima.

– Estoy bien.

– ¿Seguro?

Su voz volvía a ser dura.

– Formule su pregunta, señor Copeland -dijo.

Lo hacía estupendamente. El jurado estaba atento, pendiente de todas sus palabras, y la creían.

– ¿Hubo un momento en el que el comportamiento del señor Flynn hacia usted cambió?

– Sí.

– ¿Cuándo?

– Le vi susurrar algo a ese otro de allí -respondió señalando a Edward Jenrette.

– ¿El señor Jenrette?

– Sí, él.

Jenrette intentó encogerse ante la mirada de Chamique. Lo consiguió a medias.

– ¿Vio que el señor Jenrette susurraba algo al señor Flynn?

– Sí.

– ¿Y qué pasó a continuación?

– Jerry me preguntó si quería dar un paseo.

– ¿Se refiere a Jerry Flynn?

– Sí.

– De acuerdo. Cuente lo que sucedió.

– Salimos. Tenían un barril de cerveza. Me preguntaron si quería una. Dije que no. Se comportaba de una forma nerviosa.

Mort Pubin se levantó.

– Protesto.

Hice un gesto de exasperación.

– Señoría.

– Lo permitiré -concedió el juez.

– Adelante -dije.

– Jerry sirvió una cerveza del barril y se quedó mirándola fijamente.

– ¿Mirando la cerveza?

– Sí, algo así. Ya no me miraba a mí. Algo había cambiado. Le pregunté si estaba bien. Dijo que sí, que todo iba de maravilla. Y entonces -no se le quebró la voz, pero estuvo a punto- me dijo que estaba muy buena y que le gustaba ver cómo me quitaba la ropa.

– ¿Eso la sorprendió?

– Sí, nunca me había hablado así antes. Hablaba con voz ronca. -Tragó saliva-. Como los otros.

– Continúe.

– Dijo: «¿Quieres subir a ver mi habitación?».

– ¿Qué contestó usted?

– Dije que bueno.

– ¿Quería ir a su habitación?

Chamique cerró los ojos. Le cayó otra lágrima. Negó con la cabeza.

– Debe responder en voz alta.

– No -dijo ella.

– ¿Por qué subió?

– Quería gustarle.

– ¿Y creía que le gustaría si subía con él a su habitación?

– Sabía que no le gustaría si le decía que no -dijo Chamique en voz baja.

Me volví y me acerqué a la mesa. Fingí que consultaba mis notas. Sólo quería que el jurado tuviera tiempo de asumirlo todo. Chamique tenía la espalda recta, la barbilla alta. Intentaba que no se le notara, pero toda ella emanaba dolor.

– ¿Qué pasó cuando subió?

– Crucé una puerta. -Volvió a mirar a Jenrette-. Y él me agarró.

De nuevo le hice señalar a Edward Jenrette e identificarle por el nombre.

– ¿Había alguien más en la habitación?

– Sí. Él.

Señaló a Barry Marantz. Me fijé en las dos familias detrás de los acusados. Los padres tenían esas expresiones mortuorias en las que parece que les tiran de la piel desde atrás; los pómulos parecen demasiado prominentes, los ojos hundidos y rotos. Eran los centinelas, a punto para ofrecer refugio a sus vástagos.

Estaban destrozados. Me sentí mal por ellos. Lástima. Edward Jenrette y Barry Marantz tenían personas que les protegían.

Chamique Johnson no tenía a nadie.

Parte de mí entendía lo que había sucedido. Empiezas a beber, pierdes el control, olvidas que habrá consecuencias. Tal vez no volverían a hacerlo nunca más. Tal vez ya habían aprendido la lección. Pero, de nuevo, lástima.

Había personas que eran malas hasta el meollo, que siempre serían crueles y desagradables y harían daño a otros. Había otras, tal vez la mayoría de los que pasaban por mi oficina, que sólo metían la pata. Mi trabajo no es diferenciar entre unos y otros. Eso lo dejaba para el juez cuando dictara la sentencia.

– Bien -dije-, ¿qué sucedió entonces?

– Él cerró la puerta.

– ¿Cuál de los dos?

Señaló a Marantz.

– Chamique, para facilitar las cosas, ¿podría llamarle señor Marantz y al otro señor Jenrette?

Ella asintió.

– Así que el señor Marantz cerró la puerta. ¿Qué sucedió entonces?

– El señor Jenrette me dijo que me pusiera de rodillas.

– ¿Dónde estaba el señor Flynn en ese momento?

– No lo sé.

– ¿No lo sabe? -Fingí sorpresa-. ¿No subió con usted la escalera?

– Sí.

– ¿No estaba a su lado cuando el señor Jenrette la cogió del brazo?

– Sí.

– ¿Entonces?

– No lo sé. No entró en la habitación. Dejó que se cerrara la puerta.

– ¿Volvió a verle?

– Hasta más tarde no.

Respiré hondo y me lancé: Le pregunté a Chamique qué había pasado después. La guié para que contara la agresión. El testimonio fue gráfico. Habló con claridad, como si no fuera con ella. Había mucho que explicar: lo que habían dicho, cómo se habían reído, lo que le habían hecho a ella. Necesitaba detalles. No creo que el jurado quisiera oírlos. Lo comprendía. Pero necesitaba que ella fuera lo más explícita posible, que recordara todas las posiciones, quién se había colocado dónde, quién había hecho qué.

Fue agotador.

Cuando terminamos el testimonio de la agresión, le dejé unos segundos antes de afrontar nuestro mayor problema.

– En su testimonio, afirma que los agresores utilizaron los nombres de Cal y Jim.

– Protesto, señoría.

Flair Hickory habló por primera vez. Su voz era tranquila, la clase de tranquilidad que llama la atención.

– No afirmó que ellos utilizaran los nombres de Cal y Jim -dijo Flair-. Afirmó, tanto en su testimonio como en las declaraciones preliminares, que eran Cal y Jim.

– Lo reformularé -dije en un tono exasperado, como diciéndole al jurado: «No sé por qué se pone tan quisquilloso». Volví mi atención a Charmique-. ¿Quién era Cal y quién era Jim?

Chamique identificó a Barry Marantz como Cal y a Edward Jenrette como Jim.

– ¿Se presentaron? -pregunté.

– No.

– ¿Cómo supo sus nombres, entonces?

– Los utilizaban entre ellos.

– Según su testimonio, por ejemplo, el señor Marantz dijo: «Inclínala, Jim». ¿Cosas así?

– Sí.

– ¿Es consciente de que ninguno de los acusados se llama Cal o Jim? -dije.

– Lo sé -dijo ella.

– ¿Puede explicárselo?

– No. Sólo he repetido lo que ellos decían.

No vaciló, no intentó poner una excusa, fue una buena respuesta. Abandoné el tema.

– ¿Qué pasó después de que la violaran?

– Hicieron que me lavara.

– ¿Cómo?

– Me metieron en una ducha. Me enjabonaron. La ducha tenía un mango con teléfono. Hicieron que me frotara.

– ¿Y a continuación?

– Me quitaron la ropa, dijeron que iban a quemarla. Me dieron una camiseta y unos pantalones cortos.

– ¿Y después?

– Jerry me acompañó a una parada de autobús.

– ¿El señor Flynn le dijo algo durante el trayecto?

– No.

– ¿Ni una palabra?

– Ni una palabra.

– ¿Usted le dijo algo?

– No.

Fingí sorpresa otra vez.

– ¿No le dijo que la habían violado?

Sonrió por primera vez.

– ¿Cree que no lo sabía?

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