La echaba de menos.
La echaba de menos de la forma que se echa de menos a alguien de quien te estás enamorando. Podría marear la perdiz, suavizar un poco esta afirmación, decir que mis emociones estaban en modo superacelerado con todo lo que estaba pasando, decir que se trataba de nostalgia de una época mejor, una época más inocente, una época en la que mis padres estaban juntos y mi hermana viva, y qué demonios, incluso Jane estaba bien y hermosa y feliz en algún lugar. Pero no era esto.
Me gustaba estar con Lucy. Me gustaba cómo me hacía sentir. Me gustaba estar con ella de la manera como te gusta estar con alguien de quien te estás enamorando. No había necesidad de más explicaciones.
Muse conducía. Su coche era pequeño y estaba lleno de trastos. Yo no era muy aficionado a los coches y no tenía ni idea de qué coche era, pero olía a tabaco. Debió de captar mi expresión porque dijo:
– Mi madre fuma como una carretera.
– Ya.
– Vive conmigo. Es algo temporal. Hasta que dé con el marido número cinco. Mientras tanto le digo que no fume en mi coche.
– Y no te hace ni caso.
– No; creo que decírselo hace que fume más. Es lo mismo en el piso. Llego de trabajar, abro la puerta y me siento como si tragara ceniza.
Deseaba que condujera más rápido.
– ¿Estarás bien para ir al juzgado mañana? -preguntó.
– Creo que sí.
– El juez Pierce quería ver a los abogados en su despacho.
– ¿Tienes idea de por qué?
– No.
– ¿A qué hora?
– A las nueve de la mañana.
– Allí estaré.
– ¿Quieres que pase a recogerte?
– Sí.
– ¿Puedo coger un coche de empresa?
– No trabajamos para una empresa. Trabajamos para el condado.
– ¿Un coche del condado entonces?
– Tal vez.
– Qué bien. -Condujo un rato más-. Siento mucho lo de tu hermana.
No pude decir nada. Todavía me costaba reaccionar. Tal vez necesitaba oír que se había confirmado la identidad. O tal vez llevaba veinte años de luto y ya no me quedaban más. O tal vez, lo más probable, estaba poniendo mis emociones en suspenso.
Ya habían muerto dos personas más.
Lo que pasara en ese bosque hacía veinte años… Tal vez los chicos del pueblo tenían razón, los que decían que un monstruo los había devorado o que el hombre del saco se los había llevado. Lo que había matado a Margot Green y a Doug Billingham, y con toda probabilidad a Camille Copeland, seguía vivo, seguía respirando, seguía cobrándose vidas. Puede que hubiera dormido veinte años. Puede que hubiera ido a un lugar nuevo o se hubiera trasladado a otro bosque en otro estado. Pero ese monstruo había vuelto, y yo no iba a permitir que volviera a salirse con la suya.
El alojamiento para profesores de la Universidad de Reston era deprimente. Los edificios de ladrillo eran viejos y estaban apiñados. La iluminación era mala, pero creo que esto podía convenirme.
– ¿Te importa esperar en el coche? -pregunté.
– Tengo que hacer un recado -dijo Muse-. Vuelvo enseguida.
Subí por el camino. Las luces estaban apagadas, pero oí música. Reconocí la canción. «Somebody» de Bonnie McKee. Mortalmente deprimente -el tal «somebody» era el amor perfecto que ella sabe que está en alguna parte, pero no encuentra nunca- pero así era Lucy. Le encantaban las canciones desgarradoras. Llamé a la puerta. No hubo respuesta. Toqué el timbre, llamé otra vez. Pero nada.
– ¡Luce!
Nada.
– ¡Luce!
Volví a llamar. Se estaba acabando el efecto de lo que me había dado el médico. Sentía los puntos en el costado. Los sentía literalmente, como si cada movimiento me desgarrara la piel.
– ¡Luce!
Intenté abrir la puerta. Estaba cerrada. Había dos ventanas. Intenté mirar. Estaba demasiado oscuro. Intenté abrirlas. Ambas estaban cerradas.
– Por favor, sé que estás dentro.
Oí un coche detrás de mí. Era Muse. Se paró y bajó.
– Toma -dijo.
– ¿Qué es?
– Una llave maestra. La he pedido en seguridad del campus.
Muse.
Me la lanzó y volvió al coche. Introduje la llave en la cerradura, volví a llamar y la giré. Se abrió la puerta. Entré y cerré la puerta.
– No enciendas la luz.
Era Lucy.
– Déjame sola, ¿vale, Cope?
El iPod pasó a la siguiente canción. Alejandro Escovedo preguntaba musicalmente qué clase de amor destruye a una madre y la deja perdida retorciéndose entre los árboles.
– Deberías hacer uno de esos recopilatorios -dije.
– ¿Qué?
– Uno de esos que se anuncian en televisión. TimeLife presenta Las canciones más deprimentes de todos los tiempos.
Oí que soltaba una risita. Mis ojos se estaban acostumbrando a la oscuridad. La vi sentada en el sofá. Me acerqué más.
– No -dijo.
Pero seguí avanzando y me senté a su lado. Había una botella de vodka en su mano. Estaba medio vacía. Eché un vistazo. No había nada personal en el piso, nada nuevo, nada llamativo ni alegre.
– Ira -dijo.
– Lo siento mucho.
– La policía dice que mató a Gil.
– ¿Tú qué crees?
– Vi sangre en el coche. Te disparó. Sí, por supuesto que creo que mató a Gil.
– ¿Por qué?
No respondió y tomó un largo trago.
– ¿Por qué no me das la botella? -dije.
– Esto es lo que soy, Cope.
– No es verdad.
– No soy para ti. No puedes rescatarme.
Tenía algunas respuestas para esto, pero todas me sonaban a tópico. Lo dejé correr.
– Te quiero -dijo-. No sé por qué, pero nunca he dejado de quererte. He estado con otros hombres. He tenido novios. Pero tú siempre estabas presente. Con nosotros. Incluso en la cama. Es una estupidez, una tontería, y sólo éramos unos chicos, pero así son las cosas.
– Lo entiendo -dije.
– Creen que Ira podría haber matado a Margot y a Doug.
– ¿Tú no?
– Él sólo quería que se olvidara, ¿sabes? Hacía demasiado daño, causaba demasiada destrucción. Cuando vio a Gil, debió de ser como si un fantasma hubiera vuelto para mortificarlo.
– Lo siento -repetí.
– Vete a casa, Cope.
– Prefiero quedarme.
– No es decisión tuya. Ésta es mi casa. Mi vida. Vete a casa.
Dio otro largo sorbo.
– No me gusta dejarte así.
Se rió lúgubremente.
– ¿Crees que es la primera vez o qué?
Me miró, como desafiándome a discutírselo. No lo hice.
– Esto es lo que hago. Bebo en la oscuridad y escucho estas malditas canciones. Pronto me dormiré o me desmayaré o como quieras llamarlo. Mañana apenas tendré resaca.
– Quiero quedarme.
– No quiero que te quedes.
– No es por ti. Es por mí. Quiero estar contigo. Esta noche especialmente.
– No te quiero aquí. Sólo empeora las cosas.
– Pero…
– Por favor -dijo, y su tono era de súplica-. Déjame sola, por favor. Mañana. Empezaremos de nuevo mañana.