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La enfermera volvió.

– Lo siento, señor Copeland, pero tengo que tomarle el pulso y la tensión arterial.

Asentí con la cabeza para que pasara. Tenía que recuperarme. Sentía el corazón desbocado en el pecho. Otra vez. Si no me calmaba, me tendrían allí para siempre.

La enfermera trabajó rápida y silenciosamente. La señora Pérez miró la habitación como si acabara de entrar en ella, como si acabara de darse cuenta de donde estaba. Temí que iba a perderla.

– ¿Está bien? -pregunté.

Ella asintió.

La enfermera acabó.

– Esta mañana le darán el alta.

– Estupendo.

Me sonrió forzadamente y nos dejó solos. Esperé a que la señora Pérez continuara.

– Evidentemente Gil estaba aterrado. Puede imaginárselo. Lo mismo que su hermana. Tiene que verlo desde su punto de vista. Eran jóvenes. Casi les matan. Habían visto cómo degollaban a Margot Green. Pero quizá lo peor de todo eran las palabras de Wayne «Gracias por vuestra ayuda». ¿Lo entiende?

– Les había convertido en cómplices.

– Sí.

– ¿Y qué hicieron?

– Se escondieron. Más de veinticuatro horas. Su madre y yo estábamos desesperadas de angustia. Mi marido estaba en casa, en Irvington. Su padre también estaba en el campamento. Pero estaba fuera con las partidas de búsqueda. Su madre y yo estábamos juntas cuando Gil llamó. Él sabía el número del teléfono público de la cocina. Había marcado tres veces antes, pero colgaba siempre que contestaba un desconocido. Más de un día después de que desaparecieran, lo descolgué yo.

– ¿Gil le explicó lo que había pasado?

– Sí.

– ¿Se lo contó a mi madre?

Ella asintió. Yo empezaba a entenderlo.

– ¿Hablaron con Wayne Steubens? -pregunté.

– No fue necesario. Él ya había hablado con tu madre.

– ¿Qué le dijo?

– Nada incriminatorio. Pero lo dejó claro. Se había buscado una coartada para aquella noche. Mire, nosotras ya lo sabíamos. Las madres son así.

– ¿Qué sabían?

– El hermano de Gil, Eduardo, estaba cumpliendo condena. Gil tenía algunos antecedentes: él y unos amigos habían robado un coche. Su familia era pobre, mi familia era pobre. Habría huellas en la cuerda. La policía se preguntaría por qué su hermana había atraído a Margot Green al bosque. Wayne se había deshecho de las pruebas contra él. Era rico y muy querido y podía contratar al mejor abogado. Usted es fiscal, señor Copeland. Dígame, si Gil y Camille se hubieran presentado, ¿a quién habrían creído?

Cerré los ojos.

– Les dijeron que siguieran escondidos.

– Sí.

– ¿Quién puso su ropa en el bosque?

– Yo. Me encontré con Gil, que seguía en el bosque.

– ¿Vio a mi hermana?

– No. Él me dio su ropa. Se cortó, apretó la camisa contra la herida. Le dije que siguiera escondido hasta que tuviéramos un plan. Su madre y yo intentamos hallar la manera de dar la vuelta a la situación, de que la policía supiera la verdad. Pero no se nos ocurrió nada. Pasaron los días. Yo sabía cómo podía ser la policía. Aunque nos creyeran, Gil seguiría siendo un cómplice. Lo mismo que Camille.

Me di cuenta de otra cosa.

– Tiene un hijo discapacitado.

– Sí.

– Y necesitaba dinero. Para cuidarlo. Tal vez también para pagarle a Glenda una buena escuela. -Mis ojos se encontraron con los suyos-. ¿Cuándo decidieron que podían ganar dinero con una demanda?

– Eso no formaba parte de nuestro plan original. Eso llegó más tarde, cuando el padre de Billingham empezó a atacar al señor Silverstein por no proteger a su hijo.

– Vieron su oportunidad.

Ella se agitó en la silla.

– El señor Silverstein debería haberlos vigilado. No habrían ido al bosque. No estaba exento de culpa. Sí, vi una oportunidad. Lo mismo que su madre.

La cabeza me daba vueltas. Intenté que hiciera una pausa lo suficientemente larga para poder asumir esa nueva realidad.

– Me está diciendo… -Paré-. ¿Me está diciendo que mis padres sabían que mi hermana estaba viva?

– Sus padres no -dijo.

Sentí un frío glacial en el corazón.

– Oh, no…

No dijo nada.

– No se lo dijo a mi padre.

– No.

– ¿Por qué no?

– Porque le odiaba.

Me quedé pasmado. Pensé en las peleas, en la amargura, en la infelicidad.

– ¿Tanto?

– ¿Cómo?

– Una cosa es odiar a alguien -dije-. Pero ¿odiaba tanto a mi padre como para dejar que pensara que su hija estaba muerta?

No me respondió.

– Le he hecho una pregunta, señora Pérez.

– No conozco la respuesta. Lo siento.

– ¿Usted se lo dijo al señor Pérez?

– Sí.

– Pero ella no se lo dijo a mi padre.

Ninguna respuesta.

– Él iba al bosque a buscarla -dije-. Hace tres meses, en su lecho de muerte, sus últimas palabras fueron que quería que siguiera buscando. ¿Tanto le odiaba, señora Pérez?

– No lo sé -repitió.

Empezó a penetrar en mi cerebro, como gruesas gotas de lluvia. Golpes sordos.

– Estaba ganando tiempo, ¿no?

La señora Pérez no respondió.

– Escondió a mi hermana. No se lo dijo a nadie, ni siquiera… ni siquiera a mí. Esperaba a cobrar el dinero de la demanda. Ése era su plan. Y en cuanto lo cobró… se marchó. Cogió el dinero que necesitaba y se fue con mi hermana.

– Ése era… ése era su plan, sí.

Farfullé la siguiente pregunta:

– ¿Por qué no me llevó con ella?

La señora Pérez se limitó a mirarme. Lo pensé un momento. ¿Por qué? Y me di cuenta de algo.

– Si me llevaba a mí, mi padre nunca dejaría de buscarla. Pondría al tío Sosh y a todos sus ex colegas del KGB a buscarla. Podía dejar marchar a mi madre, probablemente tampoco la amaba desde hacía tiempo. Creía que mi hermana estaba muerta, o sea que eso no sería un problema. Pero mí madre sabía que nunca me dejaría marchar a mí.

Recordé lo que el tío Sosh había dicho, sobre que mi madre había vuelto a Rusia. ¿Estarían allí las dos? ¿Estarían allí todavía? ¿Tenía sentido?

– Gil se cambió el nombre -siguió la señora Pérez-. Viajó mucho. Su vida no era nada del otro mundo. Y cuando aquellos detectives privados se presentaron en casa haciendo preguntas, se enteró. Lo vio como una oportunidad de volver a cobrar Es curioso, pero él también le culpaba a usted.

– ¿A mí?

– Aquella noche no hizo su guardia.

No dije nada.

– Por eso le culpaba, en parte. Pensaba que ésta podía ser una forma de vengarse.

Era lógico. Concordaba con todo lo que me había dicho Raya Singh.

La señora Pérez se puso de pie.

– No sé más.

– ¿Señora Pérez?

Ella me miró.

– ¿Estaba embarazada mi hermana?

– No lo sé.

– ¿Llegó a verla?

– ¿Disculpe?

– A Camille. Gil le dijo que estaba viva. Mi madre le dijo que estaba viva. Pero ¿usted llegó a verla?

– No -dijo-, nunca vi a su hermana.


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