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Desperté con la aterradora sensación de que había dormido demasiado. De hecho mi primer pensamiento fue que ya era la mañana y que me había perdido los actos de la noche anterior. Pero cuando me incorporé sobre el sofá vi que, aparte del fulgor de la estufa de gas, todo a mi alrededor seguía a oscuras.

Fui hasta la ventana y aparté la cortina. El cuarto daba a un estrecho patio trasero ocupado casi por completo por varios enormes cubos de basura. Una débil luz iluminaba el patio, pero advertí también que en el cielo ya no había una total negrura, y volvió a invadirme el pánico al suponer que se aproximaba el alba. Dejé caer la cortina y empecé a cruzar la habitación, lamentando amargamente haber aceptado el ofrecimiento del propietario del café.

Salí al pequeño recinto de paso donde antes había visto mercancías apiladas contra las paredes. Ahora estaba completamente a oscuras, y al avanzar a tientas en busca de una puerta tropecé dos veces contra unos objetos duros. Al final llegué a la sala principal del café, donde hacía tan poco habíamos bailado y cantado con tanto júbilo y entusiasmo. Por los ventanales que daban a la plaza entraba una débil luz, y entrevi las confusas formas de las sillas apiladas sobre las mesas. Pasé junto a ellas, llegué a la entrada y miré a través de los paneles acristalados de las puertas.

Nada se movía en el exterior. La luz que entraba en el local procedía de la solitaria farola del centro de la plaza vacía, pero volví a advertir que en el cielo empezaban a despuntar los primeros albores del día. Seguí contemplando la plaza, y sentí que iba invadiéndome una furibunda ira. Vi que había permitido que numerosas cosas me distrajeran de mis objetivos prioritarios, hasta el punto de que me había quedado dormido durante una parte sustancial de una de las noches más cruciales de mi vida. Y entonces vi que mi ira se mezclaba con una sensación de desesperación, y durante un instante me sentí al borde de las lágrimas.

Pero luego, mientras seguía mirando el cielo nocturno, empecé a preguntarme si no habría imaginado los signos precursores del amanecer. Al examinar más detenidamente el cielo, en efecto, vi que estaba muy oscuro, y me vino el pensamiento de que aún era relativamente pronto y que me había dejado ganar por el pánico infundadamente. Sin duda aún podría llegar a la sala de conciertos a tiempo para asistir a la mayor parte de los actos, y ciertamente aportar mi grano de arena a la velada.

Había estado todo el tiempo sacudiendo maquinalmente las puertas, y finalmente, después de descubrir el sistema de cerrojos y de proceder a abrirlos uno a uno, salí a la plaza.

El aire de la calle, tras el ambiente cargado del café, me pareció maravillosamente refrescante, y de no haber tenido tanta prisa me habría paseado un rato por la plaza para aclararme las ideas. Pero, dadas las circunstancias, eché a andar inmediata y resueltamente en busca de la sala de conciertos.

Durante los minutos que siguieron caminé deprisa por las calles vacías, pasé ante tiendas y cafés cerrados y en ningún momento vi rastro alguno de la cúpula del auditórium. La ciudad antigua, a la luz de las farolas, poseía un encanto especial, pero cuanto más caminaba a través de ella más difícil me resultaba reprimir una sensación de pánico. Había esperado -bastante razonablemente, a mi juicio- encontrar algún taxi en las calles vacías; o al menos alguna gente -quizá saliendo de los últimos locales nocturnos- a quien preguntar cómo llegar a mi destino. Pero, aparte de algún que otro gato perdido, yo parecía ser el único ser despierto en kilómetros a la redonda.

Crucé una vía de tranvía, y al poco me vi bordeando la orilla de un canal. Un viento frío soplaba a través del agua, y al seguir sin divisar la cúpula de la sala de conciertos no pude evitar la sensación de que me estaba perdiendo. Había decidido tomar una bocacalle estrecha que había más adelante, a unos metros, pero al acercarme oí unos pasos y vi que una mujer emergía de ella.

Me había acostumbrado tanto a que las calles estuvieran totalmente desiertas que me detuve en seco al verla. Mi sorpresa, además, se había visto acrecentada por el hecho de que la mujer iba vestida con un traje de noche de mucho vuelo. Ella, al verme, se paró también, y pareció reconocerme, porque vino en dirección a mí con una sonrisa. Al adentrarse más en la luz de la farola, vi que frisaría la cincuentena, o incluso la sesentena. Era ligeramente regordeta, pero se movía con bastante gracia.

– Buenas noches, señora -dije-. Me pregunto si podría usted ayudarme. Busco la sala de conciertos. ¿Voy en la dirección correcta?

La mujer llegó hasta mí. Sonriendo aún, dijo:

– No, en realidad es por allí. Precisamente vengo de la sala de conciertos. Estaba tomando un poco el aire, pero le guiaré allí con mucho gusto, señor Ryder. Es decir, si no le importa.

– Será un auténtico placer, señora, Pero no quiero interrumpir su paseo.

– No, en absoluto. Llevo paseando cerca de una hora. Es hora de que vuelva. Debería haber esperado y llegado con los demás invitados. Pero he pensado tontamente que tenía que estar allí durante todos los preparativos, por si podía ayudar en algo. Pero no había nada que yo pudiera hacer, por supuesto. Por favor, discúlpeme, señor Ryder, aún no me he presentado. Soy Christine Hoffman. Mi marido es el director del hotel donde usted se hospeda.

– Encantado de conocerla, señora Hoffman. Su marido me ha hablado mucho de usted.

Lamenté tal comentario en cuanto lo hube pronunciado. Miré rápidamente a la señora Hoffman, pero la luz de la farola ya no iluminaba con nitidez su cara.

– Por aquí, señor Ryder -dijo-. No está lejos.

Las mangas de su traje de noche, al empezar a andar, ondearon al aire. Tosí y dije:

– ¿Debo inferir de lo que dice, señora Hoffman, que los actos aún no han comenzado en la sala de conciertos? ¿Que los invitados y demás… aún no han acabado de llegar?

– ¿Los invitados? Oh, no. No creo que nadie empiece a llegar hasta dentro de una hora…

– Ah, magnífico.

Seguimos caminando a paso lento por la orilla del canal, y de cuando en cuando nos volvíamos para contemplar los reflejos de las farolas en el agua.

– Me estaba preguntando, señor Ryder -dijo en un momento dado la señora Hoffman-, si mi marido, al hablarle de mí, le ha dado a entender que yo fuera… una persona fría. Me pregunto si le ha inducido de algún modo a pensar eso…

Solté una breve risa.

– Lo que me ha dado a entender abrumadoramente, señora Hoffman, es que es un hombre que siente auténtica devoción por usted.

La señora Hoffman siguió caminando en silencio, y no tuve la certeza de que hubiera oído mi respuesta. Al cabo de unos instantes, dijo:

– Cuando era joven, señor Ryder, a nadie se le habría ocurrido describirme de ese modo. Como una persona fría. Y de niña, ciertamente, fui todo menos fría. Ni hoy me veo a mí misma de ese modo.

Mascullé algo vagamente diplomático. Luego, cuando dejamos el canal y tomamos una estrecha calle lateral, vi por fin la cúpula del auditórium iluminada contra el cielo nocturno.

– Incluso hoy -prosiguió a mi lado la señora Hoffman-, por la mañana temprano, tengo esos sueños… Es siempre por la mañana temprano. Son sueños que siempre tratan de… la ternura. No sucede gran cosa en ellos; normalmente no son sino pequeños fragmentos. Puedo estar, por ejemplo, vigilando a mi hijo Stephan. Mirando cómo juega en el jardín. Estuvimos muy unidos en un tiempo, señor Ryder, cuando era niño. Solía consolarle, compartir con él sus pequeños triunfos. Estuvimos muy unidos cuando era niño. Y otras veces sueño con mi marido. La otra mañana, por ejemplo, soñé que mi marido y yo estábamos deshaciendo juntos una maleta, y nos sentíamos…, nos sentíamos muy a gusto. Allí estábamos, realizando esa tarea juntos. Deshaciendo una maleta. Él sacaba esto, yo sacaba aquello… Charlando todo el tiempo. Sobre nada en especial; manteniendo una conversación mientras deshacíamos la maleta. Fue anteayer por la mañana cuando soñé eso. Y me desperté y me quedé allí mirando el alba a través de las cortinas, y me sentí muy feliz. Me dije a mí misma: tal vez pronto pueda ser realmente así; tal vez hoy mismo, más tarde, podamos vivir un momento semejante. No estaríamos necesariamente deshaciendo una maleta, claro está. Pero sí haciendo algo; ese mismo día, más tarde, estaríamos haciendo algo y se nos presentaría la oportunidad. Me volví a dormir diciéndome a mí misma esto, y sintiéndome muy feliz. Y luego llegó la mañana. Es extraño, señor Ryder. Me sucede siempre así. En cuanto comienza el día, esa otra cosa, esa fuerza llega y se enseñorea de las cosas. Y haga yo lo que haga, todo lo que pueda suceder entre nosotros sucede de otro modo, no del modo en que yo quería que sucediera. Lucho contra ello, señor Ryder, pero a lo largo de los años he ido perdiendo terreno constantemente. Es algo que…, que me sucede. Mi marido lo intenta con toda el alma, trata de ayudarme, pero no sirve de nada. Para cuando bajo a desayunar, todo lo que sentía en el sueño hace ya rato que se ha esfumado.

Unos coches aparcados en la acera nos obligaron a avanzar en fila india, y la señora Hoffman se adelantó unos pasos. Cuando volvimos a caminar juntos, le pregunté:

– ¿Y qué supone usted que es? ¿Esa fuerza de la que habla?

Soltó una repentina risa.

– No quise que sonara tan sobrenatural, señor Ryder. La respuesta obvia, por supuesto, sería que todo tiene que ver con el señor Christoff. Eso es lo que creí durante un tiempo. Y ciertamente eso es lo que cree mi marido. Lo sé. Como mucha gente en esta ciudad, pensé que todo era cuestión de reemplazar al señor Christoff, en nuestros afectos, por alguien con más fuste. Pero últimamente no estoy tan segura. He llegado a pensar que tiene que ver conmigo. Con alguna suerte de enfermedad mía. Puede que incluso forme parte del proceso de envejecimiento. Después de todo, nos vamos haciendo viejos y hay partes de nosotros que empiezan a morir. Puede que también suceda en lo emocional. ¿Lo cree usted posible, señor Ryder? Yo lo temo, temo que esa pueda ser la explicación de todo ello. Que nos hayamos desembarazado del señor Christoff y que descubramos, en mi caso particular al menos, que nada ha cambiado.

Doblamos otra esquina. Las aceras eran estrechas y nos desplazamos al centro de la calzada. Tuve la impresión de que esperaba mi respuesta, y al final dije:

– Señora Hoffman, en mi opinión, y suceda lo que suceda en el proceso de envejecimiento, lo que es esencial para usted es mantener alto el ánimo. No ceder ante esa…, lo que fuere.

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