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Mientras bajaba los sucesivos tramos de escaleras miré el reloj y vi que era hora ya de que saliéramos para la galería Karwinsky. Como es lógico, lamentaba enormemente la situación que dejaba atrás, pero lo prioritario era sin duda llegar a tiempo al importante evento de aquella noche. Decidí, sin embargo, que me ocuparía de los problemas de Fiona en un futuro razonablemente próximo.

Cuando finalmente llegué a la planta baja me topé con un letrero en el muro que rezaba: «Aparcamiento», y una flecha indicadora del camino. Dejé atrás varios trasteros y llegué a la salida.

Salí a la parte trasera de los edificios de apartamentos, en el lado contrario al lago artificial. El sol de la tarde estaba bajo en el cielo. Ante mí había una extensión de terreno verde que descendía gradualmente hasta perderse en la lejanía. El aparcamiento, contiguo a la salida del edificio, era un simple rectángulo de hierba que había sido vallado y se parecía a un corral de rancho norteamericano. El suelo no estaba asfaltado, aunque las continuas idas y venidas de vehículos lo habían hollado de tal modo que ahora era prácticamente tierra batida. Había espacio para unos cincuenta coches, pero en aquel momento sólo había estacionados -a cierta distancia unos de otros- siete u ocho, sobre cuyas carrocerías rebotaba oblicuamente la luz del ocaso. Hacia el fondo del aparcamiento vi cómo la mujer robusta y Boris cargaban el maletero de una ranchera. Al dirigirme hacia ellos vi dentro de ella a Sophie, que estaba sentada en el asiento del acompañante mirando con ojos vacíos la puesta de sol a través del parabrisas.

Cuando llegué hasta ellos, la mujer robusta estaba cerrando el maletero.

– Lo siento -dije-. No sabía que tuvierais tanto que cargar. Habría echado una mano, pero…

– Es igual. Este muchachito me ha ayudado todo lo que necesitaba. -La mujer robusta revolvió cariñosamente el pelo de Boris, y le dijo-: Así que no te preocupes, ¿vale? Los tres vais a pasar una velada estupenda. De veras. Mamá te ha preparado todo lo que más te gusta.

Se agachó y le dio un abrazo tranquilizador, pero el chico parecía como en un sueño y miraba fijamente hacia la lejanía. La mujer robusta me tendió las llaves del coche.

– Tiene que tener el depósito casi lleno. Cuidado con cómo conduce.

Le di las gracias y vi cómo se alejaba hacia los edificios de apartamentos. Cuando me volví hacia Boris, vi que tenía los ojos fijos en la puesta de sol. Le toqué en el hombro y lo conduje alrededor del coche. Subió al asiento trasero sin decir palabra.

Era evidente que el ocaso estaba causando algún efecto hipnótico en ellos, porque cuando me puse al volante vi que Sophie también miraba fijamente a la lejanía. No pareció darse mucha cuenta de mi llegada, pero luego, mientras me familiarizaba con los mandos, dijo con voz queda:

– No podemos dejar que el asunto de la casa nos derrumbe. No podemos permitírnoslo. No sabemos cuándo será…, cuándo será la próxima vez que volverás a estar con nosotros. Con casa o sin casa, tenemos que empezar a hacer cosas, cosas buenas juntos. Me he dado cuenta esta mañana, cuando volvía en el autobús. Hacer cosas incluso en ese apartamento. Incluso en esa cocina.

– Sí, sí -dije yo, y metí la llave de contacto-. Bueno, ¿sabes cómo se va a la galería?

La pregunta sacó a Sophie de la suerte de trance en que parecía inmersa.

– Oh -dijo, llevándose las manos a la boca como si acabara de recordar algo. Luego dijo-: Seguramente sabría llegar desde el centro de la ciudad, pero desde aquí no tengo la menor idea.

Suspiré pesadamente. Intuí que corría el riesgo de volver a perder el control de las cosas, y sentí que en parte volvía a invadirme la intensa irritación que había sentido horas atrás ante el modo en que Sophie introducía el caos en mi vida. Pero entonces oí que me decía en tono vivo:

– ¿Por qué no se lo preguntamos al encargado del aparcamiento? Puede que lo sepa.

Señalaba hacia la entrada del aparcamiento, donde, en efecto, había una pequeña garita de madera en cuyo interior divisé el torso de una figura uniformada.

– De acuerdo -dije-. Iré a preguntárselo.

Me bajé del coche y eché a andar hacia la garita. Un coche que se disponía a abandonar el cercado se había parado junto a la garita, y al acercarme pude ver cómo el encargado -un hombre calvo y obeso- se asomaba a la ventanilla sonriendo jovialmente y haciendo gestos al conductor del vehículo. Su conversación siguió durante unos segundos, y me hallaba ya a punto de interponerme entre ellos cuando el coche reinició la marcha y salió del aparcamiento. El encargado siguió al coche con los ojos y lo vio alejarse por la larga carretera curva que circunvalaba la urbanización. Lo cierto es que también él parecía en trance a causa del ocaso, porque a pesar de que tosí directamente bajo su ventanilla él siguió contemplando ensoñadoramente el coche que se perdía en la lejanía. Al cabo me limité a espetarle:

– Buenas tardes.

El hombre gordo dio un respingo, y, mirando hacia abajo, replicó:

– Oh, buenas tardes, señor.

– Lamento molestarle -dije-, pero tengo algo de prisa. Necesitamos ir a la galería Karwinsky, pero ya ve, soy forastero y no estoy muy seguro de cuál sería el camino más rápido…

– La galería Karwinsky… -El hombre se quedó pensativo unos instantes, y luego dijo-: Bien, a decir verdad, señor, no es nada sencillo de explicar. En mi opinión, lo mejor que puede hacer es seguir a aquel caballero que acaba de salir de aquí. En aquel coche rojo. -Señaló con la mano hacia la lejanía-. Ese caballero, por suerte, vive muy cerca de la galería Karwinsky. Yo podría, claro está, tratar de explicarle cómo llegar allí, pero tendría que ponerme a pensarlo antes, con todas esos desvíos…, en particular hacia el final del trayecto. Me refiero a cuando sales de la autopista y tienes que encontrar el rumbo entre todas esas pequeñas carreteras que rodean las granjas. Lo más sencillo, con mucho, señor, sería seguir a ese caballero del coche rojo. Si no me equivoco, vive a dos o tres desvíos de la galería Karwinsky. Es una zona muy agradable, a él y a su esposa les encanta. Es pleno campo, señor. Me cuenta que tiene una casita preciosa, con gallinas y todo en la parte de atrás, y un manzano… Es una zona muy bonita para una galería de arte, aunque esté un poco apartada. Merece la pena la excursión. El caballero del coche rojo dice que ni se le pasa por la cabeza pensar en mudarse, por mucho que tenga que desplazarse un buen trecho para venir aquí todos los días. Oh, sí, trabaja aquí, en el edificio de la administración. -El hombre sacó el cuerpo por la ventanilla y señaló hacia unas ventanas situadas a su espalda-. En aquel edificio de allí, señor. Oh, no, no todos los edificios son de apartamentos… Llevar una urbanización de este tamaño requiere montones y montones de papeleo. Ese caballero del coche rojo lleva trabajando en la urbanización desde el día en que la compañía del agua se puso a construirla. Y ahora supervisa todo el trabajo de mantenimiento. Es un empleo de muchas horas, señor, y tiene que desplazarse un buen trecho todos los días, pero dice que ni se le ha pasado por la cabeza mudarse a algún sitio más cercano. Y le doy la razón, porque aquella zona es preciosa. Pero qué hago yo aquí de chachara…, debe de tener mucha prisa. Lo siento, señor. Como le digo, siga a aquel coche rojo; es lo mejor que puede hacer… Estoy seguro de que le gustará la galería Karwinsky. Es una zona campestre muy bonita, y la galería misma…, me han dicho que tiene algunos objetos verdaderamente bellos…

Le di las gracias de forma lacónica y volví al coche. Cuando me puse de nuevo al volante, Sophie y Boris seguían con la mirada fija en la puesta de sol. Puse en marcha el motor en silencio. Sólo después de dejar atrás la garita de madera, donde dediqué al encargado un rápido saludo, me preguntó Sophie:

– ¿Te has enterado del camino?

– Sí, sí. Sólo tenemos que seguir a aquel coche rojo.

Al decir esto caí en la cuenta de lo enfadado que aún seguía con ella. Pero no añadí nada más, y salí a la carretera que circundaba la urbanización.

Fuimos dejando atrás los edificios de apartamentos, cuyas incontables ventanas reflejaban el último sol de la tarde. Luego, la urbanización quedó atrás por completo, y la carretera desembocó en una autopista flanqueada de bosques de abetos. La carretera estaba prácticamente vacía, la vista era clara y pronto divisé el coche rojo, un pequeño punto en la lejanía que avanzaba a velocidad moderada. Dado lo escaso del tráfico no vi la necesidad de pisarle los talones, de modo que moderé también la velocidad y me mantuve a cierta distancia. Sophie y Boris seguían en su ensoñador silencio, y al final también yo -ya con el ánimo más tranquilo- acabé contemplando la puesta de sol sobre la desierta autopista.

Al cabo de un rato me sorprendí rememorando el segundo gol del equipo holandés en la semifinal de la Copa del Mundo contra Italia de algunos años atrás. Fue un magnífico disparo largo -siempre había sido uno de mis recuerdos deportivos preferidos-, pero ahora, para mi fastidio, veía que había olvidado la identidad del autor del gol. El nombre de Rensenbrink me venía una y otra vez a la memoria, y ciertamente él había jugado aquel partido, pero al final me convencí de que no fue él quien marcó el gol. Volví a ver el balón surcando el aire inundado de sol, dejando atrás a unos defensas italianos extrañamente paralizados, avanzando más y más, pasando por encima de la mano extendida del portero. Resultaba frustrante no conseguir recordar un detalle tan vital, y repasaba una y otra vez los nombres de los jugadores holandeses que podía recordar de aquella época cuando Boris dijo de pronto a mi espalda:

– Estamos muy en el centro de la carretera, vamos a chocar.

– Tonterías -dije-. Vamos bien.

– ¡No, no vamos bien! -le oí decir, mientras daba golpes contra la parte de atrás de mi asiento-. Vamos muy pegados al centro. Si viene alguien en dirección contraria, nos estrellamos.

Callé, pero desplacé un poco el coche hacia el arcén. Boris pareció tranquilizarse, y volvió a quedarse en silencio. Luego Sophie dijo:

– ¿Sabes?, tengo que admitir que no me hizo mucha gracia al principio. Me refiero al enterarme de lo de esta recepción. Creí que nos iba a «chafar» la noche. Pero cuando pensé en ello un poco más, sobre todo cuando me di cuenta de que no nos impedía cenar juntos, me dije, bueno, nos viene bien. En cierto modo, es exactamente lo que necesitamos. Sé que puedo hacer un buen papel, y Boris también puede hacerlo. Los dos estaremos bien, y así tendremos algo que celebrar cuando volvamos a casa. Toda la velada…, puede que sí, que sirva para arreglar ciertas cosas entre nosotros…

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