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Cuando me despertó el timbre del teléfono situado junto a la cabecera de la cama, tuve la sensación de que llevaba algún tiempo sonando. Levanté el aparato y oí una voz:

– ¿Oiga? ¿El señor Ryder?

– Sí, yo mismo.

– ¡Ah, señor Ryder…! Le habla el señor Hoffman. El director del hotel.

– Mucho gusto.

– Permítame decirle, señor Ryder, que estamos muy contentos de tenerlo por fin con nosotros. Es usted muy bien recibido aquí.

– Muchas gracias.

– Un huésped sumamente distinguido, señor. Y, por favor, no se preocupe en absoluto por el retraso de su llegada… Todos lo han comprendido perfectamente, como creo que le ha dicho ya la señorita Stratmann. Después de todo, cuando uno ha de realizar viajes tan largos y tiene tantos compromisos en todo el mundo…, bueno…, estas cosas son a veces inevitables.

– Pero…

– Nada, nada, señor… No se hable más de ello. Como le digo, todas las damas y caballeros presentes se han mostrado muy comprensivos. Así que dejemos el tema. Lo importante es que está usted aquí. Y aunque fuera por eso sólo, señor Ryder, le debemos una inmensa gratitud.

– En fin, señor Hoffman…, muchísimas gracias.

– Ahora, señor, si no está usted ocupado en este momento, me encantaría pasar a presentarle personalmente mis respetos. Para darle mi bienvenida a nuestra ciudad y a este hotel.

– Es usted muy amable. Pero es que justamente ahora me disponía a echar una pequeña siesta…

– ¿Una siesta? -Noté un chispazo de irritación en la voz, pero al instante recuperó por completo su cordialidad-. ¡Sí, claro, claro! Debe de estar usted muy fatigado. ¡Ha sido un viaje tan largo! Dejémoslo, pues, para cuando le vaya a usted bien… Ya me avisará.

– Estaré encantado de conocerle, señor Hoffman. No tardaré mucho en bajar, se lo aseguro.

– Cuando le vaya bien, por favor. Yo estaré esperándole aquí…, en el vestíbulo quiero decir…, todo el tiempo que sea necesario. No tenga ninguna prisa, se lo ruego.

Reflexioné un instante sobre estas palabras, y observé:

– Pero, señor Hoffman…, sin duda tendrá usted muchas otras cosas que hacer…

– Sí, es cierto… Ésta es la hora más ajetreada del día. Pero, tratándose de usted, señor Ryder, aguardaré con gusto cuanto sea preciso.

– Por favor, señor Hoffman, no pierda su valioso tiempo por mí. Bajaré dentro de poco e iré a buscarle a su despacho.

– No es ninguna molestia, señor Ryder. Será un honor esperarle aquí. Le repito que se tome su tiempo. Y le aseguro que no me moveré de aquí hasta que usted baje.

Le di las gracias otra vez y colgué el teléfono. Incorporándome en la cama, miré a mi alrededor y, por la luz que entraba por el ventanal, deduje que ya estaba avanzada la tarde. Me sentía más cansado que antes, pero no parecía tener otra opción que bajar al vestíbulo. Así que salté de la cama, fui hasta donde se hallaban mis maletas y saqué de una de ellas una chaqueta menos arrugada que la que llevaba puesta. Mientras me la ponía, sentí un vivo deseo de tomarme un café, y a los pocos momentos abandoné mi habitación con el deseo transformado casi en una necesidad apremiante.

Al salir del ascensor encontré el vestíbulo mucho más animado que antes. Los butacones que veía a mi alrededor estaban ocupados por huéspedes que hojeaban periódicos o charlaban tomando café. Junto al mostrador de recepción había varios japoneses que se saludaban unos a otros con muestras de gran regocijo. Me distraje un poco con aquella transformación y no advertí al director del hotel hasta tenerlo prácticamente pegado a mí.

Era un individuo de unos cincuenta años de edad, más corpulento y pesado de lo que había imaginado yo por su voz al teléfono. Me tendió la mano sonriendo de oreja a oreja. Yo hice otro tanto, y noté al hacerlo que su respiración era jadeante y tenía la frente ligeramente perlada de sudor.

Mientras nos estrechábamos las manos repitió varias veces cuán grande era el honor que mi presencia representaba para la ciudad y para su hotel en particular. Luego se inclinó hacia mí para decirme en tono confidencial:

– Y permítame asegurarle, señor, que los preparativos para el jueves por la noche están muy avanzados. De verdad que no tiene que preocuparse por ello.

Esperé que dijera algo más, pero cuando vi que se limitaba a sonreír, respondí: -Me alegra saberlo.

– Créame, señor… No tenga ninguna preocupación al respecto.

Siguió una pausa un tanto embarazosa. Por un momento pareció que Hoffman iba a añadir un comentario más, pero se cortó, soltó una risita y me dio una palmadita en el hombro…, un gesto de familiaridad que encontré algo fuera de tono. Por último dijo:

– En serio, señor Ryder… Si hay algo que yo pueda hacer para que su estancia aquí sea más agradable, hágamelo saber enseguida.

– Es usted muy amable.

Hubo otra pausa seguida de una nueva risita, tras la cual el hombre sacudió la cabeza y volvió a darme otra palmadita en el hombro.

– ¿Sí, señor Hoffman…? -dije-. ¿Hay alguna cosa en particular que desee usted comentarme?

– ¡Oh, no, nada en particular, señor Ryder! Tan sólo quería saludarle y asegurarme de que todo estaba a su entera satisfacción. -Pero de pronto prorrumpió en una exclamación-: Aunque, sí, ¡por supuesto! Ahora que usted lo dice…, sí, claro que hay algo… Una nadería sin importancia… -Volvió a sacudir la cabeza riendo, y añadió-: Se trata de los álbumes de mi mujer. -¿Los álbumes de su mujer?

– Mi esposa, señor Ryder, es una mujer muy cultivada. Como es lógico, siente una gran admiración por usted. De hecho ha seguido con mucho interés toda su carrera y durante algunos años ha estado coleccionando recortes de prensa relativos a usted.

– ¿De veras? Es muy amable por su parte. -Tiene dos álbumes de recortes enteramente consagrados a usted. Las piezas están ordenadas cronológicamente y se remontan a muchos años atrás. Pero permítame ir al grano. Mi mujer tuvo siempre la gran ilusión de que algún día pudiera usted hojear esos álbumes personalmente. Ni que decir tiene que la noticia de su visita a nuestra ciudad ha dado nuevo impulso a esa esperanza suya. Pero, como sabe lo ocupado que usted estaría, insistió mucho en que no se le molestara por su causa. Yo, claro…, sabedor de ese secreto deseo suyo, le prometí que por lo menos le hablaría a usted del asunto. Si pudiera dedicar aunque sólo fuera un minuto a echarles un vistazo, no se imagina lo feliz que la haría.

– Trasmita usted mi gratitud a su esposa, señor Hoffman. Me encantará repasar sus álbumes.

– Es muy amable de su parte, señor Ryder. ¡Un detalle exquisito! Lo cierto es que, en previsión, me traje los álbumes al hotel… Aunque sé muy bien que está usted ocupadísimo y que…

– Tengo una agenda muy apretada, en efecto. Pero le aseguro que podré encontrar un momento para dedicarlo a los álbumes de su esposa.

– ¡Cuánta amabilidad, señor Ryder! Permítame insistir, sin embargo, en que lo último que desearía hacer es cargarlo con más compromisos. Así que permítame una sugerencia: aguardaré a que me indique usted mismo cuándo puede verlos. Y, mientras no lo haga, no le incomodaré con el tema. Ahora bien, si usted tiene un momento, a cualquier hora del día o de la noche que sea, dígamelo, por favor. Habitualmente es fácil dar conmigo y no me voy del hotel hasta muy tarde. Dejaré en el acto cualquier cosa que esté haciendo e iré a llevarle los álbumes. Me sentiré mucho más tranquilo si lo convenimos así. De verdad que no soportaría la idea de estar complicando más el programa de su visita…

– Es una actitud muy considerada, señor Hoffman… -Una cosa más… Se me ocurre que en los próximos días tal vez pueda darle la impresión de tener un trabajo de locos… Por eso me agradaría dejar bien sentado que jamás mis ocupaciones me impedirán dedicar un rato a ese otro asunto. Así que, aunque le parezca muy ocupado, no deje de avisarme. -De acuerdo. Lo tendré en cuenta. -Quizá deberíamos convenir una señal entre los dos… Porque, claro, puede ser que usted venga en mi busca y me encuentre al otro extremo de una sala atestada de gente… Sería muy molesto para usted, en tal caso, tener que abrirse paso entre el bullicio. Aparte de que, para cuando usted llegara al lugar de la sala en que me hubiera visto, tal vez yo me habría movido de sitio… Por eso digo que nos iría bien una señal. Algo fácilmente visible y que pueda hacerse por encima de las cabezas de los presentes…

– Sí, en efecto… Me parece una idea muy razonable.

– Excelente. Realmente me entusiasma descubrir lo amable que es usted, señor Ryder. ¡Ojalá pudiera decir lo mismo de otras celebridades que han venido a alojarse aquí…! En fin… Sólo nos resta acordar la señal. Quizá podría sugerirle…, bueno…, algo así… -Alzó la mano con la palma hacia fuera y los dedos abiertos, e hizo con ella un movimiento como si estuviera limpiando los cristales de una ventana-. Por ejemplo… -añadió, escondiendo rápidamente la mano detrás de la espalda-. O cualquier otra que a usted le parezca mejor, por supuesto.

– No, no… Me parece muy bien ésa. Se la haré tan pronto como esté listo para echar un vistazo a los álbumes de su esposa. Realmente es muy amable de su parte haberse tomado semejante trabajo.

– Me consta que le ha dado grandes satisfacciones. Ni que decir tiene que si más adelante se le ocurriera a usted otra señal que le parezca mejor, no tiene más que telefonearme desde su habitación o dejar un mensaje para mí a cualquiera de los miembros del personal…

– Es usted muy amable, pero encuentro muy elegante la señal que me ha sugerido. Y ahora, señor Hoffman, me pregunto si podría usted indicarme dónde he de ir para tomar un buen café. Me bebería ahora mismo unas cuantas tazas.

El director exhibió una risa de manifiesta teatralidad:

– Conozco muy bien esa sensación -dijo-. Le acompañaré al atrio. Sígame, por favor.

Me condujo hacia un ángulo de la sala, que abandonamos a través de un par de pesadas puertas batientes, y pasamos a un largo pasillo sombrío cuyas paredes estaban revestidas con paneles de madera oscura. Llegaba hasta allí tan escasa luz natural, que a pesar de la hora del día estaban encendidos los apliques eléctricos. Hoffman caminaba delante de mí con bruscas zancadas, volviéndose continuamente para sonreírme por encima del hombro. A mitad de camino pasamos por delante de una puerta de aspecto soberbio y Hoffman, que debió de sorprenderme mirándola, me explicó:

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